Archivo > Número 34

Retos actuales a la aconfesionalidad del Estado

Durante mucho tiempo ha sido habitual entre la doctrina constitucionalista afirmar que el pacto constituyente que posibilitó la aprobación de la Constitución de 1978 ponía fin a diferentes debates históricos que habían dividido a los españoles a lo largo de image-27e037b72bb5b38b14b9c9bdfdf738dalos dos últimos siglos. Se suele mencionar como ejemplos las cuestiones territorial y religiosa. Visto con perspectiva histórica, cuando se trata de temas sobre los que la sociedad mantiene vivas diferentes sensibilidades, no se puede aspirar a una solución "definitiva", sino más bien a una especie de conllevancia, como constataba Ortega en relación con la cuestión catalana el año 1932. Es decir, las constituciones establecen un marco jurídico estable que da unas pautas que sirvan para pacificar y canalizar el debate. La reaparición en nuestros días de la "cuestión religiosa", cuando parecía ya superada, pone sobre el tapete que nos encontramos ante una de estas cuestiones fundamentales en la vida de una comunidad política que nos pide confrontar la realidad cambiante con el modelo normativo establecido.

 

 Las reflexiones anteriores no quitan mérito, al contrario, al esfuerzo que pusieron los autores de la Constitución para encontrar puntos compartidos y llegar a fórmulas con vocación duradera. El pueblo español participó muy mayoritariamente del espíritu de concordia y avaló el pacto constituyente de forma ilusionada. Fue un momento donde la búsqueda del bien común hizo tangible el consenso y que se dejaran de lado las legítimas posiciones particulares. La Constitución nacía fuerte porque alcanzaba un grado de integración –social, territorial, político– nunca visto en la historia constitucional. 

 

Bases jurídicas de la aconfesionalidad de los poderes públicos en España

¿Qué respuesta dieron los constituyentes a la "cuestión religiosa"? De entrada quedó patente que no servían las experiencias constitucionales precedentes: nadie pensaba, en 1978, en el Estado confesional. La mayoría tampoco pretendía volver al laicismo republicano. Pero éste no fue realmente el dilema. La polémica radicó –y todavía radica hoy– en el espacio de la religión en la vida pública: entre una separación estricta entre el Estado y las confesiones, particularmente la Iglesia Católica, o un régimen de cooperación entre ambas instancias a partir de una declaración de aconfesionalidad. En cambio, el reconocimiento del derecho fundamental a la libertad religiosa y a la no discriminación por razón de religión fueron del todo pacíficos durante los debates (art. 16.1 y 14).

La Carta Magna opta por integrar en un mismo precepto, el artículo 16, situado en el capítulo de los derechos fundamentales, las libertades ideológica, religiosa y de culto, así como el principio de aconfesionalidad del Estado, vinculándolos entre sí. En concreto, en el art. 16.3 se señala que "Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones". Aconfesionalidad del Estado y relaciones de cooperación aparecen como los principios básicos que orientan los poderes públicos en materia religiosa. La referencia a la Iglesia Católica se la entendió como una constatación de su peso histórico y sociológico sin que se derivara ningún privilegio en términos jurídicos.

El concreto modelo de relaciones entre el Estado y las confesiones religiosas tenía un banco de pruebas importante en la manera de tratar la enseñanza. La Constitución fija de forma clara la garantía del derecho de los padres para que sus hijos reciban "la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones" (art. 27.3), por lo que no sólo no expulsa la religión de las escuelas, sino que reconoce como un derecho de los padres elegir una formación religiosa coherente con sus convicciones. Al mismo tiempo, reconoce la libertad de creación de centros docentes dentro del respeto a los principios constitucionales (art. 27.6) y prevé la ayuda a los centros docentes que reúnan los requisitos que la ley establezca (art. 27.9).

Para tener un cuadro más acabado del estatuto de las relaciones entre el Estado y las confesiones religiosas en España, hay que introducir tres tipos de elementos jurídicos que interpretan y desarrollan los mandatos constitucionales.

Por una parte, los Acuerdos Jurídicos con la Santa Sede firmados en 1979 en sustitución del concordato de 1953. Hay quien ha puesto en duda su compatibilidad con la Constitución, el caso es que fueron negociados por el Gobierno Suárez en paralelo con la elaboración de la Constitución y votados por las mismas Cortes que acababan de aprobar la Norma Fundamental. Por lo tanto, de entrada se debe partir de la coherencia entre la Constitución y los Acuerdos, los cuales en todo caso deben interpretarse de acuerdo con ella. Al tratarse de tratados internacionales, gozan de una rigidez dentro del ordenamiento jurídico que no tienen el resto de normas y requieren la negociación bilateral para ser modificados. Como es sabido, este es el modelo de relación de la Iglesia Católica con los Estados seguido tradicionalmente y ahora el más habitual.

