Archivo > Número 37

Hacia una civilización de la imagen

Benedicto XVI habla a los artistas

La historia de la teología y también la historia del arte y de las ideas estéticas muestran que la Iglesia ha necesitado el arte y que el arte también ha necesitado la Iglesia. Los últimos romanos Pontífices, y especialmente Benedicto image-768ccf4587782c0f37d9b50f9877336eXVI, han dedicado muchos esfuerzos intelectuales y pastorales a explicar los retos del cristiano ante una sociedad progresivamente más secularizada. En este contexto, se inscribe la reflexión sobre la comunicación icónica en un mundo progresivamente gestualizado, donde la palabra cede el protagonismo a la imagen. Los artistas son, en buena medida, los artífices de esta comunicación estética. A ellos se dirigió Benedicto XVI el 21 de noviembre de 2009, en el marco de la Capilla Sixtina, diez años después de la Carta de Juan Pablo II a los artistas (1999).

Hasta mediados del siglo XVIII la belleza constituyó un atributo nunca teorizado en sí mismo. Fue Baumgarten quien escribió su tratado de estética y más tarde Edmund Burke e Immanuel Kant, los que especularon brillantemente sobre lo bello y lo sublime. A partir de la época romántica, las reflexiones sobre el gusto estético o las diversas categorías de lo bello menudean en todos los círculos literarios americanos, europeos y de otras culturas más lejanas.

Autores como Charles Baudelaire, Edgar Allan Poe y otros, escribieron con frecuencia sobre el significado de la forma visible, poética y musical, hasta llegar al siglo XX, momento en que los manifiestos de vanguardia quisieron renunciar a lo bello y defendieron la cultura de la máquina o nuevas dimensiones epistemológicas por descubrir. Esto se propuso a menudo al abrigo de pretendidas nuevas ciencias, renovados relativismos o, simplemente, con el afán de innovar sin direcciones demasiado concretas. En Cataluña, el filósofo Eugeni d'Ors o el esteta Francesc Mirabent analizaron provechosamente diversos puntos de vista sobre el sentido de la belleza, como también lo hicieron Torres i Bages y Gaudí**.

Tanto la historia de la teología como la historia del arte y de las ideas estéticas nos demuestran que a lo largo de siglos la Iglesia ha querido necesitar del arte y éste también ha necesitado a la Iglesia. Pero es sólo a la luz del n. 2 de la constitución apostólica Gaudium et spes como podemos hablar de la obra de arte de la santidad personal y del camino de la belleza para identificarnos con Cristo. Esta llamada vía pulchritudinis, entendida como una belleza salvadora en medio de los sobresaltos del mundo contemporáneo, sólo se puede entender mediante la novedad doctrinal del Concilio Vaticano II. Y no me refiero sólo a las suficientemente relevantes cuestiones litúrgicas, sino aún más a la relación entre la percepción estética y el mundo contemporáneo en el sentido más profundo posible de la expresión*.

Los tres Papas, Juan Pablo I, Juan Pablo II, pero muy especialmente Benedicto XVI, primero como cardenal Joseph Ratzinger y más tarde como Pastor de la Iglesia, han dedicado sus esfuerzos intelectuales y pastorales a explicar los retos del cristiano ante el acelerado proceso de secularización dentro y fuera de la Iglesia durante, sobre todo, la segunda mitad del pasado siglo. Uno de los grandes temas de su reflexión y pastoral ha sido el papel de la comunicación icónica en un mundo progresivamente gestualizado, donde la palabra deja paso a la imagen. Los artistas son los artífices de esta comunicación estética y a ellos van dirigidas las palabras que a lo largo de este artículo comentaremos.

Es posible que, con los recientes textos de los Papas dirigidos a los artistas, el magisterio de la Iglesia sobre el trascendental de la belleza no haya hecho más que empezar. Con la alocución de Benedicto XVI a los artistas, se continúa el camino de pensar que la globalización, a la vez que da a conocer más al hombre, da una imagen de sí mismo cada vez más homogénea e identitariamente ecléctica.

