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La contribución de Juan Pablo II al papel eclesial de los laicos

ESPECIAL: 50º Aniversario del Concilio Vaticano II. Papel eclesial de los laicos

Misión de los laicos: Juan Pablo II desarrolla el Vaticano II

Para situar en su contexto la contribución del beato Juan Pablo II en la misión eclesial de los fieles laicos, hay que tener en cuenta, en primer lugar, que uno de los principales progresos eclesiológicos del Concilio Vaticano II fue image-ea44de5cfea10a0ef42dcab0c671ffb7precisamente la comprensión del papel de los laicos en la Iglesia. Se hablaba del tema en el capítulo IV de la Lumen gentium (LG) y luego fue ampliado en el decreto Apostolicam actuositatem (AA), que ilustra la naturaleza, el carácter y la variedad del apostolado de los laicos. Varios documentos volvieron a tratar el tema, sobre todo la constitución pastoral Gaudium et spes(GS).

Este progreso conciliar fue posible gracias a varios factores de tipo teológico, pastoral y apostólico que surgieron en las décadas anteriores al Concilio. Entre los factores teológicos, cabe mencionar el desarrollo de la misionología y el redescubrimiento del sacerdocio común. Entre los eclesiólogos que más contribuyeron sobresale Yves Congar con la monografía Jalons pour une théologie du laïcat (1953). Entre quienes supieron combinar la claridad teológica con una gran capacidad de realización, cabe recordar a san Josemaría Escrivá, el cual con el Opus Dei dio vida, a partir del 1928, a un vasto fenómeno apostólico y pastoral «que desde el principio anticipó –en palabras de Juan Pablo II– la teología del Laicado, que después caracterizaría a la Iglesia del Concilio y posterior al Concilio».1

Después del Concilio se habló mucho de los laicos, pero a menudo más con la intención de abrirles nuevos espacios de colaboración en los organismos eclesiales y no de ayudarles a comprender y a realizar su vocación específica. Sin duda, los laicos pueden cumplir, en el ámbito eclesiástico, varias funciones, y esto a veces puede ser razonable y hasta oportuno. Nos referimos a la participación en la liturgia, en el anuncio de la Palabra de Dios y en la catequesis, o la suplencia de algunas funciones íntimamente ligadas con el ministerio ordenado, actividades que no requieren el carácter de orden. Sería, sin embargo, un grave malentendido de la misión propia de los laicos reducir esta última a las funciones mencionadas, con el peligro de una «clericalización» de los laicos. Desde este punto de vista se entiende el valor del compromiso insistente de Juan Pablo II para que no quedara ofuscada la misión eclesial específica de los laicos.

En realidad, Karol Wojtyla, desde el inicio de su ministerio sacerdotal, tenía un gran interés en la misión eclesial de los laicos. Esta «pasión» se plasmó, durante su pontificado, en numerosas iniciativas, entre las que sobresale la invención de las Jornadas Mundiales de la Juventud. Desde el punto de vista teológico, cabe mencionar, en especial, el sínodo de los obispos convocado por él a fin de reflexionar sobre la vocación y la misión de los fieles laicos, cuyo fruto, la Exhortación apostólica Christifideles laici (1988) se ha convertido en la carta magna del laicado católico. Hay que recordar, además, el primer documento magisterial totalmente dedicado a la dignidad y a la vocación de la mujer, como un canto al «genio femenino». Otra iniciativa de gran relieve consistió en reunir, en mayo de 1998, a los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades que, en varias ocasiones, definió como «providenciales» para la Iglesia. A todo esto hay que añadir los numerosos encuentros con las familias, con los trabajadores, los empresarios, los universitarios, los políticos, los artistas, etc. En estos encuentros siempre se hacía patente su compromiso para que Cristo fuera anunciado en todos los ambientes de la vida.

Juan Pablo II era bien consciente de que el Concilio constituía el amanecer del tercer milenio –como observó él mismo–, «el fundamento y el inicio de una gigantesca obra de evangelización del mundo moderno, además de un nuevo giro en la historia de la humanidad, en la que empresas de una importancia y amplitud inmensas esperan a la Iglesia».2 Sabía alentar de muchas maneras a los fieles laicos en el compromiso por la nueva evangelización: nueva por el empuje, el método y el lenguaje. Invitaba a los jóvenes a convertirse en «centinelas de la mañana»; exhortaba a todos a «abrir las puertas a Cristo», a comprometerse en la vida pública, en el mundo de la cultura, del trabajo, de las comunicaciones...

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No es nada fácil, con tan pocos años de distancia, sopesar todo el alcance de lo que Juan Pablo II hizo por la Iglesia y, de modo particular, para fomentar la vocación y la misión eclesial de los fieles laicos. En las páginas que vienen a continuación trataré de explicar los aspectos más relevantes de su contribución.

