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Por qué es moderna la teología de San Juan de Ávila

Nuevo doctor de la iglesia

Es interesante reflexionar sobre la modernidad de la teología de San Juan de Ávila, porque la reciente colación de su doctorado eclesiástico -siendo tan pocos los que hasta ahora se han concedido (sólo treinta y cinco) y sin estar image-4ad8deae76e412d06122075caebd3006vinculado a ninguna familia religiosa- supone el reconocimiento, por parte del Santo Padre, de que el nuevo doctor tiene algo muy especial que enseñar a los cristianos de nuestro tiempo, y quizá también a los futuros creyentes. Por esta razón, me he apresurado a buscar una nota de específica modernidad en la obra avilista o, quizá mejor, una nota de contemporaneidad. Y esa característica me ha salido de inmediato al paso, cuando he releído la homilía del Santo Padre el día en que graduó como doctor de la Iglesia al Santo de Almodóvar. En esa predicación, el Romano Pontífice lo calificó de “profundo conocedor de las Sagradas Escrituras”[1].

Hipótesis de trabajo

En consecuencia, el Maestro fue moderno, y lo sigue siendo, porque se inscribió de lleno en el marco de la renovación bíblica promovida por el humanismo, y más en concreto en el ámbito teológico del paulinismo. Fue moderno, en efecto, al incorporarse a un ciclo que comenzaba a ser y que ofrecía grandes perspectivas, y que no llegó a cuajar por esos azares poliédricos de la historia; un ciclo plenamente moderno que se quebró cuando prometía excelentes frutos para la teología católica, y que ahora, al cabo de quinientos años, se recupera providencialmente. Recuérdese, si no, el interés de Benedicto XVI por promover la devoción, la lectura y el estudio del corpus paulino, al inaugurar, hace cuatro años, un solemne año dedicado al Apóstol de las Gentes. El Romano Pontífice afirmó rotundamente en esa ocasión: “San Pablo no es para nosotros una figura del pasado, que recordamos con veneración. También para nosotros es maestro, apóstol y heraldo de Jesucristo”[2].

Esta afirmación del Papa, junto con otras parecidas a lo largo de la referida homilía, cobran un relieve especial, si se considera que Benedicto XVI tenía (y tiene) a la vista el déficit de cultura paulina, que afectaba y afecta al mundo católico; un déficit que constituye un subproducto de la polémica luterana. No creo que mi afirmación exija muchas precisiones, pues es conocido por todos que la polémica suscitada por el luteranismo tuvo, entre otros efectos perversos, que Trento restringiera, por motivos prudenciales, el acceso de los católicos a las traducciones vernáculas de las Sagrada Escritura. Tal decisión no se adoptó por dudas acerca del contenido doctrinal de la Biblia, imposibles dada su canonicidad; sino por la difícil comprensión de algunos pasajes bíblicos y muy particularmente, en aquel contexto polémico, por las perplejidades suscitadas por algunas perícopas del corpus paulino. Baste recordar, al respecto, la antigua advertencia de la Secunda Petri, la cual, al referirse a las epístolas de San Pablo, observa que hay en ellas “algunos puntos de difícil inteligencia, que hombres indoctos e inconstantes pervirtieron, no menos que las demás Escrituras, para su propia perdición” (II Ptr. 3,16). He aquí unas consideraciones que casi parecen proféticas, como escritas para el siglo XVI y para los posteriores tiempos modernos.

Pues bien: el doctorado del Maestro Ávila, devoto de San Pablo y comentarista cabal del corpus paulino, bien puede inscribirse en el marco de la necesaria rehabilitación (permítanme la palabra, aunque sea inapropiada) de las enseñanzas paulinas, promovida por Benedicto XVI; y, en tal contexto, el Maestro se nos ofrece como un eslabón capital en la ardua tarea de recuperar el esplendor de los estudios bíblicos católicos y, por ello, como un teólogo actual y plenamente moderno. Dicho lo anterior, podría terminar aquí mi intervención, pero, como todavía me quedan unos minutos, con la venia de la presidencia, intentaré justificar mi hipótesis de trabajo.