Si esta imagen, de la que el artista hace falta que se sienta responsable, sufre el olvido del Dios-artífice, entonces hablaremos de una deformidad sin sentido, que habrá que enderezar. Si, en cambio, la civilización de la imagen camina hacia la imitación de un modelo trascendente, la vía de la belleza está abierta para imaginar que el hecho de la globalización ofrecerá retos insospechados de santidad personal y de una mejor comprensión del mundo y de nosotros mismos. Porque el camino de la belleza es y será el mismo Camino de siempre.

 

El asentamiento de la verdad

La Edad Antigua y Media se caracterizaron necesariamente por ser períodos históricos en que Cristo, desde el punto de vista de su formulación teológica, se hacía presente en la historia de la teología de manera más explícita bajo su dimensión –inseparable de las restantes– del trascendental de la verdad.

Durante siglos, la Iglesia había ido poniendo los fundamentos por la vía del conocimiento y la verbalización de la verdad revelada. El arte y en general las manifestaciones de la belleza artística, hasta la época de las catedrales, fueron más bien austeros y contenidos y, cuando hubo debate sobre la cuestión de las imágenes, la solución debía llegar por una vía bastante filosófica, bastante racional y argumentada, en el segundo concilio de Nicea, el año 787(1).

Hasta mucho después del primer Concilio de Nicea (325), muy entrada la Edad Media, se desconocían nombres de artistas, que más bien se agrupaban en escuelas, y normalmente no predominó el concepto de genio al estilo griego o renacentista, sino más bien el artista fue considerado un mero artesano. Parece como si en los primeros siglos de cristianismo, Dios se hiciera presente en su Iglesia de una forma particularmente epistemológica. Da la impresión de que, desde el punto de vista del lenguaje teológico, Dios había de ser conocido, fundamentalmente, utilizando para ello el trascendental de la verdad. El prólogo del cuarto evangelio es bastante elocuente en cuanto a la importancia del lenguaje verbal en los primeros momentos de la revelación cristiana: "En el principio existió la Palabra" (Jn. 1,1).

Pero también parece como si acontecimientos históricos como el nacimiento de las ciudades-estados itálicas, el desarrollo de la primera cultura urbana europea, la aparición de las órdenes mendicantes o la fundación de las primeras universidades, tenían que cambiar las cosas, en el sentido de una primera eclosión de la atención pastoral a los feligreses y, por qué no decirlo, de una primera promiscuidad en la convivencia entre lo sagrado y lo profano.

Al menos durante la llamada Alta Edad Media, no es que se abandonara la preponderancia del lenguaje catequético más directamente derivado del trascendental de la verdad (y de eso los scriptoria monásticos serían un buen argumento), pero podría decirse que la palabra escrita sobre lo que Dios es, iba dando paso a la predicación sobre lo que hace falta que el hombre haga para salvarse. Parece como si una fuerte teología dogmática, ya bastante asentada, invitara a ocupar su lugar a un planteamiento teológico más moral de la existencia cristiana.

Los dogmas fundamentales están bien asentados –sobre la Trinidad, la Virgen y la Iglesia–, y se plantean nuevos retos, que eclosionarán en las sesiones del concilio de Trento (1545-1563). También se regularizará la manifestación de la belleza sagrada en imágenes, parafraseando aquel segundo concilio de Nicea(2), para subrayar que éstas representan el arquetipo de la Divinidad, la Virgen y los santos(3).

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Ética, estética y mundo contemporáneo

Dominó, en definitiva, la búsqueda de un segundo trascendental, ya pasada la época de la fijación de los grandes dogmas de la primera fe cristiana. Hacer el Bien, más que conocer la Verdad, es lo que la historia de la teología de la época Moderna viene a subrayar. La belleza es visualizada moralmente, a veces en forma de un cierto voluntarismo misional, otras veces propuesta como una solución para redimir a los cautivos o, simplemente, representada –como la Capilla Sixtina– con el mensaje de que no estamos predestinados y que la fe sin obras está muerta.

