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Quincuagésimo aniversario de la encíclica de Juan XXIII ''Pacem in Terris''

Juan XXIII abre la cuestión nacional a la dimensión planetaria ya en su primera encíclica social Mater et Magistra, 1961. image-24f38f2c1289b3e57b9d5185456652a4Dos años más tarde, el 11 de abril de 1963, Jueves Santo, publicó una nueva encíclica social, de carácter político, con el título Pacem in Terris, de alcance mundial.

El texto pontificio fue bien acogido internacionalmente. Uno de los que más trabajó, el cardenal Pietro Pavan, señalaba dos motivos de esta acogida favorable: a) la propuesta de un horizonte de paz, al que aspiran todos los seres humanos, fundamentado en los valores que sostienen la verdadera convivencia humana –la verdad, la justicia, el amor y la libertad– en contraposición a una paz fundamentada en el equilibrio de armamentos, que se pensaba que era la única posible ante la situación del momento histórico de la contraposición entre el oeste y el este, entre los Estados Unidos y la URSS, b) un segundo motivo destacado por Pavan es la atención a los signos de los tiempos y, en concreto, a la creciente conciencia de la comunidad humana de la dignidad de la persona, al tiempo que se anuncian otros como el levantamiento del mundo laboral, la presencia de la mujer en la vida pública y la emancipación de los pueblos.

La situación política de los años sesenta es bien conocida: la gran tensión internacional debida a la Guerra Fría entre los dos bloques ya mencionados. Al mismo tiempo, en 1962 había comenzado el Concilio Vaticano II. El conflicto de los misiles nucleares en Cuba agravó la conflictividad internacional. El Papa dirigió un mensaje de paz, el 25 de octubre de 1962 por la Radio Vaticana, haciendo un llamamiento a la paz, que fue escuchada y acogida por los jefes de estado en conflicto. En palabras del cardenal Pavan, en una conversación privada con Juan XXIII, el pontífice testimonió que estaba convencido de que este mensaje había contribuido a la salvación de la paz. Al darse cuenta de que, cuando él hablaba de la paz, los hombres prestaban atención, decidió retomar el tema y publicó una encíclica para indicar, a la luz de la razón iluminada por la fe, y con un lenguaje sencillo, el auténtico sentido de la paz y los caminos seguros que a ella conducen. La guerra no es inevitable, una fatalidad, y la paz no es sólo un don, sino también el fruto de la actuación humana. La guerra, pues, se puede evitar, y la paz se puede construir y hay que empeñarse seriamente en construirla.

Fundamentos de la convivencia en sociedad

Siguiendo el esquema de la encíclica propuesto por Mn. Antoni M. Oriol[1], esta consta de cinco partes, reducibles a tres secciones. La primera sección, que coincide con la primera parte aborda la convivencia social, que image-69a08d446c4427a583b29bd833d93e4ctiene como principio fundamental la dignidad personal de todo hombre. ¿Y qué es ser persona? Es ser una naturaleza inteligente y libre, sujeto de derechos y deberes que son, al mismo tiempo, universales, inviolables e inalienables; naturaleza que, en Cristo y por Cristo, ha sido elevada al orden sobrenatural hasta convertirse en hijo de Dios.

La encíclica enumera una serie de derechos que fluyen de la persona, los cuales implican a su vez un recíproco conjunto de deberes. La convivencia humana se fundamenta en la exigencia constante y coherente de los derechos y en la práctica permanente y consecuente de los respectivos deberes. Cuando el ser humano se comporta de esta manera, se abre a la verdad, a la justicia, al amor y a la libertad y, por consiguiente, a Dios, fundamento tanto de los valores que enriquecen a la persona como de la misma persona que origina los valores. No quiero dejar de citar textualmente uno de los párrafos que me parecen más fundamentales de la encíclica: «La convivencia entre los hombres es, pues, ordenada, fructífera y propia de su dignidad, si se funda en la verdad [...] . Esto exige que los recíprocos derechos y las correspondientes obligaciones sean reconocidos. Es, además, una convivencia que se realiza según justicia, o sea, en el respeto efectivo de aquellos derechos y en el cumplimiento leal de los deberes; una convivencia vivificada e integrada por un amor tal, que hace sentir como propias las necesidades y las exigencias ajenas, hace a los otros participantes en los propios bienes y procura hacer siempre más vívida la comunión en el mundo de los valores espirituales; y es realizada en la libertad de una manera adecuada a la dignidad de seres que son llevados por su misma naturaleza racional a asumir la responsabilidad del propio obrar» (PT 30).

Las relaciones en el ámbito político

La segunda sección, que incluye las partes segunda, tercera y cuarta, realiza el paso del ámbito social al político, del orden que se descubre en la naturaleza humana en la ordenación, formulada jurídicamente, en tres momentos –intraestatal, interestatal y planetaria– que se corresponden con las partes segunda, tercera y cuarta de la encíclica.