Qué es el paulinismo

En un trabajo notable, publicado hace más de cuarenta años, Ricardo García-Villoslada caracterizaba el paulinismo por tres notas: “Tres son, a mi entender –decía– los elementos típicos del paulinismo, tal como lo predicaban y vivían los espirituales de aquella época [se refiere al siglo XVI]: a) la interioridad de la religión con desprecio de las ceremonias y obras exteriores (antijudaísmo ritualista); b) la doctrina del cuerpo místico, con prevalencia de la unión de caridad sobre la unión de jerarquía y de ley; c) la vivencia íntima del beneficio de Cristo”. Y añadía: “Creo que [fray Luis de] Granada acierta al sintetizar la substancia del avilismo en dos ideas: abismo de miseria humana y confianza en la grande y sublime misericordia de Cristo Redentor, que para Granada es, así mismo, la substancia del paulinismo”[3]. García-Villoslada olvida una característica, que aparecerá después a lo largo de mi intervención. No adelantemos acontecimientos, sin embargo, y sigamos con el hilo de nuestro discurso.

Hacia 1520 San Juan de Ávila se fue a estudiar a Alcalá, después de su experiencia salmantina y de tres años de grandes ascesis en su casa de Almodóvar. En Alcalá se admiraba a Erasmo, que alcanzó su máxima popularidad allí en 1522, con el regreso de Carlos V desde Alemania. Para García-Villoslada, los castellanos esperaban de Erasmo lo que se ha llamado la “religión interior”, tan contraria a la monacal y tan recomendada por San Pablo. De todos modos, “no es exacto, como alguna vez de ha indicado –matiza el jesuita– que Erasmo trajese el conocimiento de San Pablo a los españoles. Estos lo leían y estudiaban desde antiguo. Y Juan de Ávila llega al más encendido paulinismo, no por la lectura de los libros erasmianos, sino por la meditación y la experiencia mística”[4].

Ávila se aficionó pronto a San Pablo y, por ello, empezó sus lecciones sobre Romanos ya en 1527, es decir, diez años después de que Lutero comentase por segunda vez la epístola y llegase a su “descubrimiento” al leer: “porque en el Evangelio se revela la justicia de Dios, pasando de una fe a otra fe, según está escrito: 'el justo vive de la fe´” (Rom. 1,17). 

Está documentado, además, que hacia 1535-36 Ávila explicaba las epístolas paulinas en lengua vulgar, como testifica el proceso inquisitorial de Córdoba, y que a esas lecciones acudían también algunos sacerdotes, buenos conocedores de la Vulgata latina. Eran años posteriores a la Confessio augustana, de Felipe Melanchton, que data de 1530, y anteriores a la apertura de Trento, que tuvo lugar a finales de 1545. La pieza fundamental de este trabajo exegético es su comentario a la epístola a los Gálatas, dictado en Córdoba, en torno a 1537[5]. A este texto me atendré para mostrar algunos trazos de la modernidad teológica avilista.

El contexto biográfico del comentario a los Gálatas

“Los comentarios a Gálatas –ha escrito Esquerda Bifet– son lecciones con base muy bíblica y teológica, pero con aplicaciones pastorales y catequéticas, a nivel científico y popular. Las citas técnicas y de textos latinos indican la asistencia de algunos eclesiásticos a las lecciones y de gente de cultura. Así cumplía lo que él pediría posteriormente en los dos Memoriales a Trento y en las Advertencias para el concilio de Toledo, en vistas a la reforma de la vida personal y social. Pero hay también momentos en que el texto es de un diálogo con los asistentes, a modo de metodología catequística. El objetivo a que tiende el expositor es claro: no a saber, sino a vivir, transformándose en Cristo”[6].

Los dos Memoriales a Trento, que acabo de citar,son posteriores al comentario a Gálatas. El primer Memorial data de 1551, es decir, es contemporáneo al segundo período tridentino; y el segundo Memorial es de 1561, o sea, sincrónico con tercer período tridentino, cuando Trento ya había resuelto los principales temas suscitados por el luteranismo, discutidos en las primeras diez sesiones[7]; había definido cuidadosamente la fe sobre la presencia real y substancial de Cristo en la Santísima Eucaristía y el sacramento de la penitencia, en el segundo período; y se aprestaba a la exposición católica sobre la Santa Misa y el matrimonio, y ala redacción de los impresionantes decretos de reforma.