Diversidad y complementariedad entre las distintas vocaciones

Una de las ideas centrales del Concilio, cuya relevancia se reconoció gradualmente en el periodo postconciliar, es la de la comunión, que permite, entre otras cosas, combinar diversidad y unidad. El tema ha sido tratado en la Carta Communionis notio (28.V.1992); su cuarto capítulo se titula, precisamente, «Unità e diversità nella comunione ecclesiale» [Unidad y diversidad en la comunión eclesial]. El capítulo se abre con la siguiente afirmación de Juan Pablo II: «La universalidad de la Iglesia conlleva, por una parte, la más sólida unidad y, por otra, una pluralidad y una diversificación que no obstaculicen la unidad, sino que, por el contrario, le confieran el carácter de comunión»3 (n. 15).

En la infinita variedad de carismas, Juan Pablo II ha señalado tres grandes líneas carismáticas que se despliegan en torno a tres modos fundamentales de participar los fieles en la misión de la Iglesia en relación con el mundo, con el Reino escatológico y con su mediación sacerdotal: la secularidad específica de los laicos, la vida consagrada y el ministerio sagrado. En la Exhortación apostólica Vita consecrata (1996), el Papa, de hecho, considera «paradigmáticas» las vocaciones a la vida laical, a la vida consagrada y al ministerio ordenado (n. 31). De una manera sintética, se puede decir que los laicos tienen como característica peculiar la secularidad, los consagrados la «tensión escatológica»4 y los pastores el carácter ministerial.

A lo largo de los siglos ha habido un notable desarrollo de la vida religiosa (hoy llamada sobre todo «vida consagrada») y, en parte, de la sacerdotal. La vida espiritual de los fieles laicos había quedado mucho menos desarrollada. Juan Pablo II ha remarcado que, en realidad, cada vocación en la Iglesia es manifestación del único misterio de Cristo; de hecho, «en la unidad de la vida cristiana, las distintas vocaciones son como rayos de la única luz de Cristo» (Exhortación apostólica Vita consecrata, 16).

La dimensión secular, la escatológica y la de mediación son propias de toda la Iglesia y, por tanto, de cada fiel, pero adquieren, para unos o para los otros (laicos, religiosos y sacerdotes), un carácter propio y peculiar . Esto determina su específica vocación-misión eclesial.

Juan Pablo II, en la Exhortación Apostólica Christifideles laici, ha reflexionado sobre la complementariedad de los diversos estados de vida, afirmando que «en la Iglesia-Comunión, los estados de vida están tan relacionados entre sí, que se ordenan el uno en función del otro. [...] Son modalidades a la vez diversas y complementarias, de modo que cada una de ellas tiene una característica original e inconfundible y, al mismo tiempo, cada una de ellas se pone en relación con las otras y a su servicio. Así, el estado de vida laical tiene en el carácter secular su especificidad y realiza un servicio eclesial en el hecho de testimoniar y recordar, a su manera, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, el significado que las realidades terrenas y temporales tienen en el proyecto salvífico de Dios. El sacerdocio ministerial, a su vez, constituye la garantía permanente de la presencia sacramental, en lugares y tiempos diferentes, del Cristo Redentor. El estado religioso testimonia el carácter escatológico de la Iglesia, es decir, su tensión hacia el Reino de Dios, que es prefigurado y, en cierto modo, anticipado y disfrutado de antemano gracias a los votos de castidad, pobreza y obediencia» (n. 55).

La dimensión teológica del carácter secular propio de los laicos

La enseñanza conciliar, según la cual «el carácter secular es propio y peculiar de los laicos» (LG 31), no tuvo una acogida pacífica: no faltaron críticas o malentendidos respecto a esta forma de especificar la identidad de los laicos.5 Algunos quisieron relativizar el significado del «carácter secular», considerándolo un mero dato exterior, sociológico, en vez de propiamente teológico o eclesial. La identidad del fiel laico, decían algunos, cabe deducirla del bautizo y no de un dato externo, como, según ellos, era precisamente la inserción en las realidades seculares. Otros argumentaban que toda la Iglesia tiene una relación íntima con el mundo y que, por tanto, esto no puede servir para diferenciar los laicos de los demás fieles. Así pues, algunos propusieron sustituir la palabra «laico» por «cristiano».

Sobre esta problemática, la Exhortación ofrece una respuesta clara en el n. 15, que ratifica por encima de todo la doctrina conciliar, afirmando que «la dignidad bautismal común asume en el fiel laico una image-9ed0e6b238969c0aa4f475bc20f3e113modalidad que lo distingue, sin por ello separarlo del presbítero, del religioso y de la religiosa». Al poco añade: «De hecho, para entender de una manera completa, adecuada y específica la condición eclesial del fiel laico, es necesario profundizar el alcance teológico del carácter secular a la luz del proyecto salvífico de Dios y del misterio de la Iglesia».

