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El Papa Francisco en el contexto europeo actual

Es el primer Papa no europeo desde hace más de 1200 años, han dicho los periódicos (exactamente desde el año image-5925c732bee264319cd324acf2d61c5d741, en que falleció Gregorio III). En realidad, es el primer Papa que viene de lejos, pues los anteriores no europeos procedían de ese espacio mediterráneo algo ampliado, pues Gregorio III era sirio. Espacio en que se desarrollaron los debates decisivos para la configuración intelectual y cultural del cristianismo (y de Europa) en los primeros siglos. Es, en realidad, el primer Papa con una experiencia vital e intelectual de lejos de Roma, al menos en el mundo moderno (se puede discutir si los pocos papas no mediterráneos tenían esa lejanía en su perspectiva o si los franceses de Avignon vivían también distanciados de ella). En realidad, es una alteridad relativa, pues fueron sus padres quienes emigraron de Italia, su acercamiento por un doctorado le hizo pasar por Alemania, entre sus gustos musicales destaca no sólo el tango sino también Beethoven, y junto a Borges (noblesse oblige!, además de calidad literaria) le apasiona Dostoyevski.

Pero no hay duda de que su horizonte pastoral es fundamentalmente el Buenos Aires de las villas miseria, la dictadura, la inestabilidad política y las turbulencias económicas, los accidentes consecuencia de la incuria y el debate en torno a la teología de la liberación. ¿Cuál será su actitud y acción pastoral para Europa?

Solicitud por Europa de los dos Papas anteriores

Europa ha estado de forma privilegiada en la perspectiva de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Juan Pablo II es reconocidamente uno de los protagonistas de la caída del Muro de Berlín, de la recuperación de la libertad para millones de personas, del que los «dos pulmones» –como le gustaba decir– compartieran corazón. Es el Papa, también, de la pugna porque en el preámbulo de la Constitución Europea se mencionaran las raíces cristianas de Europa. Es el Papa del grito: «Europa, sé tú misma» en Santiago de Compostela. Es el Papa de la exhortación Ecclesia in Europa, en la que coloca la esperanza en el centro de sus reflexiones, como aquella actitud que considera más necesaria en esa Europa en crisis.

Benedicto XVI, después de sus importantes reflexiones en Subiaco y en el Senado italiano, anteriores a su elección, dejó dos series de importantes discursos. Aunque no en todos aparece la palabra Europa, forma el trasfondo de sus reflexiones. De un lado está su importante reflexión sobre cristianismo y modernidad, desarrollada en Ratisbona, en los Bernardins de París y –por la intolerancia de algunos– sólo por escrito para La Sapienza; de otro está la línea marcada en los parlamentos de Berlín y Westminster sobre los fundamentos pre-democráticos de la democracia. A ello habría que añadir la homilía en Santiago de Compostela. De la primera serie sobresale la importantísima reflexión sobre el encuentro entre mensaje cristiano y filosofía griega, centrada en el logos; de la última queda el análisis de la gran tragedia de Europa al haber convertido a Dios en «antagonista del hombre y enemigo de su libertad».

Fueron dos papas que vivieron además las grandes sombras de la Europa de las dictaduras y de la guerra, del olvido de Dios y el desprecio del hombre. También por ello la evolución en el continente, hacia una «dictadura del relativismo», les causaba una preocupación importante.

¿Cómo actuará el Papa Francisco?

Desde luego, el nombre que ha elegido enlaza con un hito de la religiosidad pero también de la cultura europea. Por el momento, poco más se puede decir. Sí recoge –con otras palabras, con otros tonos– un tema común a los dos papas anteriores, que no se refiere sólo a Europa, pero recoge algo que está sin duda en el ambiente europeo. Juan Pablo II inició su pontificado con las famosas palabras: «iNo tengáis miedo!» que unía a su propuesta para superar ese miedo: abrir las puertas a Cristo. Veintisiete años después, como si todo ese tiempo hubiera estando reflexionando sobre estas palabras, el papa Benedicto, al final de la homilía en la misa de inicio del pontificado, volvía sobre ellas y se preguntaba por las razones del miedo, que –enlazando con aquellas palabras de Santiago– identificaba con el miedo a que Dios quitara algo de lo bello y grande de la vida, si el hombre entraba a sus planes. El Papa Francisco ha lanzado –en esa misma línea– el reto de «por favor, no os dejéis robar la esperanza, no dejéis que os roben la esperanza», que ha repetido varias veces. Es el «hacer memoria de lo que Dios ha hecho por mí» lo que «abre el corazón de par en par a la esperanza para el futuro».