En el primero de los dichos dos Memoriales, o sea, al comienzo del segundo período tridentino, se quejaba San Juan de Ávila de que la enseñanza de la sagrada Escritura estuviese muy olvidada:

“Óyenla [los estudiantes para presbíteros] por cursar y no por amor que le tengan. Conviene que se ordene que se hagan ejercicios cerca de ella, o teniendo conclusiones de ella o modo de sermón, para que se avive el estudio de ella, pues ella es la que hace a uno llamarse teólogo.

“Item: que no vayan cansados a ella de otros estudios, que ni tienen ya fuerza en la memoria para trabajar, y llevan los paladares hechos a otro gusto, y no desocupados para hacerse al gusto de ella”[8].

Su preocupación, como se advierte, sintoniza casi a la letra con las recomendaciones del reciente Vaticano II, y contiene unas apreciaciones pedagógicas, que sorprenden por su buen sentido, vigencia y actualidad. Ávila deseaba que la Sagrada Escritura fuese de verdad el alma de la Teología.

En el segundo Memorial no habla ya de impulsar el estudio de Biblia, como una necesidad perentoria para la formación de los candidatos al sacerdocio, sino que se detiene a considerar los principales errores propuestos por el luteranismo (sobre el libre albedrío, la primacía del Romano Pontífice, la Santísima Eucaristía y la Iglesia), y se adentra en el tema de la inerrancia bíblica, que plantea en términos muy modernos, es decir, en clave eclesiológica y en el contexto de la tradición apostólica. Oigamos sus palabras:

“Claro es que, muertos los apóstoles, la Iglesia no se pasó a la gente que adoraba los ídolos, sino a la [gente] que recibió la fe de Cristo, enseñada por los apóstoles, y permaneció en ella. Y, si éstos en quien sucedió fueron engañados, no ha habido Iglesia en todo este tiempo en la tierra, siendo imposible, de ley ordinaria de Dios, que haya habido tiempo, aunque muy breve, que haya estado sin ella [es decir, sin Iglesia], pues el Señor dijo que estaría con ella omnibus diebus”.

Las afirmaciones eclesiológicas avilistas afriman la inseparabilidad-distinción entre Cristo y su Cuerpo místico, que es la Iglesia. Se trata de un marco especulativo que supera con amplitud los planteamientos que serían comunes después de Trento en la teología bellarminiana y que han perdurado hasta las vísperas del Vaticano II.

Es innegable que Ávila se refiere directamente (in recto) a los tiempos posteriores a Cristo y previos a la parusía, es decir, a la sexta etapa agustiniana, que corre paralela con la séptima y se adentra en la octava. No obstante, su insistencia en que Cristo y la Iglesia son inseparables, nos introduce en la moderna cuestión de la prexistencia de la Iglesia, la Ecclesia ab Abel, ynos lleva de la mano a una moderna relectura del axioma tardo medieval extra ecclesiam nulla salus. El contraste, en este punto, entre la teología avilista y el luteranismo, por un lado, y teología reformada de Juan Calvino, por otro, es obvio. Ávila no podría haber suscrito jamás la afirmación luterana de que “la razón nunca es capaz de encontrar a Dios, pues sólo encuentra el diablo o su propia idea de Dios”[9]. Con todo, hubo en Ávila, a lo que parece, cierta evolución en su manera de concebir la justificación. Es una lástima que no hayamos conservado su comentario a Romanos[10].

