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El Decreto sobre el ecumenismo del Concilio Vaticano II

«Promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos es uno de los principales propósitos del sacrosanto Concilio ecuménico Vaticano II». Con estas palabras da comienzo el Decreto Unitatis redintegratio (UR). Y se puede image-8132f971b9b40bdad64cddf8ee126471decir que, efectivamente, el Concilio supone un gran impulso, una nueva manera de ver todo el esfuerzo desarrollado en las diferentes confesiones cristianas orientado a la reconciliación de la cristiandad dividida, que es en lo que consiste propiamente el ecumenismo. Dirá más tarde Juan Pablo II que «con el Concilio Vaticano II la Iglesia Católica se ha comprometido de modo irreversible a recorrer el camino de la acción ecuménica»[1].

La misión de la Iglesia

Si nos preguntamos sobre el porqué de este progreso doctrinal, la respuesta está en un mejor entenderse la propia Iglesia, que fue uno de los fines del Concilio Vaticano II. En efecto, la misión de la Iglesia se encamina a la instauración escatológica del reino de Dios. Y lo hace dirigiéndose a los no cristianos –la «missio ad gentes»–, llevando la buena noticia a las naciones: es el anuncio del Evangelio en «tierras de misión». La misión de la Iglesia se dirige también, como es lógico, a sus propios hijos, a los que quiere conducir a una íntima unión con Dios a través de la predicación, de la catequesis y de los sacramentos. Es la tarea pastoral de la Iglesia.

«Pero hay un tercer aspecto de la misión, profundamente unido al anterior. Porque cuando la Iglesia contempla su propia realidad, advierte que, en esta una y única Iglesia, ya desde los comienzos, surgieron escisiones, que el Apóstol condenó severamente; y que ahora, como fruto de ulteriores cismas, 'comunidades no pequeñas se separaron de la plena comunión de la Iglesia Católica, a veces no sin culpa de los hombres de una y otra parte´ (UR 3). Respecto de todas esas personas, 'que se honran con el nombre de cristianos, y a los que los hijos de la Iglesia Católica, con razón, reconocen como hermanos´ (UR 3), la Iglesia tiene una responsabilidad ante Dios que se enraíza en la misión recibida de Cristo. El ecumenismo es el ejercicio de esa responsabilidad y consiste en «promover la unitatis redintegratio de todos los cristianos» (UR 1). Este tercer aspecto de la misión única, que llamaremos tarea «ecuménica» de la Iglesia no es sino la forma que toma la misión pastoral de la Iglesia como consecuencia de la realidad histórica de las divisiones y los cismas»[2].

Historia del movimiento ecuménico

Este interés de la Iglesia por restañar las heridas producidas por las divisiones y los cismas está presente en todos los tiempos, desde su fundación. Pero cobra un auge particular en el siglo XX, con la eclosión del movimiento ecuménico. En palabras del Concilio, «se entiende por movimiento ecuménico las actividades y obras nacidas u ordenadas a favorecer la unidad de los cristianos, de acuerdo con las diversas necesidades de la Iglesia y las posibilidades de los tiempos» (UR 1). Sus orígenes están en el campo protestante.

En el siglo XIX tiene lugar una gran expansión misionera. Dan comienzo las misiones protestantes, no con el apoyo de sus Iglesias sino por obra de personas particulares y de sociedades misioneras. En seguida se hace evidente el desconcierto por parte de los conversos ante la división de las distintas confesiones. Se hace ver la necesidad de predicar un solo Evangelio y de instaurar una sola fe.

En el siglo XX se institucionaliza el ecumenismo de cuño protestante con la constitución en el año 1948 en Amsterdam del Consejo Ecuménico de las Iglesias. Dos antecesores del Consejo fueron las asociaciones Faith and order (1920) y Life and Work (1925). Las bases del Consejo son confesar a Cristo como Dios y Salvador, la gloria del solo Díos, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pretende facilitar la acción común entre las Iglesias y las ayudas a la evangelización.

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La reacción católica ante este movimiento fue al principio de reserva. Aunque durante su pontificado León XIII manifestó una gran preocupación por la unidad de los cristianos, se vio que el movimiento ecuménico tal como estaba orientado planteaba problemas para los católicos. Entre otros, las experiencias negativas de la “Asociación para promover la Unidad de los cristianos”, la idea difundida de las «three Branches» (católica romana, anglicana y ortodoxa) en que estaría hoy «conformada» la Iglesia de Jesucristo, y la misma idea del «diálogo» ecuménico, en perspectiva distinta a la habitual de la «controversia». De hecho Pío XI, en la encíclica Mortalium animos de 1928, prohibía la participación en reuniones ecuménicas.

El problema preocupaba, pero los medios para resolverlo no se veían adecuados. Aún así, hay que decir que en campo católico no se era indiferente ante el problema de la unidad. En la etapa anterior al Concilio, hay autores sensibles a esta problemática, como Congar, Le Guillou, Thils, y poco antes, el card. Mercier.