Los artistas toman nombres y apellidos: Bernini, en su baldaquino de San Pedro, hace que los cuatro brazos de la Madre Iglesia abarquen el altar y la comunidad de los fieles(4); Michelangelo, con su cúpula, da ascensionalidad al espacio sagrado(5); Andreas Pozzo, con sus pinturas en la iglesia de San Ignacio en Roma, hace una alegoría del Nombre de Jesús, que no deja de ser una anamorfosis o trampa óptica en un espacio que, quizás, empieza a ser más cáscara que yema del huevo.

Han desaparecido incluso los pintores de corte como Velázquez, Rubens y Rembrandt, que ya no han tenido grandes seguidores, y otros genios como Gianbattista Tiepolo, Fragonard o Goya experimentan nuevas formas de acercamiento entre la ética y la estética(6). El siglo XIX, con los impresionistas franceses, pretende relacionar el arte y la ciencia en el análisis de la división de la luz, el abandono de la perspectiva euclidiana y la búsqueda experimental del paisaje.

Ya entrados en el siglo XX, se publica el Catecismo de San Pío X (1908), y surgen reformas litúrgicas avant la lettre que preparan el Concilio Vaticano II y la reflexión del papel de la Iglesia en el mundo Contemporáneo. ¿Dónde queda el mundo, en la transición de la Edad Moderna a la Contemporánea...? Este es el problema que ya había intuido sabiamente San Francisco de Sales en pleno siglo XVII(7), y que pasará bastante inadvertido hasta llegar la época de San Pío X(8).

Pío XII nos regala algunas primeras reflexiones sobre la epifanía del Cristo bello(9); Juan XXIII intuye fuertemente la importancia de hacer amable el rostro de la Esposa de Cristo(10); Pablo VI, con tristeza, descubre una Iglesia que, en su rostro visible, no encuentra la belleza de la Jerusalén celeste(11); Juan Pablo I, que fue conocido como el Santo Padre de la sonrisa, es consciente de que está haciendo una teología simbólica del rostro: él es el Cristo que –bellamente– sonríe, y Juan Pablo II, calificado como el Papa dramaturgo, practica el arte de la rapsodia en todos sus contactos con la multitud: bello de rostro y de cuerpo; bello de costumbres; bello de escritura; bello de alma, es capaz de averiguar el significado de los puntos más oscuros del Vaticano II que son, precisamente, aspectos estéticos que esconden o epifanizan el depósito de la fe a cada paso(12).

Así llegamos al pontificado de Benedicto XVI, el Papa sabio. Sensibilizado personalmente por el drama de la música(13); redignificando la figura de un vicecrist Rey, Profeta y Sacerdote, saca de los armarios vaticanos nuevos efectos textiles y litúrgicos: estolas bordadas, casullas de sumo Sacerdote, cruces pectorales y procesionales, que centren el espacio litúrgico. Y, al mismo tiempo, mira el Oriente, mira la Sinagoga, mira el animismo de los vastísimos territorios de Asia y África, que desconocen el desarrollo maduro de las Semina Verbi o semillas del Verbo encarnado(14).

Este es el contexto de su alocución a los artistas: dentro de una macrohistoria de la teología católica, donde los trascendentales, ya definidos por Aristóteles en época pre-cristiana(15), sirven para pautar y pausar un análisis que –a pesar de poder parecer periférico– contiene y manifiesta profundas resonancias dogmáticas que marcan la futura historia de las sucesivas epifanías del Verbo en forma visible(16).

Benedicto XVI ve los trascendentales del ser sin solución de continuidad(17) y que, a medida que se van desplegando en la historia de la Iglesia, se hacen más compactos, se alimentan más entre ellos y nos hacen entender la vocación universal en la actividad del espíritu en medio de un mundo contemporáneo progresivamente secularizado.