Volvamos al Segundo memorial tridentino. A continuación del omnibus diebus cum illa (Cristo siempre con su Iglesia), que implica una relectura del axioma extra ecclesiam nulla salus, añade Ávila:

“Y, si no ha habido [siempre] Iglesia, no hay fundamento para recibir alguna escriptura por [sí] de infalible verdad, pues que por medio no tenemos los católicos ni los herejes a una escriptura por infalible sino porque la Iglesia la aprobó por tal. Y si, en cosa tan importantísima como dar autoridad de escriptura divina a unos libros y quitarla a otros, la Iglesia acertó, el espíritu de verdad y de Dios mora en ella, y por fuerza lo han de confesar así todos los que reciben la tal escriptura por infalible. Y pues quieren tener por tal el edificio de la escriptura, tengan por infalible el fundamento sobre el está fundada, que es la Iglesia, y créanla en otras cosas, por importantes que sean. Y, si la descreen en ellas, también en ésta, y quédanse sin escriptura divina y al albedrío y antojo de lo que cada uno quisiese poner por tal”[11].

El argumento antiluterano es muy claro: si se toma por infalible la Escritura, hay que aceptar la autoridad de la Iglesia que la declara canónica. El principio sola scriptura  aboca en la pura arbitrariedad.

Contenidos doctrinales del comentario a los Gálatas

Son muchos, como puede suponerse, los temas doctrinales y morales que aborda el Maestro al hilo de las enseñanzas paulinas. Me ha parecido oportuno, dada la brevedad de mi intervención, fijarme en uno sólo, que ha atraído mi atención y espero que también despierte la curiosidad de ustedes.

Como saben, en la carta a los Gálatas, San Pablo establece, en un contexto dialéctico, una abierta contraposición entre su evangelio, por así decir, y la intromisión de los judaizantes. En tal marco se inscribe, y San Pablo lo resalta con gran vigor, la simulación de San Pedro en Antioquía. San Pablo alude, además, a sus dos viajes a Jerusalén: el primero, a los tres años de su conversión, videre Petrum, y al cabo de diecisiete de esa misma conversión ne forte in vacuum currerem. Tales viajes se sitúan, además, una atmósfera muy particular, que el Maestro detecta y subraya: la justificación que ofrece el Apóstol Pablo para avalar su autoridad. No se limita, en efecto, a hablar por sí mismo; resalta la referencia a otros, pues dice al comienzo de la carta: “Pablo, apóstol no de hombres ni por hombres [...] y todos los hermanos que conmigo están, a las iglesias de Galacia”.

No se sabe a ciencia cierta el lugar y la fecha en que fue escrita la carta a los Gálatas, quizá en Macedonia o en Corinto, hacia el año 56 o poco antes. Por ello, tampoco se puede precisar quiénes estaban con Pablo en ese momento. En todo caso, el Maestro Ávila se pregunta intrigado “¿por qué guarda esta particularidad aquí?”, ¿por qué apela a la comunión con los hermanos que con él están?[12]. Y, siguiendo a San Jerónimo, San Ambrosio, San Juan Crisóstomo y otros, comenta: “porque trataba de cosas de doctrina en esta epístola”.

He aquí una cuestión de gran calado que obliga al Maestro a una larguísima glosa, que aboca en el difícil y complejo asunto del sensus fidelium o, dicho quizá con mayor precisión, que desemboca en la cuestión de esa tradición que remonta a los testigos primeros, es decir, al kerigma original. Así, pues, “el Apóstol no se precia [de ponerse él solo como sabio y de inventar vanas doctrinas], sino [que se precia] de decir que predicaba lo que todos los amigos de Dios y toda la Iglesia sabía y aprobaba”[13]. Como si dijera, “No penséis que os predico cosas nuevas, sino aquellas que todos dijeron. Por esto los apóstoles alegan tantas veces con los profetas”[14].

Esa predicación apostólica, conservada por los primeros discípulos, muy particularmente por los Doce, procedía del mismo Cristo, o sea, del mismo Dios. San Pablo afirma que él también ha tenido revelación de Dios, cuando poco después añade: “para revelar en mí a su Hijo”. El Maestro Ávila lo subraya debidamente cuando asevera: “que [Pablo] predicó lo que Dios le había enseñado”[15], de forma que su predicación se ofrece con el mismo título que la de los Doce, pues reconduce a la fuente originaria de la Revelación, que es Dios mismo, aunque por otra vía. En consecuencia: cuando señala que con él están algunos hermanos, mientras escribe la carta, expresa que su evangelio, que viene de Dios, es aceptado y coincide con el evangelio, también divino, que anuncian esos hermanos. Todo quedará más claro de inmediato, como veremos.