Con esta finalidad, recuerda que toda la Iglesia está llamada a continuar la obra redentora de Cristo en el mundo; y tiene una dimensión secular intrínseca, las raíces se hunden en el misterio de la Palabra Encarnada. Por ello, todos los fieles son «partícipes de la dimensión secular, pero lo son de varias formas. La participación de los fieles laicos, en particular, tiene una modalidad de actuación y de función que, según el Concilio, les es "propia y peculiar"».

La inserción de los laicos en la realidad secular, explica la Exhortación, no es simplemente un dato exterior y ambiental, sino «una realidad destinada a encontrar en Jesucristo la plenitud de su significado». El carácter secular no es un dato que se añade desde el exterior a la realidad cristiana. De hecho –recuerda el texto–, como había evidenciado el Vaticano II, «la misma Palabra Encarnada quiso ser partícipe de la convivencia humana [...]. Santificó las relaciones humanas, sobre todo las familiares, donde tienen su origen las relaciones sociales, sometiéndose voluntariamente a las leyes de su patria. Quiso hacer la vida de un trabajador de su tiempo y de su región» (GS 32).

Así queda claro el sentido propio y peculiar de la vocación divina destinada a laicos. Ellos no son llamados a abandonar la posición que tienen en el mundo, ya que el bautismo no les aparta del mundo, como señala el apóstol Pablo: «Que cada uno, hermanos, continúe delante de Dios en la condición en que se encontraba cuando fue llamado» (1C 7:24). Dios les confía una vocación que afecta precisamente a la situación intramundana.

La Exhortación, respondiendo a las críticas o malentendidos arriba mencionados, concluye: «El estar y actuar en el mundo son para los fieles laicos una realidad no sólo antropológica y sociológica, sino también específicamente teológica y eclesial. En su situación intramundana, en efecto, Dios manifiesta su proyecto y comunica la particular vocación de "buscar el Reino de Dios tratando las cosas temporales y ordenándolas según Dios" (LG 31). A este respecto, los Padres sinodales han dicho: "El carácter secular del fiel laico no debe definirse sólo en sentido sociológico, sino sobre todo en sentido teológico. La característica secular se entiende a la luz del acto creativo y redentor de Dios, que ha confiado el mundo a los hombres y a las mujeres para que participen en la obra de la creación, liberen la creación misma de la influencia del pecado y se santifiquen en el matrimonio o en la vida célibe, en la profesión y en las diversas actividades sociales” (Propositio 4)» (n. 15).6

El “munus regendi” de los laicos

El Vaticano II ha ilustrado la misión de la Iglesia y, por tanto, de todos los fieles, recurriendo al esquema de los «tria munera Christi»: sacerdote, profeta y rey. La tarea donde el carácter secular propio de los laicos tiene mayor incidencia es la función real. El Vaticano II ha subrayado la importancia de la contribución de los laicos, afirmando que ellos "deben reconocer la naturaleza íntima de toda la creación, su valor y su ordenación a la alabanza de Dios, y ayudarse mutuamente a llevar una vida más santa incluso con las obras seculares, de modo que el mundo quede impregnado del espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la justicia, en la caridad y en la paz» (LG 36).

En la Christifideles laici, Juan Pablo II ha denunciado «la tendencia a la "clericalización" de los fieles laicos» (n. 23), que proviene de una forma reductiva de entender su misión eclesial. La Exhortación subraya varias veces que el campo donde los fieles laicos están llamados a cumplir su misión original e insustituible es el vasto mundo de las realidades seculares. El aspecto peligroso de la tendencia denunciada por el Papa es que la participación de algunos laicos en ámbitos eclesiásticos se haga en detrimento de la vocación y de la misión que les es propia. Habrá que distinguir, atentamente, las auténticas necesidades de la Iglesia de los deseos eventuales de llevar a cabo una promoción del laicado entendida de manera inadecuada.

Juan Pablo II volvió a hablar de la cuestión, aprobando de forma específica la Instrucción pluridicasterial Ecclesiae de mysterio (1997). A propósito de las tareas eclesiásticas arriba mencionadas que pueden cumplir los fieles laicos, el Papa afirma: «Como se trata de tareas muy íntimamente relacionadas con los deberes de los pastores –que por serlo deben estar investidos del sacramento del Orden–, se pide, por parte de todos los que participan de una manera u otra, especial cuidado para que queden bien salvaguardados tanto la naturaleza y la misión del ministerio sacro como la vocación y el carácter secular de los fieles laicos. Colaborar no significa sustituir» (Premisa).