Por otra parte, la Ley Orgánica 7/1980, de libertad religiosa, desarrolla este derecho fundamental estableciendo las facultades que pueden ejercer individuos y comunidades (art. 2) y los límites derivados del orden público. Pero, al mismo tiempo, la ley trata de concretar los principios constitucionales sobre las relaciones entre el Estado y las confesiones: impone al Estado una serie de obligaciones para el cumplimiento del derecho ya que debe facilitar la asistencia religiosa en establecimientos públicos militares, hospitalarios, asistenciales y penitenciarios (art. 2.3); reconoce la plena autonomía de las iglesias para establecer su régimen interno, así como el derecho a la identidad religiosa de las instituciones creadas por las confesiones (art. 6); regula el modo de relación entre el Estado y las confesiones a través de acuerdos y convenios de cooperación que deben aprobarse por ley, así como la extensión a las confesiones de los beneficios fiscales previstos por las entidades sin ánimo de lucro (art. 7); finalmente la ley crea la Comisión Asesora de Libertad Religiosa, formada por representantes de la administración, de las confesiones y expertos, con funciones de propuesta en la aplicación de la ley y de dictamen preceptivo sobre los acuerdos y convenios que se negocien con las confesiones (art. 8). Esta ley huye deliberadamente del carácter reglamentista de la Ley de 1967 y deja a otras leyes sectoriales la concreción del ejercicio de la libertad religiosa en ámbitos como educación, sanidad, fuerzas armadas o prisiones.

En cumplimiento de la Ley orgánica, se han firmado convenios con confesiones minoritarias pero que gozan de un "notorio arraigo en España" –las evangélicas, la judía y la musulmana (Leyes 24, 25 y 26 del 1992)–. El Estado también image-56165843450aa36e653600062fb9e926ha reconocido un "notorio arraigo" en España a mormones, testigos de Jehová y budistas, sin haber firmado, sin embargo, convenios.

El Tribunal Constitucional ha ido precisando el alcance constitucional de la libertad religiosa y, lo que ahora interesa más, de los principios de relación Estado-confesiones. La lectura de su jurisprudencia nos ofrece un buen termómetro de los tipos de problemas que se han planteado en la sociedad en materia religiosa hasta ahora.[1] En los primeros años, los asuntos predominantes tenían que ver sobre todo con la separación real entre la Iglesia Católica y el Estado. El Tribunal ha conocido últimamente casos sobre la participación de militares o de la policía en actos de contenido religioso (sentencias 177/1996 y 101/2004) o del nombramiento de profesores de religión (128/2007).

Cada vez han ido proliferando, sin embargo, asuntos centrados en derechos de personas pertenecientes a minorías religiosas: el descanso dominical ha sido afirmado frente al recurso de una adventista del séptimo día (sentencia 19/1985); se han precisado los requisitos de inscripción de una comunidad en el Registro de Entidades Religiosas, y lo que ello presupone, si es o no una confesión, a raíz del recurso de la Iglesia de la Unificación, porque se le había negado (46/2001); se ha pronunciado también sobre el alcance de la libertad religiosa de los menores (154/2002), o sobre los límites al proselitismo con hijos menores hecho por un padre, miembro del Movimiento Gnóstico Cristiano Universal, basándose en el respeto de la integridad moral de los niños y su libertad religiosa (141/2000).

Así, el Tribunal Constitucional ha entendido la libertad religiosa como: 1) un derecho individual de todas las personas y colectivo de iglesias y comunidades, y 2) un derecho de libertad, con una doble dimensión interna y externa que implica la no interferencia estatal en el ámbito de las creencias y la actuación de acuerdo con las convicciones propias.