San Pablo narra a continuación su primer viaje videre Petrum. Y aquí viene un comentario avilista que estimo fundamental. Oigamos sus palabras:

“Dice Erasmo que el término que corresponde en el griego a videre significa no solamente ver, sino ver para aprender. San Crisóstomo, Jerónimo, Ambrosio y todos dicen lo contrario: que no fue para aprender, sino como a mayor, para reverenciarle; y es esto conforme a lo que va tratando el Apóstol, y no lo que dice Erasmo. Y así Crisóstomo dice que significa ver con admiración, como se considera un grande edificio o ciudad”[16].

Fue a Pedro no para aprender, sino para reverenciarle, pues su evangelio era tan divino como el de Pedro, tan divino como el que profesaba la iglesia madre de Jerusalén.

Y qué decir del segundo viaje paulino a Jerusalén, que fue ne forte in vanuum currerem? El Maestro comenta:

“El Apóstol bien cierto estaba de lo que predicaba y sabía que era conforme a la voluntad de Dios [...]; [pero] viendo los discípulos que él predicaba una cosa, y [que] en Jerusalén se hacía otra, tomaban ocasión para dudar en la doctrina del Apóstol y para parecerles que había contrariedad en ella; y quedarse ellos con esta duda era predicar el Apóstol en balde, era dar pasos ociosos, pues no sería creído: esto llama él in vacuum currere. Para esto dice que subió a Jerusalén. No para satisfacer a sí, sino para satisfacer a los otros, fue donde estaba San Pedro y el senado de los Apóstoles, que era Jerusalén, y allí se determinó cómo [no] eran obligados a circuncidarse, ut patet[17].

Parce, pues, que el viaje no fue tanto para convalidar su doctrina ante los Doce, sino más bien para que los fieles de las iglesias que él había fundado viesen que no había discordancia entre los Doce y él.

No obstante, el viaje tuvo, además, otra finalidad, que Ávila destaca con sumo cuidado. San Pablo demuestra con su viaje que toda duda debe resolverse en concilio:

“En dándose la determinación por el Concilio, no hubo alteraciones ni más disensiones en este caso, sino que luego admiten la determinación del Concilio, como si fuera dada por el mesmo Espíritu Santo. [...] En dando esta determinación, no queda lugar para dudar”[18].

Es obvio que Ávila tiene a la vista la necesidad de un concilio ecuménico para resolver la crisis protestante. No se olvide que las lecciones sobre los Gálatas pueden fecharse hacia 1537, cuando todavía Carlos V y una buena parte de la cristiandad pugnaban por el concilio, sin que hubiera acuerdo sobre dónde celebrarse ni cuándo. Sin embargo, para que sus palabras no se interpretasen en sentido conciliarista, añade a continuación:

“Sácase de aquí que, en determinando nuestros pontífices cualquier cosa, la habemos de recibir como si el mesmo Dios la determinara y la habemos de obedecer: especialmente el supremo en la tierra [es decir, el Papa], cuya fe no puede faltar, porque está puesto él para confirmar la fe a todos los otros. Por esto vemos tan encomendada en la Escriptura esta obediencia a ellos”[19].

Descarta por comleto la hipótesis conciliarista del supuesto papa hereje y se aparta de las sesiones cuarta y quinta de Constanza, no ratificadas por Martín V, como se sabe.

Algunos de ustedes se preguntarán qué dice Ávila sobre el incidente de Antioquía, ampliamente narrado por San Pablo en el capítulo segundo de Gálatas (Gal. 2,11-14). No obvia el Maestro el célebre pasaje in faciem ei restiti, quia repehensibilis erat. Pero lo presenta, sin más, como un testimonio de la humildad de San Pedro, al aceptar la reprensión por su debilidad; y de la fortaleza y coraje de San Pablo, al corregir a su superior, pues San Pedro “era mayor y más antiguo en el Evangelio”. Y pasa a considerar, al hilo de muchas autoridades patrísticas y de Santo Tomás, si San Pedro había o no pecado con su disimulo.