La llegada al papado de un hombre que tuvo que moverse en ambientes cristianos no católicos, como es el caso de Juan XXIII, supone un cambio de orientación, y ya en el primer anuncio de la reunión conciliar, el 25.I.1959, señalaba como uno de sus fines el de la restauración visible entre todos los cristianos. Veamos las enseñanzas del Concilio.

El ecumenismo y el Concilio Vaticano II

El estatuto teológico de las Iglesias y comunidades cristianas separadas de Roma se iluminan con la célebre expresión «subsistit in» de Lumen gentium 8, así como la doctrina conciliar sobre la comunión «plena», y «no plena o imperfecta».

El Decreto Unitatis redintegratio por su parte, aborda directamente el ecumenismo, consta de un Proemio y tres capítulos, en los que trata de los principios católicos del ecumenismo (cap. I); de la práctica del ecumenismo (cap. II), y de las características del diálogo con las Iglesias de Oriente y con las Comunidades surgidas de la Reforma (cap. III).

Hay que tener en cuenta que, aunque ambos documentos fueron promulgados el mismo día, presupone la doctrina conciliar sobre la Iglesia, expuesta en la Constitución dogmática Lumen gentium. Aquí nos fijaremos en el capítulo primero del Decreto que es el que contiene los principios teológico dogmáticos.

Comienza el Proemio recordando que «única es la Iglesia fundada por Cristo Señor, aun cuando son muchas las comuniones cristianas que se presentan a los hombres como la herencia de Jesucristo» (UR 1). Esta división contradice la voluntad de Cristo; es un escándalo para el mundo y daña a la causa de la predicación del Evangelio. Reconoce que el llamado movimiento «ecuménico» está impulsado por el Espíritu Santo.

Añade que el deseo de unidad no se da solo individualmente sino en esa relación entre las Iglesias y comunidades cristianas en cuanto tales. Eso es lo propio del ecumenismo.

El Capítulo I expone los principios católicos del ecumenismo. Es significativo el cambio de texto. Antes se decía «principios del ecumenismo católico», como si hubiera varios ecumenismos. En realidad se trata de un único movimiento hacia la unidad, impulsado por el Espíritu Santo. Los «principios» se centran en la comprensión católica de los elementos de unidad existentes en la Iglesia: la unidad y unicidad de la Iglesia (UR 2); la situación de los hermanos separados (UR 3); el Ecumenismo en esta perspectiva (UR 4).

Hay un designio divino de unidad. Y Dios mismo ha dado a la Iglesia los principios de unidad: principios invisibles de unidad (el Espíritu Santo enviado por Cristo, une a Cristo y, por El, al Padre); y también principios visibles (la Jerarquía y el Papado, es el punto de discrepancia fundamental con las otras confesiones).

El Colegio de los Doce es el depositario de la misión apostólica; de entre ellos eligió a Pedro, al que Jesús confía un ministerio particular. La Iglesia tiende a la comunión del pueblo de Dios en la unidad: «en la confesión de una sola fe, en la celebración común del culto divino y en la concordia fraterna de la familia de Dios» (UR 2).

La situación de los otros cristianos

La flaqueza de los hombres ha contrariado el designio divino «a veces con la culpa de los hombres de una y otra parte» (UR 3). A pesar de estas rupturas, la Iglesia es una. No se ha disgregado en varias partes. El Decreto tenía en cuenta, como hemos comentado, Lumen gentium n. 8: La Iglesia de Jesucristo «establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él, si bien fuera de su estructura se encuentran muchos elementos de santidad y verdad, que como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica».

Fuera del marco visible de la Iglesia Católica Romana hay elementos de santidad y verdad, que el Decreto llama elementa Ecclesiae. Fundamentan la gradualidad de la comunión plena o menos plena e imperfecta, y permiten hablar de verdadera comunión entre los cristianos.

«Hay muchos que honran la Sagrada Escritura como norma de fe y de vida, muestran un sincero celo religioso, creen con amor en Dios Padre todopoderoso y en Cristo, Hijo de Dios Salvador; están sellados con el bautismo, por el que se unen a Cristo, y además aceptan y reciben otros sacramentos en sus propias Iglesias o comunidades eclesiásticas. Muchos de entre ellos poseen el episcopado, celebran la sagrada Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen Madre de Dios» (UR 15).

Los que ahora nacen en esas Iglesias y comunidades (cfr. UR 3): 1. No tienen culpa de la separación pasada; 2. La fe y el bautismo les incorpora a Cristo y, por tanto, a la Iglesia, aunque esta comunión no sea plena por razones diversas; 3. Son auténticos cristianos, amados por la Iglesia y reconocidos como hermanos.

image-7db73c70e0dfbed71a0733539758c842El papel que tienen las comunidades cristianas en la salvación está descrito con estas palabras: «El Espíritu de Cristo no rehúsa servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de gracia y de verdad que fue confiada a la Iglesia católica» UR 3). Se puede decir que esas comunidades son copartícipes de la única y misma economía salvífica. Los elementa Ecclesiae pertenecen a la economía de la Salvación.