 

La belleza es esperanza

El Santo Padre recibió a los artistas el sábado 21 de noviembre de 2009 en la Capilla Sixtina, en un encuentro promovido y preparado por monseñor Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo pontificio para la cultura y de la Comisión Pontificia para la promoción de los bienes culturales de la Iglesia. Hizo notar que era el décimo aniversario de la Carta a los artistas que escribió Juan Pablo II poco antes del Jubileo del año 2000. También se refirió a las palabras que Pablo VI había dirigido a los artistas el año 1964, en el contexto de restablecer la amistad entre los artistas y la Iglesia, pensando en el auténtico "renacimiento" del arte en el marco de un nuevo humanismo(18).

Benedicto XVI recuerda que la Sixtina es un escenario artístico privilegiado, pero también histórico, desde el momento que muchos de sus antecesores, y él mismo, han sido escogidos sucesores de san Pedro en este espacio singular: para el santo Padre, la belleza no es un trascendental inerte o pasivo a lo largo de la historia de la salvación. En su exhortación a los artistas, da un paso más allá al considerar que es necesario que la belleza y el arte sean un reflejo de lo divino en un mundo humano. Siguiendo a Pablo VI, "la belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres, es el fruto precioso que resiste la usura del tiempo, que une las generaciones y que hace que se comuniquen en la admiración"(19).

Teológicamente y pastoralmente, una de las tareas que Benedicto XVI considera más importantes es explicar el significado de la Iglesia al mundo contemporáneo. En realidad, su alocución a los artistas es una traducción de aquellas misteriosas palabras de la Gaudium et spes sobre qué es el mundo(20).

¿Cuál es la relación entre el sentido contemporáneo de la belleza y la permanente historicidad de la Iglesia...? ¿Es posible continuar con la aventura artística de la belleza, y al mismo tiempo perseverar en la aventura de la fe...?, nos podemos preguntar, al hilo de este encuentro entre Benedicto XVI y los artistas.

Juan Pablo II ya había escrito algunas respuestas a estas preguntas, pero, en esta nueva alocución, Benedicto XVI no deja de subrayar el papel de los creadores en la futura transformación de un mundo que sufre: "el mundo en que vivimos corre el riesgo de cambiar su rostro debido a la acción no siempre sensata del hombre que, en lugar de cultivar la belleza, explota sin conciencia los recursos del planeta en beneficio de unos pocos y a menudo estropea sus maravillas naturales".

Es cierto que la situación del hombre en el mundo contemporáneo parece aún más dramática cuando pensamos en la misión de someter la tierra en el momento de crearla(21). Pero el sentido esencial de esta "realeza" o "dominio" del hombre sobre el mundo visible es la prioridad de la ética sobre la técnica, de la persona sobre las cosas, del espíritu sobre la materia(22) o, en palabras de Benedicto XVI, "¿Qué es lo que nos puede devolver el entusiasmo y la confianza, lo que puede alentar al espíritu humano a reencontrar el camino, lo que nos hace levantar la mirada hacia el horizonte, lo que nos hará soñar con una vida digna de nuestra vocación, sino la belleza...?".

El mundo contemporáneo, con la belleza, no es un riesgo sin sentido, o un peligro inevitable, sino una "experiencia que no nos aleja de la realidad sino que nos lleva a una confrontación abierta con la vida diaria para liberarla de la oscuridad y transfigurarla, para hacerla más luminosa y bella". En otras palabras, la creación artística bien unida a la imagen y semejanza de Dios es esperanza viva de santidad. Es cierto que "la belleza impresiona, pero es precisamente así como recuerda al hombre su destino, poniéndolo de nuevo en marcha, llenándolo de nueva esperanza y dándole la valentía para vivir a fondo el don único de la existencia. No se trata, evidentemente, de la búsqueda de una huida hacia una belleza irracional o un mero esteticismo".