*  *  *

Me he limitado a señalar la modernidad de los planteamientos teológicos avilistas. He situado al Maestro Ávila en el contexto del gran movimiento bíblico de comienzos del siglo XVI, que, por las complejas circunstancias históricas del momento, quedó frustrado. De esta forma se perdió una gran oportunidad de progreso teológico, que el Vaticano II ha querido remediar, situando la Sagrada Escritura en el corazón del quehacer teológico, y que Benedicto XVI ha pretendido también subsanar, declarando un Año dedicado a San Pablo.

Bien anclado en el conocimiento especulativo y espiritual del texto sagrado, recibido en el marco de la rica tradición patrística, el Maestro Ávila intuyó el verdadero alcance eclesiológico del corpus paulino y atisbó, de esta forma, algunos desarrollos eclesiológicos que sólo muchas décadas más tarde se abrirían paso en la teología católica. Con toda razón, por tanto, Benedicto XVI nos lo propone ahora como doctor de la Iglesia católica, para que nos aficionemos a la lectura y consideración de sus tesis teológicas, y no nos contentemos sólo con una lectura espiritual y ascética de su legado.

Josep-Ignasi Saranyana

Miembro del Pontificio Comité de Ciencias Históricas (Vaticano)


[1] Benedicto XVI, Homilía en la Plaza de San Pedro en la apertura de la Asamblea ordinaria del Sínodo de los Obispos, 7.10.12.

[2] Benedicto XVI, Homilía en la celebración de las primeras vísperas de la solemnidad de San Pedro y San Pablo, con ocasión de la inauguración del Año Paulino, 28.06.2008.

[3] Cfr. Ricardo García-Villoslada, El paulinismo de San Juan de Ávila, en “Gregorianum”, 51 (1970) 615-647, aquí página 634 y 640. Véase también Álvaro Huerga, El Maestro Ávila imitador de San Pablo, en “Teología Espiritual”, 9 (1965) 247-291.

[4] Ricardo García-Villoslada, El paulinismo de San Juan de Ávila, cit. p. 623. ¿Por qué tanto temor a reconocer que Ávila leía y citaba con toda libertad a Erasmo?

[5] La redacción definitiva del texto es posterior a 1542, pero anterior a Trento, pues no se halla en él ninguna referencia a Trento. No obstante, no ha sido editado hasta 1950. También se conserva un comentario a la primera de San Juan, que ahora no tomaré en consideración. No se ha encontrado, por ahora, el comentario a Romanos.

[6] Juan Esquerda Bifet, Diccionario de San Juan de Ávila, Ed. Monte Carmelo, Burgos 1999, voz: “Escritura”, pp. 341-348, aquí páginas 347-348.

[7] Sobre la divina revelación y los libros sagrados, sobre el pecado original y la predestinación, y sobre la justificación,

[8] Juan de Ávila, Memorial primero al Concilio de Trento (1551) [redactado a pedido del arzobispo de Granada, Don Pedro Guerrero], en Obra completas del Santo Maestro Juan de Ávila, ed. de Luis Sala Balust y Francisco Martín Hernández, VI. Tratados de reforma, Tratados menores, Escritos menores, Índice general, BAC, Madrid 1971, pp. 33-68, n. 52 (en p. 65).

[9] Citado por José Morales, Teología de las religiones, Rialp, Madrid 22008, p. 99. Para Calvino, además, todos los paganos serán reprobados.

[10] Ladaria reconoce una cierta evolución en Ávila, pasando de considerar que no es posible virtud alguna sino en el Espíritu (de modo que los paganos más bien hablarían de lo que deseaban, al referirse a la virtudes, que de lo que tenían), a un segundo momento, que se aprecia, por ejemplo, en la redacción definitiva de Audi filia, en que se refiere a virtudes de los paganos por inclinación natural, que los cristianos tienen por concesión del Espíritu Santo, es decir, como don. Cfr. Luis F. Ladaria, La doctrina de la justificación en San Juan de Ávila, en VV.AA., El Maestro Ávila. Actas del congreso internacional. Madrid, 27-30 noviembre 2000, Conferencia Episcopal Española (EDICE), Madrid 2002, pp. 553-577, aquí pp. 556-557, nota 12.

