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50º ANIVERSARIO VATICANO II - Más allá de la ''Lumen gentium''

«En el tiempo de la preparación del concilio Vaticano II y también en el mismo Concilio, el cardenal Frings –decía el cardenal Ratzinger en la conferencia memorable sobre la Lumen gentium del año image-0ce2a9510186d4bf4bc2c5565ecb6f292000– me explicó a menudo un suceso sencillo, que era evidente que le había impresionado de manera profunda. El santo Padre Juan XXIII no había fijado ningún tema concreto para el Concilio, pero había invitado a los obispos de todo el mundo a proponer sus prioridades, de forma que, de las experiencias vivas de la Iglesia universal, surgiera la temática que tenía que ser tratada en el Concilio. [...]

»También en la Conferencia episcopal alemana se discutió qué temas convenía proponer para la reunión de los obispos. No solamente en Alemania, sino prácticamente en toda la Iglesia católica, la opinión era que el tema tenía que ser la Iglesia [...]

»También lo favorecía el clima cultural de la época. [...] No sólo Romano Guardini hablaba de un despertar de la Iglesia en las almas. También el obispo evangélico Otto Dibelius acuñaba la fórmula de «el siglo de la Iglesia», y Karl Barth daba a su dogmática, fundada en las tradiciones reformadas, la titulación programática de 'Kirchliche Dogmatik´ (Dogmática eclesial); lo expresaba así: 'la dogmática presupone la Iglesia, sin la Iglesia no existe´.

»Así, pues, entre los miembros de la Conferencia episcopal alemana, reinaba la opinión común que el tema tenía que ser la Iglesia. El anciano obispo Buchberger, de Ratisbona, (...) dijo: “Estimados hermanos, en el Concilio, sobre todo, tenéis que hablar de Dios. Este es el tema más importante”. Los obispos se quedaron impresionados por la profundidad de estas palabras. Cómo es natural, no podían limitarse a proponer sencillamente el tema de Dios. Pero, al menos al cardenal Frings, le quedó una inquietud interior, y se preguntaba continuamente cómo podíamos cumplir este imperativo. [...]

»Johann Baptist Metz, en 1993, dijo adiós a su cátedra de Münster. Querría mencionar de este importante discurso algunas frases significativas. Dice Metz: “La crisis que ha afectado el cristianismo europeo, no es tan sólo una crisis eclesial... La crisis es más profunda: en efecto, no sólo tiene su raíz en la situación de la Iglesia misma; ha llegado a ser una crisis de Dios”. “De manera esquemática se podría decir: religión sí, Dios no; pero este 'no´ tampoco se tiene que entender en el sentido categórico de los grandes ateísmos. Ahora no existen grandes ateísmos. En realidad, el ateísmo actual puede volver a hablar de Dios, de manera serena y tranquila. Sin entenderlo de verdad...”. “También la Iglesia tiene una concepción de inmunización contra la crisis de Dios. Hoy en día, no habla de Dios –como sucedió todavía en el Concilio Vaticano I–, sino solamente del Dios anunciado por la Iglesia, como en el último Concilio. La crisis de Dios es central en la eclesiología”.[...]

»Estas palabras, en los labios del creador de la teología política, nos llaman la atención. Nos recuerdan, en primer lugar, con razón, que el Concilio Vaticano II no fue tan sólo un concilio eclesiológico, sino antes que nada y sobre todo, se habló de Dios –y no solamente a la cristiandad, sino también dirigiéndose al mundo–, del Dios que es Dios de todos, que salva a todos y es accesible a todos. ¿Es verdad que el Vaticano II, como parece decir Metz, solamente recogió la mitad de la herencia del anterior concilio? Es evidente que una relación dedicada a la eclesiología del Concilio se ha de plantear esta pregunta. Querría dar ahora por adelantado mi tesis de fondo: el Vaticano II quiso claramente insertar y subordinar el discurso sobre la Iglesia en el discurso sobre Dios; quiso proponer una eclesiología en sentido propiamente teo-lógico, pero la recepción del Concilio ha omitido esta característica determinante, privilegiando algunas afirmaciones eclesiológicas; se ha fijado en algunas palabras aisladas, que llamaban la atención, y así no ha captado todas las grandes perspectivas de los padres conciliares».