La belleza que nos salva(23) tiene, afirma Benedicto XVI, una cara negativa. Puede ser "una belleza seductora pero hipócrita, que vuelve a despertar en nosotros el afán, la voluntad de poder, de poseer, de dominar al otro, y que pronto se transforma en lo contrario, asumiendo los rostros de la obscenidad, de la transgresión o de la provocación como fin de sí misma".

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La belleza es camino

La segunda parte de su alocución explicita aún más su mensaje: "la belleza puede convertirse en un camino hacia lo trascendente". El arte "puede asumir un valor religioso y transformarse en un camino de profunda reflexión interior y de espiritualidad".

La que él llama vía pulchritudinis constituye un camino de investigación teológica. En este sentido, cita a Hans Urs von Balthasar en los mismos términos: "Nuestra palabra inicial se llama belleza. La belleza es la última palabra a la que puede llegar el intelecto reflexivo, ya que es la aureola de resplandor imborrable que envuelve a la estrella de la verdad y del bien, y de su indisociable unión"(24). Por tanto, el camino de la belleza nos lleva a reconocer el Todo en el fragmento, lo Infinito en lo finito, Dios en la historia de la humanidad".

En esta parte del comentario del texto del Santo Padre, quisiera referirme a dos aspectos que son indisociables de lo que él mismo nos propone. En primer lugar, que la santidad personal es visible; después, que la santidad, como la belleza, es relacional, y no solitaria.

Que tratar de ser santo en el mundo contemporáneo significa que, necesariamente, la santidad tiene una dimensión estética desde el momento en que el santo es un modelo o arquetipo de conducta cristiana. En este sentido, ser santo es una imitación del único modelo que es Cristo, encarnado visiblemente. Cristo es el único Mediador, en este mundo, entre su Iglesia y nosotros. Y la Iglesia es al mismo tiempo visible e invisible, como lo son las dos naturalezas de Cristo, la humana y la divina(25). Como le gustaba decir a Juan Pablo II, la cúpula de la Basílica de San Pedro del Vaticano, diseñada por Michelangelo , "es una invitación a practicar el magnífico arte de la santidad. Y si esto nos llegara a parecer demasiado difícil, debería consolarnos el pensamiento de que en este camino no estamos solos (...)"(26).

El segundo aspecto de una santidad personal considerada como una obra de arte es que constituye un camino que, como la misma oración cristiana, es relacional. Si la belleza es camino, y es visible, hay que concluir que esta vía pulchritudinis conduce a un lugar determinado y con sentido. Ser santo en el mundo de hoy no es un camino sin salida, un diálogo sin interlocutor, o una mirada al vacío. La Biblia, a la vez que ha constituido para la vida artística un "gran código" de inspiración, también ha marcado una relación entre el Pueblo de Israel y Dios.

 

El artista comunica la belleza

El arte tiene una dimensión escatológica desde el momento que puede constituir una oración eficaz y, por tanto, una comunicación. Todo arte recto tiene una dimensión sacerdotal que el hombre puede recorrer. Y, en este sentido, un mal arte se puede detectar porque marca la sensación de una relatio pura que no contiene nada que pueda ser objetualizado. Pero, en realidad, esta 'pura relación' es espúrea: una relación sin reciprocidad no tiene ningún significado", escribe el mismo cardenal Ratzinger en 1981(27).

Si la belleza de las artes humanas es una imagen y semejanza de la belleza divina, que es camino de santidad y de relación con Dios y el prójimo, parece lógico que se pueda concluir que es necesario que el artista sea "plenamente consciente de la gran responsabilidad de comunicar la belleza, de comunicar en la belleza y mediante la belleza"(28). En el sentido de la comunicación, Dios no es un ser autotrascendente, incapaz de relacionar la eternidad con la temporalidad(29). Las personas divinas no están aisladas entre ellas, ni con el hombre y el mundo creado. Si no hubiera una comunicación e influencia recíproca entre el tiempo y la eternidad, entonces Dios no podría significar nada para el hombre. En este sentido, la capacidad humana de hacer una obra de arte maestra procede de su vocación a la eternidad, y al mismo tiempo la comunica.