También previene el Decreto de un fácil irenismo que desconociera lo que todavía separa: «Sin embargo, los hermanos separados de nosotros, ya individualmente, ya sus Comunidades e Iglesias, no disfrutan de aquella unidad que Jesucristo quiso dar a todos aquellos que regeneró y convivificó para un solo cuerpo y una vida nueva, que la Sagrada Escritura y la venerable Tradición de la Iglesia confiesan. Porque únicamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, auxilio general de la salvación, puede alcanzarse la total plenitud de los medios de salvación» (UR 3).

El Ecumenismo a la luz de estos principios

El movimiento ecuménico primariamente se dirige más a las comunidades que a los individuos. Se participa de él desde la identidad confesional respectiva. De todas maneras conlleva algunas exigencias a nivel personal. El Decreto señala algunas cuando se refiere, por ejemplo, a «los esfuerzos para eliminar palabras, juicios y acciones que no respondan, según la justicia y la verdad a la condición de los hermanos separados, y que, por lo mismo, hacen más difíciles las relaciones mutuas con ellos» (UR 4)

Todos pueden tener protagonismo en la acción ecuménica, principalmente por la oración, pidiendo al Señor la unidad de todos los cristianos. El Decreto habla de un cierto ecumenismo «interior», y se refiere a la libertad, tanto en las formas de la vida espiritual como a la disciplina y diversidad de ritos litúrgicos, incluso en la elaboración teológica de la verdad revelada, manifestando así la auténtica catolicidad (cfr. UR 4).

También se alude al “diálogo de peritos». Se trata de que cada uno explique con mayor profundidad la doctrina de su Comunión y que presente con claridad sus características. El sentido y finalidad de ese diálogo viene descrito así: «Por medio de este diálogo, todos adquieren un conocimiento más auténtico y un aprecio más justo de la doctrina y de la vida de cada Comunión; además, consiguen también las Comuniones una mayor colaboración en aquellas obligaciones que en pro del bien común exige toda conciencia cristiana, y, en cuanto es posible, se reúnen en la oración unánime» (UR 4).

A continuación el Concilio aborda el «apostolado de las conversiones» y dice: “la obra de preparación y reconciliación personal de quienes desean la plena comunión católica es por su naturaleza distinta de la obra ecuménica; si bien no existe entre ellas oposición alguna, pues ambas proceden del admirable plan de Dios» (UR 4). De esta manera sale al paso de los que ven mal las conversiones individuales al catolicismo, por pensar que son contrarias a la obra ecuménica. A la vez, aclara que el ecumenismo no es «una nueva táctica para conseguir conversiones con mayor facilidad». Cabe que ambas tareas se den conjuntamente. Una, el ecumenismo mira a las comunidades separadas en cuanto comunidades, la otra, el apostolado de las conversiones, mira al hombre individual.

«En definitiva, el Decreto invita a mirar a los demás cristianos no tanto y sólo bajo la perspectiva de «no-católicos» (lo cual es cierto, pero es la media verdad), sino partiendo de la consideración fundamental de «cristiano». No tanto y sólo bajo el prisma teológico, pastoral y espiritual de aquello que «no son», sino de lo que «son», sin desconocer lo que todavía separa. Los principios expuestos en el Decreto (...) quieren provocar este espíritu de comprensión y benevolencia fraterna como condición de posibilidad para alcanzar la unidad anhelada»[3].

Joaquim González-Llanos. Doctor en Teología

Este artículo fue publicado en Temes d'Avui núm. 44 con motivo del 50 aniversario del concilio Vaticano II.


[1] Juan Pablo II, enc. Ut unum sint, 25.V.1995, n. 3. Con esta encíclica el Santo Padre desarrolla el decreto conciliar y lo orienta a la praxis. Resalta que en el propio Concilio hubo gestos tan significativos como el levantamiento de las excomuniones del pasado, la creación de un organismo especial dedicado al ecumenismo, y las opiniones de las demás comunidades cristianas que participaron con observadores. Cfr. José Ramón Villar, Eclesiología y Ecumenismo, Eunsa, Pamplona 1999, pp. 201-222 (cap. VII: «El decreto conciliar sobre ecumenismo y la encíclica Ut unum sint»).

[2] Pedro Rodríguez, Iglesia y Ecumenismo, Rialp, Madrid 1979, pp. 12-13.

[3] José Ramón Villar, o.c. p. 222.

  • 12 abril 2013
  • Joaquim González-Llanos
  • Concilio, Vaticano II, Decreto, Ecumenismo, Unitatis, Redintegratio, Joaquim González-Llanos.
  • Número 44

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