La “Lumen gentium”, quizás el documento más importante sobre la Iglesia de Jesucristo

Hasta aquí, esta cita extensa del memorable discurso que el año 2000 quien entonces era el cardenal Ratzinger dedicó a la Lumen gentium. Este texto de quien, ahora, al cabo de trece años, es el santo Padre retirado Benedicto XVI, expresa las diferentes interpretaciones que se han hecho de la Lumen gentium en los cincuenta años que nos separan de su publicación, y es quizás el documento más importante sobre la Iglesia de Jesucristo en toda la larga historia de difusión del cristianismo en el mundo. La larga cita de la conferencia del entonces presidente de la Congregación de la Doctrina de la Fe, bien se lo merece.

Hoy, resulta frontalmente necesario repetir con el ángel que recibió a las mujeres en el sepulcro vacío de Jesucristo: «¿Por qué buscáis entre los muertos a quien está vivo?» (Jn 24,5b). Precisamente, en el luminoso prólogo de Jesús de Nazaret, se explica que, a pesar de dar una gran importancia a la investigación histórica y crítica, exegética y arqueológica, sobre Jesús y su tiempo, no vamos en busca del conocimiento del hombre Jesús con el objetivo de obtener su retrato robot en el siglo primero, sino de Jesús que acredita ser el Hijo de Dios hecho hombre, encarnado y nacido de María Virgen, que murió bajo el poder de Poncio Pilato, y que, resucitado y glorificado en su Humanidad, está sentado a la derecha de Dios Padre, y vive para siempre. Cómo dice Benedicto XVI, en unos veinte años, aquel que es hombre, Jesús de Nazaret, es anunciado en el himno de Cristo de la Carta a los Filipenses (2,6-11) con una cristología completa en sus misterios de la encarnación y la redención, y a quien le corresponde la adoración que Dios profetizó por Isaías (cf. 45,23). No es una comunidad anónima quien forja sin fundamento esta plenitud de la proclamación del misterio de Jesucristo en fe inicial, sino la fuerza manifestada en el Resucitado del misterio de Jesús, Dios hecho hombre. Él es el Viviente. Tomás le dirá todo sobrecogido al verle: iSeñor mío y Dios mío! (Jn 20,28).

El mayor hallazgo del Sínodo extraordinario, a los veinte años del Concilio (1985), fue que todo el texto de la Constitución Lumen gentium, con los muchos aciertos para comprender mejor el misterio de la Iglesia como Sacramento universal de salvación, la perspectiva de la colegialidad jerárquica, y otros muchos aspectos eclesiológicos, apuntaba hacia la comprensión teo-lógica de la Iglesia como misterio de comunión (Koinonia) entre Dios y los hombres y de los hombres entre si, por Jesucristo nuestro Señor. Cristo, en su santísima Humanidad glorificada, es el único mediador, y su mediación tiene como instrumento universal a la Iglesia, que es su Cuerpo, y de la cual Él es la Cabeza.

La Iglesia, contemplada especialmente en la imagen de Pueblo de Dios en camino hacia su plenitud escatológica, y como Cuerpo de Cristo, comprende toda la densidad del Misterio Pascual de la salvación para todos los hombres de todos los tiempos y lugares. De este instrumento de Cristo, que es su Iglesia, dice al comienzo la Lumen gentium que es como un image-70fa34350701e8c3c251a63de1f21303sacramento universal de salvación, porque, como lo expresaba Tomás de Aquino, Jesucristo es el Sacramento unido a la Divinidad, y los siete Sacramentos son los medios separados que usa Jesucristo para llevar a cabo su acción salvífica, y que, cuando la santísima Humanidad del Señor es glorificada, sustituyen su presencia física por la presencia sacramental, quedándose entre nosotros hasta el fin de los tiempos, cuando vendrá en gloria.

Es en la definición encontrada de la Iglesia como misterio de comunión, que la interpretación eclesiológica del Concilio Vaticano II, tan centrada en la constitución dogmática Lumen gentium, se convierte en una interpretación más profunda, teo-lógica, centrada en Dios, Uno y Trino. La Iglesia no es, propiamente, sacramento, sino instrumento del sacramento que es Cristo y de los Sacramentos que Él instituye por su entrega (Eucaristía) y acción salvífica (todos los sacramentos) del Dios Amor hacia los hombres.