 

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"Una vocación espiritual precede y sustenta la vocación artística, la de ser artífice de la propia vida, haciendo, en cierto sentido, 'una obra de arte, una obra maestra´(30)". Hoy más que nunca, dice el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, en una civilización de la imagen, la imagen sagrada puede expresar mucho más que la misma palabra, dada la gran eficacia de su dinamismo en la comunicación y la transmisión del mensaje evangélico(31).

Para Benedicto XVI, los artistas son "los guardianes de la belleza". Y escribe: "Gracias a vuestro aliento, tenéis la posibilidad de hablar al corazón de la humanidad, de tocar la sensibilidad individual y colectiva, de suscitar sueños y esperanzas, de ampliar los horizontes del conocimiento y del compromiso humano”.

"Por eso, (...) no tengáis miedo de enfrentaros con la fuente primera y última de la belleza, de dialogar con los creyentes, que junto con vosotros se sienten peregrinos en medio del mundo y en la historia hacia la Belleza infinita.

"La fe no os quita nada de vuestro genio, de vuestro arte, sino que incluso lo exalta y alimenta, lo lanza a cruzar su umbral y a contemplar con mirada fascinada y conmovida la meta última y definitiva, el sol sin ocaso que ilumina y embellece el presente".

El artista, por ello, tiene la misión de comunicar lo sagrado, una misión directamente afectada por el carácter sacerdotal y sacrificial de todas las profesiones, pero especialmente de las que son creativas. Ahora no me refiero sólo a los iconógrafos orientales, que se encargan de plasmar la imagen sagrada siguiendo un rito litúrgico y haciendo de esta tarea un acto directo de oración y comunicación con Dios(32).

Me refiero al hecho de que, si como afirma Benedicto XVI, la obra de arte de la santidad personal es esperanza, es camino y es comunicación, esto también significa que la vida cristiana es también teologal y, por tanto, desde el bautismo, plenamente sacerdotal(33). El artista, el sacerdote y, en última instancia, todo fiel, está llamado a comunicar la belleza de Cristo, y encarnarla en su vida profesional, familiar, social.

Esta doctrina, la capacidad de todo cristiano, de ser "sacerdote de su propia existencia"(34) reconoce que todos podemos hacer y comunicar, con nuestra vida, una belleza y una creatividad que, por participación con la triple misión de Cristo y su Iglesia, es eminentemente sacerdotal(35). Y que esta comunicación, propia del sacerdote-artista y del artista-sacerdote, es capaz de transformarse de comunicación en comunión(36), lo cual –junto con otras muchas cosas– justifica plenamente que la expresión "alma sacerdotal"(37) se pueda aplicar con especial propiedad al artista a quien Benedicto XVI se dirige con su alocución(38).

Finalmente, una cita del Santo Padre que liga la misión comunicadora del artista con la misión comunicativa, comunitaria y comunional del sacerdote: "Hace falta que aprendamos a verle (a Cristo). Si nosotros lo conocemos no sólo de palabra, sino que nos dejamos sorprender por el flechazo repentino de su paradójica belleza, entonces lo conoceremos de verdad y lo trataremos a menudo, y no sólo porque habremos oído hablar de Él.

"Entonces habremos encontrado la belleza de la verdad, de la verdad redentora. Nada nos puede poner más en contacto con la belleza de Cristo mismo, que el mundo creado por la fe y la luz que resplandece en el rostro de los santos, mediante la cual se hace visible su propia luz"(39).