[11] Juan de Ávila, Memorial segundo al Concilio de Trento (1561) [redactado a pedido del arzobispo de Granada, Don Pedro Guerrero], en Obras completas, VI, cit., pp. 79-208, aquí pp. 105-106.

[12] Juan de Ávila, Lecciones sobre la epístola a los Gálatas, en Obras completas del Santo Maestro Juan de Ávila. Edición crítica revisada, IV. Comentarios bíblicos, ed. de Francisco Martín Hernández, BAC, Madrid 1970, p. 28106.

[13] Ibid., p. 29166-168.

[14] Ibid., p. 30173-175.

[15] Ibid., p. 39507.

[16] Ibid., p. 40517-524. Sobre las referencias a Erasmo, cfr. Francisco Martín Hernández, ¿Fue erasmista san Juan de Ávila?, en “Anuario de Historia de la Iglesia”, 21 (2012) 63-76.

[17] Juan de Ávila, Lecciones sobre la epístola a los Gálatas,  cit., pp. 43-44625-637.

[18] Ibid., p. 44639-645.

[19] Ibid., p. 44645-651.

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      Para saber más sobre san Juan de Ávila     .


El nombramiento de san Juan de Ávila como doctor de la Iglesia realza aún más la figura de quien fue apóstol de Andalucía, patrono del clero español, sabio director espiritual y predicador incansable.

En los últimos meses, han aparecido numerosos libros sobre el nuevo doctor y su obra literaria y espiritual. Proponemos dos breves aproximaciones al santo de Ávila, con el deseo de que faciliten el conocimiento de su vida y obra, que hoy resultan plenamente actuales.

 

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Juan de Ávila

Un apóstol en camino

 

Juan Rubio

San Pablo (colección bolsillo)

Madrid, 2012

183 pág.

Juan Rubio Fernández, sacerdote diocesano y director de la revista Vida Nueva, destaca en este libro el perfil biográfico de san Juan de Ávila, centrado especialmente en su dimensión de maestro. El autor muestra que su biografiado fue un buen maestro porque aprendió a ser un fiel discípulo de Jesucristo. Repetía que sólo se puede hablar de Dios si antes se ha hablado con Él. Entendía la vida de oración como fundamento de toda acción apostólica. Este trato con Cristo facilitaba poner la levadura del Evangelio en las conversaciones con los hombres.

Esta biografía incluye el prólogo escrito por el cardenal Carlos Amigo Vallejo, y un epílogo que recoge el Mensaje de la Conferencia Episcopal Española: San Juan de Ávila, maestro de evangelizadores, con motivo del V centenario del nacimiento del santo de Ávila en 1999.

 

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San Juan de Ávila

Maestro y doctor

Lope Rubio Parrado, Luis Rubio Morán

Ediciones Sígueme

Salamanca, 2012,

158 pág.

En la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid de 2011, Benedicto XVI anunció la próxima declaración de san Juan de Ávila, presbítero, como doctor de la Iglesia. Efectivamente, el 7 de octubre 2012 fue proclamado doctor junto a la mística Hildegarda de Bingen, durante la misa de apertura de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, dedicado a la nueva evangelización.

El nuevo doctor deja una biografía llena de la más alta espiritualidad, de un gran conocimiento de la Sagrada Escritura y de una ardiente predicación que, entre otros, influyó en innumerables santos y conversos de su tiempo: Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola, Francisco de Borja, Juan de Rivera, Pedro de Alcántara o Luis de Granada. Aspirante a misionero, sufrió prisión a instancias de la Inquisición, fue fundador de una universidad, popular predicador y catequista, reformador de costumbres, director espiritual y autor de obras tan influyentes como Audi filia. Por todo ello y por la afinidad que los autores tienen con el Santo en sus textos, se trata de una obra de gran interés.

  • 13 abril 2013
  • Josep-Ignasi Saranyana
  • Número 44

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