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¿Es éste un mensaje para Europa, una Europa sacudida por la crisis y en busca de su papel en el mundo? Es –por lo que se ha visto hasta el momento– un Papa de gestos que corroboran sus palabras o de palabras que ilustran sus gestos. Con una coherencia radical, en torno a un mensaje: Salir de sí mismo, servir a los demás, ir a la periferia, acudir allá donde hay pobreza, material y espiritual.

Para el impacto a largo plazo el único camino es el emprendido por Benedicto XVI: la purificación de la Iglesia y la evangelización: la primera es para muchas personas condición de la segunda. En ese sentido, tampoco es necesario un mensaje específico para Europa, que quizá no se produzca tanto como en los papas anteriores. De momento, el mensaje (implícito, como tantos del papa Francisco) es que va a ser Obispo de Roma y presidir en la caridad la Iglesia universal: entre la urbs y el orbis han desaparecido los estadios intermedios (han desaparecido los saludos en idiomas, por ejemplo).

La Europa que encuentra Francisco

Europa se ha empobrecido: por mucho que en algunos países la crisis parezca ya superada, dura ya años y muchas personas lo van notando en su calidad de vida. La crisis –es ya casi una perogrullada– no es sólo económica (o más estrictamente financiera o bancaria o inmobiliaria, por concretar), sino que tiene aspectos sociales, éticos, culturales. Viene además después de momentos de euforia. La integración europea, la Transición (con mayúscula en España, pero ha habido muchas más transiciones), la caída del Muro de Berlín y el fin del mundo bipolar, basado en la amenaza mutua, fueron momentos ansiados por generaciones, llevados por un amplio consenso. Treinta o veinte años después –redondeando– queda una gran decepción entre quienes las hicieron y una inmensa desconfianza entre los más jóvenes. La visión de una corrupción política (a gran escala, con buena parte de los partidos políticos implicados, o con ribetes casi picarescos: cuatro dimisiones de políticos por plagios en tesis doctorales en Alemania) muy extendida, la impresión de mediocridad y falta de liderazgo (excepto, según parece, de Alemania, lo que también está generando sentimientos anti preocupantes) han llevado a una nostalgia por aquel espíritu de la transición junto a un sentimiento de impotencia para recuperarlo.

En este contexto parece que el lenguaje directo y, sobre todo, los gestos del Papa Francisco están siendo como un bálsamo, como un tomar aire, acogidos positiva, aliviadamente desde la crisis y la desesperanza. La autenticidad contrasta con toda esta falsedad y corrupción, que en el imaginario colectivo –olvidándose de tantas personas que trabajan con entrega– se asocia ya también con la curia vaticana. ¿Por qué toda esta recepción positiva, tanto que incluso se le perdona que esté en contra de supuestas conquistas sociales como el matrimonio homosexual? En los procesos de recepción, tan importante es el mensaje como la predisposición del receptor. Ya decían los medievales aquello de quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur. Y aquí el Papa Francisco se ha encontrado con una sociedad que estaba deseando que apareciera alguien como el papa Francisco quizá sin saberlo. Pero ha movilizado ese «pequeño francisco que todos llevamos dentro». Este tipo de impactos, que se dio con Juan Pablo II o con Madre Teresa, puede, sin embargo, ser efímero o duradero. En el mundo de inconstancia informativa pronto se deja de ser noticia y de estar presente. O empiezan a emerger voces discordantes y críticas, que van erosionando la imagen (ya hubo un primer intento, con el tema de su actuación durante la dictadura argentina, pero se estrelló contra el entusiasmo inicial, ciertamente, por los argumentos aportados, pero no sólo: los datos y los argumentos juegan un papel relativo en los procesos de recepción).