En cuanto a la dimensión intraestatal, se exponen temáticas como: a) la necesidad de la autoridad (origen, obligatoriedad y dignidad), b) el bien común, como razón de ser de la autoridad, que facilita positivamente la realización de la persona y de los grupos intermedios, en función del reconocimiento, promoción y armonización de los derechos humanos; c) y la ordenación jurídico-política de la sociedad, cristalizada en una triple división de funciones, facilitadora de la participación y sujeta a periódica renovación.

El enfoque interestatal, del que trata la tercera parte, se podría resumir afirmando que las comunidades políticas son sujetos de derechos y deberes mutuos, y sus relaciones deben regularse, al igual que la convivencia civil, por las normas de la verdad, la justicia, la solidaridad y la libertad. La encíclica apremia a mantener unas relaciones entre las comunidades políticas que: a) al fundamentarse en la verdad, eviten la discriminación racial y se construyan sobre la plataforma de la igualdad en dignidad, el derecho a la buena fama y la veracidad en la información, b) al regularse por la justicia, lleven a un recíproco comportamiento según derecho-deber y, más en concreto, a una solución correcta del problema de las minorías étnicas, reconociendo y promoviendo su lengua, cultura, tradiciones, recursos e iniciativas económicas, a la vez que facilitando su participación –que el Papa considera urgente– en el bien común estatal, c) al incrementarse por la solidaridad, faciliten la comunicación ciudadana y grupal; luchen para superar las desproporciones y articular una eficaz cooperación; acojan los exiliados políticos injustamente tratados; hagan disminuir y, en su caso, cesar, la carrera armamentística y/o se presten a la reducción simultánea de estos arsenales, hasta llegar al desarme de las conciencias, y que establezcan, finalmente, un equilibrio basado en la mutua confianza, d) en ordenarse según la libertad, que faciliten la promoción de los pueblos en vías de desarrollo, a partir de su prioritario protagonismo y evitando todo tipo de neocolonialismo.

Desde la perspectiva planetaria, que es la cuarta parte de la encíclica, y tras las huellas de Pío XII, adelantándose muchos decenios a la marcha de la historia, postula la sugerencia de una autoridad mundial (originada por libre y mutuo acuerdo de los Estados y orientada hacia una actuación subsidiaria) como medio hoy únicamente eficaz de conseguir el bien común universal. La sola acción diplomática interestatal es insuficiente para promoverlo.

Principios para la acción temporal del cristiano

La tercera sección –que se identifica con la quinta parte– describe unas normas para la acción temporal del cristiano. Es necesaria la participación y la colaboración de los ciudadanos, iluminados por la fe y guiados por la caridad, para que las instituciones ayuden al perfeccionamiento de las personas. Esta colaboración debe abrirse, del lado de los católicos, a los cristianos separados y a todos los hombres de buena voluntad, incluso los que se equivocan, ya que siempre se ha de distinguir entre errante y error, de la misma manera que se ha de discernir entre las ideologías y las corrientes históricos (partidos, sindicatos, etc.) que han originado. Con la bandera de la evolución en la mano, los cristianos están llamados al establecimiento de unas relaciones sociales que sean verdaderamente humanas, bajo la égida –recordemos nuevamente la famosa cuatrilogía– de la verdad, justicia, caridad y libertad.

Para hacer realidad la paz en la tierra, las fuerzas humanas, aunque estén animadas por la más loable buena voluntad, no pueden alcanzarla por sí mismas –afirma Juan XXIII– y hay la ayuda de arriba, del Príncipe de la Paz, a quien el Papa se dirige con esta oración final: «Que Él aleje del corazón de los hombres todo aquello que la pueda poner en peligro, y que los transforme en testigos de la verdad, de la justicia, y del amor fraternal. Que ilumine a los responsables de los pueblos a fin de que, junto con las solicitudes del justo bienestar de sus ciudadanos, garanticen y defiendan el gran don de la paz; que encienda las voluntades de todos a fin de superar las barreras que dividan, de aumentar los vínculos de la caridad mutua, de comprender a los demás, de perdonar a aquellos que han cometido agravios, que, en virtud de su acción, se hermane a todos los pueblos de la tierra y florezca en ellos y reine siempre la paz anhelada» (PT 165).

Joan Costa

Doctor en Teología

Rector de la Parroquia de la Mare de Déu del Roser


 

1  Antoni M. Oriol, De la «Rerum novarum» a la «Centesimus annus»: síntesis dinámica de los 12 principales documentos de la doctrina social de la Iglesia, Noticias Cristianas, Barcelona 1999, pp. 16-19.

  • 20 agosto 2013
  • Joan Costa
  • Número 45

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