Teniendo en cuenta la novedad de la enseñanza conciliar sobre los laicos, no sorprende mucho que una teoría tan espléndida todavía esté lejos de aplicarse en la vida de la Iglesia. El Papa y los obispos eran muy conscientes y han aprovechado la ocasión de aquel Sínodo para relanzar con fuerza la llamada de Cristo: «Id también vosotros a mi viña», llamada dirigida a todos los fieles laicos para que asuman de una manera responsable y activa su misión eclesial. Juan Pablo II ha descrito así el objetivo de la Exhortación: «Suscitar y alimentar una toma de conciencia más decidida del don y de la responsabilidad que todos los fieles laicos, y cada uno de ellos en particular, tienen en la comunión y en la misión de la Iglesia» (n. 2).

La urgencia de una nueva evangelización

Juan Pablo II indicó la necesidad de una «nueva evangelización» a finales del 1979 y esta idea se convirtió en uno de los hilos conductores de su compromiso pastoral y misionero.7

En la tercera parte de la Christifideles laici, habla de la corresponsabilidad de los laicos en la misión de la Iglesia y, en particular, en el n. 34, que tiene un título muy significativo: «Ha llegado la hora de iniciar una nueva evangelización».

Vale la pena recordar aquí sus palabras: «Países y naciones enteras, donde la religión y la vida cristiana eran en otro tiempo florecientes y capaces de crear comunidades de fe vivas y activas, ahora pasan por una dura prueba y a veces incluso experimentan transformaciones radicales debido a la difusión continua del indiferentismo, del secularismo y del ateísmo. Se trata, en particular, de los países y de las naciones del llamado Primer Mundo, donde el bienestar económico y el consumismo, si bien mezclados con situaciones escalofriantes de pobreza y de miseria, inspiran y sostienen una vida vivida "como si Dios no existiese"» (n. 34).

La importancia que da el Pontífice a esta llamada impresionante se ve en el número final de la Exhortación, cuando dice: «En el umbral del tercer milenio, toda la Iglesia, Pastores y fieles, deben sentir más fuerte su responsabilidad de obedecer el mandato de Cristo: "Id por todo el mundo y predicad la Buena Nueva a toda criatura" (Mc 16:15), renovando su entusiasmo misionero. A la Iglesia se le ha confiado una gran empresa, ardua y magnífica: una nueva evangelización; el mundo actual tiene una inmensa necesidad. Los fieles laicos deben participar de manera viva y responsable en esta empresa, porque son llamados a anunciar y a vivir el Evangelio en el servicio a los valores y a las exigencias de la persona y de la sociedad» (n. 64).

En el umbral del Sínodo de 2012, que Benedicto XVI ha querido dedicar precisamente a este tema, se constata una vez más la fecundidad y la clarividencia del magisterio de Juan Pablo II. La creación del Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización se puede considerar fruto de su compromiso.

*      *      *

Estos no son, evidentemente, todos los aspectos de la contribución de Juan Pablo II al papel eclesial de los laicos. Habríamos podido recordar el impulso que dio a los nuevos movimientos eclesiales (que en la mayoría de los casos son movimientos laicales), así como sus reflexiones sobre la unidad de vida de los fieles laicos (cf. Christifideles laici, n. 17) o sobre su necesaria participación en el proceso de inculturación. Lo que acabo de exponer, sin embargo, me parece más que suficiente para poner de relieve el gran valor de una contribución que continuará iluminando a la Iglesia para que cumpla cada vez mejor su misión salvífica. 

Arturo Cattaneo

Prof. ordinario en la Facultad de Derecho canónico de Venecia

y profesor visitante en la Facultad de Teología de Lugano (Suiza)


1 Juan Pablo II, Gesù vivo e presente nel nuestras cotidianas cammino, Homilía de la Misa celebrada en 19.VIII.1979, en Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II / 2 (1979), pág. 142.

2 Discurso a los participantes en el VI Simposio del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa, 11 de octubre de 1985.

3 Discorso nell'Udienza generale, 27-IX-1989, n. 2, en Insegnamenti di Giovanni Paolo II, XII / 2 (1989), pág. 679.

4 Dado que «la vida consagrada anuncia y en cierto modo anticipa los tiempos futuros» (n. 32).

5 Sobre esta cuestión, cf. J.L.Illanes, La discusion teológica sobre la noción de laico, en «Scripta Theologica» 22 (1990), pág. 771-789.

6 La relevancia teológica de la definición de laico ofrecida por LG 31 había sido reconocida claramente por A. del Portillo en su importante contribución Laici e fedeli nella Chiesa, Milán 1969, cap. IV, n. 4. El libro también fue editado en España como Fieles y laicos en la Iglesia, EUNSA 1969.

7 La primera vez que usó esa expresión fue el 9 de junio de 1979 en Nowa Huta. Sobre la cuestión, cf. P.J. Cordes, La nuova evangelizzazione secondo papa Wojtyla, en «L'Osservatore Romano», 5.VI.2011.

  • 21 noviembre 2012
  • Arturo Cattaneo
  • Número 43

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