El lenguaje de los gestos es universal. Y Europa se da cuenta de que necesita lo que expresan esos gestos. Quizá el mensaje esencial («salir de sí mismo») ni siquiera sea tan lejano al espíritu europeo: todavía Dante condenaba a Ulises (que de cualquier modo en la Edad Media tenía una mala imagen, por su trapacero modo de conquistar Troya, ¿por qué será que la estatua helenística más famosa en los renacentistas Museos Vaticanos es la del sacerdote Laoconte, retorciéndose cuando junto con sus hijos es atacado por las serpientes? Es el homenaje, en la expresión de su tremendo dolor, a quien descubrió la estratagema de Ulises e intentó evitar el desastre. Según el célebre poema de Dante, Ulises es condenado a los infiernos por haber querido cruzar el non plus ultra de las columnas de Hércules y lanzarse al mar abierto. Pero Europa no se entiende sin esa continua relación (comercial y cultural a veces, guerrera otras) con otros pueblos, con otras culturas, ese salir de sí misma, al encuentro de los demás, llevando (no siempre por medios adecuados ni en la actitud correcta) lo que consideraba mejor de lo suyo, sin olvidar que con la grandeza de algunos se mezclaba también la mezquina avaricia y el ansia de poder de otros.

Pero existiendo el impulso quizá es más fácil purificar la intención que crear el impulso ex novo. En Europa –y ése fue el gran intento del gran Juan Pablo II– es necesario volver a generar la esperanza que a su vez induce el impulso. Si el gesto del papa Francisco consigue, además de reforzar la esperanza, purificar la intención del impulso y convertirlo en un servicio en la periferia de la pobreza material y espiritual, Europa será un poco más ella misma.

El reto del relativismo y sus consecuencias

No es fácil, porque el relativismo (como tanto señaló Benedicto XVI) está muy instalado en las mentes y en las vidas. Es un relativismo no teórico ni reflexionado, es una de esas terceras derivaciones que, despojadas ya de toda su historia y su complejidad, se han instalado en las mentes y guían el comportamiento de las personas. Es esa convicción de que no hay Verdad (y, si hay, no es cognoscible), sino verdades, la idea no de que en todo hay interpretación sino de que todo es interpretación y tanto vale la tuya como la mía. Del exagerado aprecio por lo que se correspondería con la naturaleza del hombre («esto se hace así, porque es natural» y aquello también y lo de más allá, también) se ha pasado a la convicción de que la cultura nos marca: uno actúa así porque su cultura se lo ha transmitido, mientras que otro lo hace de otro manera porque se corresponde con su cultura. En medio de esta confusión el gran tema es la ética de mínimos, el consenso que permita la supervivencia de una sociedad democrática.

El relativismo es el gran reto para la evangelización. La salida, aparte de lo que pueda surgir de la capacidad de convencer, es Jesucristo, Camino, Verdad y Vida. ¿Por qué si no escribe Ratzinger/Benedicto XVI los tres volúmenes sobre el Jesús de la historia, que es el Jesús de la fe. El relativismo marca la vida en Europa: no el del todo vale, que eso como muy tarde desde el 11-S pasó, pero sí el de culturalmente distintos, cívicamente unidos (es decir, respetuosos con la separación de la basura, la recogida de los excrementos del perro en el parque, la reunión de fumadores en los pocos lugares en que todavía pueden, el rellenar todos los formularios que pidan rellenar y presentar toda la documentación en plazo y forma debidos, pero permitiendo la coexistencia de respeto a la vida con el aborto o la eutanasia, de matrimonio –tradicional lo llaman– con uniones diversas (a las que también llaman matrimonio).

El relativismo tiene consecuencias serias: una es el final del diálogo. Sólo desde la convicción puede haber diálogo, sólo desde la creencia de que se puede conocer Verdad, se puede expresar Verdad, se puede convencer con la Verdad. Unas veces se hará y otras, no, pero se puede. Donde esto no se da no cabe el diálogo, sino la sucesión de monólogos y el intercambio de retóricas. ¿Será casualidad que Ratzinger haya dejado grandes ejemplos de diálogo: con Marcello Pera, con Jürgen Habermas? Ambos, personalidades con convicciones. De Bergoglio ya tenemos el diálogo con el rector del Seminario Rabínico Latinoamericano.

La segunda víctima del relativismo es el compromiso. ¿Quién se compromete si no está convencido? Sólo desde la convicción puede darse el paso presente que marca el futuro. Si la verdad es cambiante –como la cultura, que es su fundamento, es cambiante–, ¿cómo comprometerse con algo/alguien que va a cambiar? El descenso de vocaciones, las dificultades en la entrega, las rupturas matrimoniales (allí donde hay matrimonio, porque el vivir juntos tiene la ventaja de evitar esa ruptura) y la reluctancia a tener hijos –o sea, incertidumbre– crecen en ese humus.