 

Conclusiones

a) Desde las primeras manifestaciones del arte cristiano, que la arqueología evidencia que fue ejecutado por unos primeros artistas paganos, la historia demuestra que la Iglesia necesitó el arte y que los artistas necesitaron la Iglesia. Este es un hecho que se deriva no sólo del dinamismo catequético y de la pedagogía de la imagen a lo largo de los siglos, sino del hecho cristológico que diferencia la epifanía de Cristo en unos aspectos visibles y otros invisibles que, consecuentemente con la Encarnación del Hijo, debían manifestarse también mediante la creatividad humana por participación en la creatividad divina. Las palabras de Benedicto XVI representan una nueva aportación en su explicación del acercamiento de la Iglesia al mundo contemporáneo.

b) El trabajo de los artistas, al no dejar de ser una de las participaciones del Ser, tiene una dimensión necesariamente metafísica que lo hace participar progresivamente de los diferentes trascendentales del Ser. Posiblemente, desde el punto de vista ontológico, y de la teología de la historia de la Iglesia, el arte se ha ido manifestando de manera escalonada en el tiempo con una sucesiva y alternada preponderancia de los respectivos trascendentales: la verdad, el bien, la belleza y, quizás en un futuro no lejano en el seno de la Iglesia, la manifestación de la unidad.

c) El encuentro del Santo Padre Benedicto XVI con los artistas en el año sacerdotal 2009, manifiesta la vigencia del trascendental de la belleza, en los inicios del siglo XXI, con especial fuerza. En una época dominada por la cultura de las imágenes, conviene que el artista dé la mano a la Iglesia para expresar sin miedo  que su creatividad es capaz de conectar las partes visibles con las invisibles de la propia existencia y de toda la comunidad de los creyentes.

d) Una obra de arte de especial trascendencia para la historia de la salvación es la misma santidad personal. Dentro de la especificidad propia del trabajo del artista, abocado especialmente a la infinita creatividad divina, el artista tiene la responsabilidad de recorrer y hacer recorrer la llamada vía pulchritudinis, de la que él mismo es protagonista y, de alguna manera, sacerdote o mediador entre Dios y los hombres.

e) Todos los creyentes, en virtud del llamado sacerdocio común de los fieles, estamos llamados a ser sacerdotes-artistas de nuestra propia existencia personal, participando análogamente a como lo hace el artista con su oficio, de la obra maestra de la propia santificación ordinaria y la de quienes nos rodean.

Alfons Puigarnau

Profesor de estética y teoría de las artes

Escuela Técnica Superior de Arquitectura

Universidad Internacional de Cataluña

NOTAS

___________________________

** El marco bibliográfico de este preámbulo en lenguas originales y primeras ediciones es el siguiente: Alexander Gottlieb Baumgarten, Metaphysica § 451 (1739), Edmund BURKE A Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and Beautiful (1757), Immanuel KANT Beobachtungen über das Gefühl diciembre Schönen und Erhabenen (1764), Charles Baudelaire, Curiosités esthétiques (1845), Edgar Allan Poe The Philosophy of Composition (1846), George Santayana The Sense of Beauty (1896), Eugeni D'ORS Lo barroco (1935), Francisco MIRABENT De la belleza (1936).

* Las siglas más utilizadas a lo largo del texto son: DZ (Denzinger Enchiridion), JPII2000 (Juan Pablo II a los participantes en el Jubileo de los artistas, viernes 18 de febrero de 2000), CP (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica), G1985 (Hans Urs von Balthasar, Gloria. Una estética teológica, Madrid, Encuentro, 1985), JPII1999 (Carta de Juan Pablo II a los artistas, 4 de abril de 1999), R1986 (J. Ratzinger, The Feast of Faith. approach to a Theology of the Liturgy, Tr. Graham Harrison, San Francisco, Ignatius Press, 1986), SC (Sacrosanctum Concilium), EA2009 (Benedicto XVI, Encuentro con los artistas, Capilla Sixtina, sábado 21 de noviembre de 2009. Texto no numerado. Siempre que se citen fragmentos entre comillas sin referencia a pie de página, se trata de este documento, objeto directo de nuestro artículo), PVI1965 (Pablo VI, Mensaje a los artistas, Clausura del Concilio Vaticano II, del 8 de diciembre de 1965) , GS (Gaudium et spes), RH (Redemptor hominis), LG (Lumen gentium), P2005 (Mensaje de Mons. Mauro Piacenza a los participantes del XV Ciclo de Conferencias de la "Cátedra de Arte Sacro" de Monterrey, México, 29 de agosto de 2005), DV (Dei Verbum).