El Credo, como símbolo de la fe, es trinitario. Al confesar la fe en Jesucristo nuestro Señor y en Dios Espíritu Santo, dice también: «Creo en la Iglesia una, santa, católica y apostólica». No profesamos que la Iglesia es un nuevo objeto de la fe, ni ninguna otra cosa que no sea un aspecto de la misma fe que proclamamos en Jesucristo, que «está sentado a la derecha de Dios Padre», como único mediador, y en el Espíritu Santo como «Señor que infunde la vida» por la acción santificadora de la santísima Humanidad de Jesucristo, con los siete Sacramentos de la gracia. La comunión en la Iglesia es un misterio por el cual los hombres y el mundo participan, por Jesucristo, del misterio de comunión de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por eso, tanto la Lumen gentium, como el Decreto Ad gentes, manifiestan a su inicio la evolución teológica de los textos del Concilio, que hablan fundamentalmente de Dios único y de la Trinidad, que en su vida divina íntima es realmente Misterio de Comunión, que Jesucristo hace participar en su Iglesia por obra del Espíritu Santo, que es la Persona en que se da la comunión de amor del Padre y el Hijo (cf. 2Co 13,13).

El Catecismo de la Iglesia Católica lo enseña en algunos puntos que vale la pena recordar en los siguientes números:

748. «Cristo es la luz de los pueblos. Reunido en el Espíritu Santo, el sagrado Concilio tiene, por lo tanto, el vivo deseo de anunciar a todas las criaturas la Buena Nueva del Evangelio, de difundir entre todos los hombres la claridad del Cristo que resplandece en el rostro de la Iglesia». Con estas palabras se abre la Constitución dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II. Así muestra el Concilio que el artículo de fe sobre la Iglesia depende totalmente de los artículos que se refieren a Jesucristo. La Iglesia no tiene más luz que la del Cristo. Según una imagen preferida por los Padres de la Iglesia, es como la luna que recibe del sol toda su luz.

749. El artículo sobre la Iglesia depende también totalmente del artículo sobre el Espíritu Santo que lo precede. «En efecto, después de haber enseñado que el Espíritu Santo es la fuente y el dador de toda santidad, ahora confesamos que es él quien da la santidad a la Iglesia». La Iglesia, según un dicho de los Padres, es el lugar «donde florece el Espíritu».

750. Creer que la Iglesia es «santa» y «católica», y que es «una» y «apostólica» (tal como añade el Símbolo de Nicea-Constantinopla) es inseparable de la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. En el Símbolo de los apóstoles, hacemos profesión de creer en una Iglesia santa (Credo [...] Ecclesiam») y no en la Iglesia, para no confundir Dios y sus obras y para atribuir claramente a la bondad de Dios todos los dones que él ha puesto en su Iglesia.

Con bastante claridad, pues, el Catecismo pone la fe en la Iglesia en dependencia directa de la «misión» trinitaria del Hijo (n. 748) y del Espíritu Santo (n. 749): es la Iglesia de Cristo, «donde florece el Espíritu». Por eso no decimos que creo en la Iglesia, sino que creo en una Iglesia santa, católica y apostólica, según la versión del Credo más «romana», puesto que el Credo de los Apóstoles parece tener sus raíces en el símbolo bautismal de la iglesia de Roma. Dice el Catecismo al final de la exposición del tema (n. 750): «para no confundir a Dios con sus obras y para atribuir claramente a la bondad de Dios todos los dones que él ha puesto en su Iglesia».

La Iglesia es la finalidad del proyecto de Dios de renovarlo todo por Amor mediante su Palabra. Si el misterio de Dios tiene una dimensión eclesiológica, que tan bien expone el Concilio Vaticano II, es porque primero y principalmente tiene una dimensión teo-lógica, también querida por los Padres conciliares, y que contempla a la Iglesia como participación del Misterio de Comunión trinitaria; una Iglesia que manifiesta en la fe, la liturgia y la vida diaria la caridad de Dios, porque vive en una adoración profunda.