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Sin compromiso tampoco hay proyecto, un proyecto vital que enlace la propia vida con la del mundo en general. Y sólo queda el individualismo, el cuidar que «lo mío» más o menos esté al resguardo de la corrupción, de la destrucción, de la entrada en la vorágine destructora de lo político, de lo institucional, de lo público (pobre Habermas, que tanto insiste en el espacio público). Pero eso de «cambiar el mundo, antes de que el mundo te cambie a ti» (que decía Mafalda) queda para nostálgicos de aquella generación de soñadores del 68 que (se pregunta la generación actual), en realidad, sí, cambiaron el mundo, pero, ¿lo mejoraron? Es muy difícil, en esa posición, sentirse involucrado en la lucha dramática entre el bien y el mal –idea que tanto gustaba al Papa Juan Pablo II–, en la luchas contra «la mundanidad del demonio», por utilizar una expresión del papa Francisco.

Quizá sean éstos aspectos de la mentalidad europea. Y la nueva evangelización de la vieja Europa ha de tenerlos muy en cuenta.

Dios y Jesucristo, dos imágenes equivocadas

En 1988, en Pamplona, en una reunión con profesores de las facultades eclesiásticas de la Universidad de Navarra, el Cardenal Ratzinger comentó cuáles eran las preocupaciones del Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. La primera, la imagen de Dios presente en muchas cabezas y en muchas vidas, incluso católicas. Aquí, la realidad, con sus propias leyes, alegrías y disgustos, y allí, Dios –una entelequia a la que recurrimos cuando las otras posibilidades fallan. Pero Dios –vino a decir– es la realidad más real y sin hablar de Dios no se entienden las demás realidades. Mostrar el verdadero rostro de Dios es uno de los grandes temas de los papas últimos, ese Dios que no es enemigo del hombre, sino rico en misericordia –Dives in misericordia, tituló una de sus encíclicas Juan Pablo II–, amor –Deus caritas est es el título de la primera encíclica de Benedicto XVI–, que «jamás se cansa de perdonar» –afirmó Francisco– porque «si el Señor no perdonara todo, el mundo no existiría».

La segunda preocupación, dijo en aquel entonces Ratzinger, la imagen de Jesucristo, distorsionada por aquella disgregación entre el Jesús de la fe y el Jesús de la historia. Juan Pablo II lo mostró –de manera que impresionó a muchos intelectuales, también no creyentes– como «Redentor del Hombre», quien –y sólo Él– «manifiesta plenamente al propio hombre» –en plenitud– siempre y hasta el final, también en la enfermedad, cuando ya no se es capaz de articular una palabra, de finalizar un gesto, como de forma estremecedora mostró Juan Pablo II en sus últimos días en la tierra. Benedicto XVI insiste en que Jesucristo –el Jesús histórico– muestra el rostro de Dios. Y el Papa Francisco descubre en Él «su corazón atento a todos nosotros». «Usted es el Papa de la esperanza» –le dijo una señora al Papa Francisco al salir de Santa Anna–. Rápido, el papa, con un gesto elocuente, respondió: «Jesucristo es la esperanza».

Concluyendo

Estos –junto con la purificación de la Iglesia– son quizá los mimbres de la evangelización del mundo, de Europa también: ante el relativismo, la falta de proyecto, la dificultad para el compromiso, la incertidumbre de futuro, la desesperanza, el non plus ultra, nada de duc in altum; «vuela bajito y despacio» –como recomendaba una madre a su hijo piloto ante el primer vuelo–, que las alturas dan mucho miedo. «Salir de sí mismo»: «Europa, sé tú misma», es decir, sal de ti misma, del continuo regurgitar tu crisis y tu falta de perspectiva. Sigues estando –en comparación con tantos millones en el mundo– en una situación de privilegio, con amenazas graves, sí, pero con capacidades importantes. Y con un ansia de buenas noticias, como comentó algún periodista tras la elección de Francisco.

Quizá el primer Papa no europeo o mediterráneo traiga a Europa lo que sus dos antecesores europeos han querido para ella con todo su corazón de pastores y de maestros.

Enrique Banús

Catedrático de la Universidad Internacional de Cataluña

Presidente de la European Community Studies Association 

  • 29 julio 2013
  • Enrique Banús
  • Número 45

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