(1) Sobre este tema se puede ver, por ejemplo: Willem VAN ASSELT [et al. eds.], Iconoclasm and Iconoclash: Struggle for Religious identity. Second Conference of Church Historians, University of Tilburg, Leiden, Brill, 2007.

(2) Cf. DZ 302-304.

(3) Cf. Concilio de Trento, Sesión XXV de 1563.

(4) JPII2000, 5.

(5) JPII2000, 5.

(6) JPII2000, 4.

(7) Cf. Introducción a la Vida Devota, III (1634)

(8) Pascendi 16 y 40.

(9) PIO XII, Musicae sacrae, (1955), 6.

(10) JUAN XXIII, Pacem in terris, 1963, 12.

(11) Concilio Vaticano II, Constituciones. Decretos. Declaraciones, Edición bilingüe. Facultad de Teología de Cataluña. Publicaciones de la Abadía de Montserrat, 2003; Cf.. también: JPII2000, 1.

(12) JPII1999, 10.

(13) Cf. J. RATZINGER, "On the Theological Basis of Church Music", en: R1986, p. 97-126

(14) Cf. Simone WEIL, citado en EA2009.

(15) ARISTÓTELES, Metafísica, IV, III, c.2.

(16) Cf. PVI1965.

(17) Cf. Jan A. AERTSEN, Medieval Philosophy and the trascendentales, Leiden, Brill, 1996.

(18) PVI1965.

(19) Ibid.

(20) GS, 2.

(21) Gén 1, 28; Conc.. Vat. II, decrece. Inter mirifica, 6.

(22) Cf. RH, 16.

(23) Cf. la acertada obra de M. A. LABRADO (ed.), La belleza que salva. Comentarios a la Carta a los artistas de Juan Pablo II, Madrid, Rialp, 2006.

(24) G1985, p. 22

(25) Cf. LG, 8.

(26) JPII2000, 5

(27) J. RATZINGER, "The Structure and Content of the Christian Prayer", en: R1986, p. 23.

(28) P2005.

(29) DV.

(30) JPII1999, 1-2. Citado por Benedicto XVI.

(31) Cf. CP, Introducción, 5.

(32) Al respecto, ver el reciente estudio de Tania VELMANS, L´image byzantine, ou La Transfiguration du réel: l'espace, le temps les hommes, la mort, le péché, les doctrines, Paris: Hazan, 2009.

(33) Efectivamente, de LG 11 se desprende la índole sagrada y la estructura orgánica típica de la Iglesia.

(34) "Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia (...)" San Josemaría ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, Rialp, Barcelona, 1989, n. 96.

(35) Cf. Intervention of Archbishop Mauro Piacenza, at the occasion study day donde "Communication and the Mission of the Priesthood", Pontifical University of the Holy Cross, 2009, n. 1

(36) Ibid. n. 3.

(37) Cf. San Josemaría ESCRIVÁ, Carta 28-III-1955, n. 3.

(38) Sobre los fundamentos bíblicos del llamado sacerdocio común de los fieles, ver el riguroso estudio de A. Feuillet, "Les «sacrifices spirituels» dul sacerdoce royal des baptisés (1 Pet 2, 5) et leur préparation dans l'Ancien Testament", en: Nouvelle Revue Théologique 96 (1974) 704-728; Idem, "Les chrétiens prêtres et rois d´après l´Apocalypse", en: Revue Thomiste, 75 (1975) 40-66.

(39) RATZINGER, J., Mensaje al XXIII Encuentro para la Amistad entre los Pueblos, Rímini, 21 de agosto de 2002.

  • 10 enero 2011
  • Alfons Puigarnau
  • Número 37

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