Hemos empezado con una cita extensa de la inolvidable conferencia del cardenal Ratzinger sobre la Lumen gentium con ocasión del Jubileo del año 2000. Quiero acabar con las palabras finales que Benet XVI dijo, ex abundantia cordis, pocos días antes de retirarse, a su clero de Roma, el 14 de febrero, también como homenaje de su trabajo, teo-lógico y eclesio-lógico, primero en una universidad alemana, después junto a Juan Pablo II, y finalmente en su luminosa tarea docente del magisterio papal de los últimos años. Recordando su experiencia personal en el Concilio Vaticano II, concluyó con lenguaje coloquial:

«Querría ahora añadir un tercer punto: Allí había el Concilio de los Padres –el verdadero Concilio–, pero estaba también el Concilio de los medios de comunicación. Era casi un Concilio aparte, y el mundo percibió el Concilio a través de ellos, a través de los media... Y mientras el Concilio de los Padres se realizaba dentro de la fe, era un Concilio de la fe que busca el intellectus, que busca comprenderse y comprender los signos de Dios en aquel momento, que busca responder al reto de Dios y encontrar en la Palabra de Dios la palabra para hoy y para mañana; mientras todo el Concilio –como he dicho– se movía dentro de la fe, como fides quaerens intellectum, el Concilio de los periodistas no se desarrollaba naturalmente dentro de la fe, sino dentro de las categorías de los medios de comunicación de hoy en día, fuera de la fe, con una hermenéutica diferente. Era una hermenéutica política. Para los medios de comunicación, el Concilio era una lucha política, una lucha de poder entre varias corrientes dentro de la Iglesia...

»Había esta triple cuestión: el poder del Papa, transferido después al poder de los obispos, finalmente, al poder de todos, a la soberanía popular. Para ellos, naturalmente, esta era la parte que había que aprobar, promulgar, favorecer... (la Liturgia como acción de la comunidad y la Palabra de Dios como fundamento histórico sometido a revisión crítica y de contenido pagano)... Estas traducciones, estas banalizaciones de la idea del Concilio, han sido virulentas en la aplicación práctica de la Reforma litúrgica; nacieron en una visión del Concilio fuera de su clave, de la fe. Y así también en la cuestión de la Escritura: la Escritura es un libro histórico, que sólo tiene que ser tratado históricamente y nada más. Sabemos que este Concilio de los medios de comunicación fue accesible a todo el mundo. Fue el mensaje dominante, el eficiente, y el que ha ocasionado tantas calamidades, tantos problemas; realmente, tantas miserias: seminarios vacíos, conventos cerrados, liturgia banalizada...

»Y el verdadero Concilio ha tenido dificultades para concretarse, para realizarse; el Concilio virtual era más fuerte que el Concilio real. Pero la fuerza real del Concilio estaba presente y, despacio, se realiza cada vez más y se convierte en la verdadera fuerza que después también es reforma verdadera, verdadera renovación de la Iglesia.

»Me parece que, cincuenta años después del Concilio, vemos como este Concilio virtual se rompe, se pierde, y aparece el verdadero Concilio con toda su fuerza espiritual. Nuestra tarea, precisamente en este Año de la fe, es la de trabajar para que  el verdadero Concilio, con la fuerza del Espíritu Santo, se realice y la Iglesia se renueve realmente. Confiamos que el Señor nos ayude. Yo, retirado en mi oración, estaré siempre con vosotros, y juntos avanzaremos con el Señor, con esta certeza: El Señor vence».

Creo que no hay que añadir nada más. Dar la bienvenida al santo Padre Francisco, que comenzó pidiéndonos, con la cabeza inclinada, la limosna de la oración de todos. La eclesiología del Vaticano II, que está presente en todos los textos, pero muy especialmente en la Lumen gentium, tiene que ir más allá, ha de subordinarse a la hermenéutica teo-lógica, a la fe, tanto en la especulación teórica cómo en la práctica de la vida eclesial. La fe teologal ha de ser anunciada con toda su belleza y con el realismo de quien, por la plegaria, sabe que el Dios Trinitario, encarnado en nuestro Señor Jesucristo, es la fuente única y el apoyo de toda la realidad existente: es este «Dios desconocido», del cual san Pablo habló en el Areópago de Atenas, de quien hoy tenemos que hablar en los «nuevos areópagos»: «en Él vivimos, nos movemos y somos... Porque somos incluso de su linaje». (Ac 17,28).

Mn. Josep Maria Riera Munné

Doctor en Teología

  • 18 febrero 2014
  • Mn. Josep Maria Riera Munné
  • Número 46

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