La relación del Estado con las confesiones, según el Alto Tribunal, debe hacerse a partir de dos principios básicos: el respeto a la libertad religiosa y la igualdad, sin que pueda haber ninguna confusión entre funciones religiosas y estatales (sentencia 24/1982). Para el Tribunal, el art. 16.3 CE "considera el componente religioso perceptible en la sociedad española" y "ordena" a los poderes públicos mantener las consiguientes relaciones de cooperación. Por ello se trata de un "deber" del Estado (93/1983). El Supremo intérprete de la Constitución ha identificado aconfesionalidad del Estado con "neutralidad" de los poderes públicos (340/1993), que considera el presupuesto para la convivencia pacífica de las diferentes convicciones religiosas "en una sociedad plural y democrática" (177/1996). Desde la sentencia 46/2001, le llama también laicidad positiva".[2] La independencia (o "garantía de separación" según la sentencia 128/2007) entre Estado y confesiones religiosas no debe implicar una "total incomunicación" entre los poderes públicos y las iglesias (interlocutoria 616/1984), sino una "actitud positiva" por parte de los poderes públicos, de acuerdo con la cual ambas instancias deben colaborar en el ámbito social. En consecuencia, la doctrina sobre la "laicidad positiva" no se puede identificar con una posición laicista o separación estricta, sino como equivalente a neutralidad y cooperación. 

 

Nuevos retos, nuevos debates: ¿vino nuevo en odres viejos?

A lo largo de más de treinta años desde la entrada en vigor de la Constitución, ésta ha servido de base para resolver los conflictos planteados. Las controversias han afectado a cuestiones sectoriales pero sin llegar a cuestionar el modelo general de relaciones Estado-confesiones, que ha gozado de una aceptación social y política amplia. Alrededor de la asignatura de religión han surgido problemas, pero el régimen de oferta obligatoria y de elección voluntaria –especificado en el Acuerdo con la Santa Sede de 1979 y en las leyes de educación– no ha sido puesto en duda. Es cierto también que a lo largo de estos años ha habido enfrentamientos entre la Conferencia Episcopal y los sucesivos gobiernos centrales, pero se han reducido a puntos como el derecho a la vida, la familia o el lugar de la religión en la sociedad.

La reapertura de determinados temas a lo largo de las dos últimas legislaturas ha sido el motivo de un aumento de tensión entre el gobierno y la Iglesia Católica.[3] Cabe destacar el anuncio de la modificación de la Ley orgánica de libertad religiosa para adaptarla a los cambios sociológicos producidos en la sociedad, según justifica el gobierno. También se afirma que "el carácter laico del Estado exige una mayor neutralidad ante el fenómeno religioso, para evitar situaciones de discriminación de unas confesiones o creencias respecto a las otras".[4] La discordia provocada por este tipo de iniciativas no ha impedido que se llegara a un acuerdo sobre financiación de la Iglesia basado en las aportaciones voluntarias en el IRPF. También parece que el gobierno central ha dado garantías al secretario de Estado del Vaticano que mantendrá los Acuerdos jurídicos con la Santa Sede frente a las demandas de denuncia procedentes de sectores laicistas.

La sociedad española ha cambiado profundamente en estos treinta años: una sociedad más secularizada o indiferente al fenómeno religioso y, a la vez, más plural religiosamente hablando. Estos dos hechos han coincidido en el tiempo, a pesar de ser diferentes. Por un lado, la presencia en nuestra tierra de personas de otras religiones pone sobre la mesa demandas de espacios para oficios religiosos, de flexibilizar el día del descanso semanal o de adaptar comidas, vestuario y actividades en la escuela.

Entiendo que el marco constitucional vigente contiene suficientes instrumentos normativos e interpretativos para hacer frente a la cada vez más plural sociedad española. Es cierto que la Constitución no dispone de una cláusula de respeto al multiculturalismo, como hay en la Constitución del Canadá de 1982 (art. 27). Esta omisión no ha impedido que los jueces hayan dado respuesta a los problemas que han ido surgiendo. Recordad como el Tribunal Constitucional ya se ha pronunciado sobre el domingo como fiesta semanal, diciendo que, a pesar del origen religioso, es hoy una fiesta secular.

En el fondo, nos encontramos ante los desafíos de la multiculturalidad presentes en las sociedades occidentales: diversidad versus universalización de los derechos; diferencia versus igualdad de trato entre los ciudadanos. Las técnicas para afrontarlos, sin embargo, difieren: "el acomodo razonable" utilizado por los jueces canadienses para admitir la máxima diversidad posible, y la exclusión de símbolos religiosos "ostentosos" en las escuelas públicas aprobado en Francia en 2004 son ejemplos extremos. En nuestro país, los derechos fundamentales y la dignidad de la persona (art. 10.1 CE) constituyen el orden básico común para todos los que viven en España y son la pauta interpretativa esencial. Por ello, la Ley orgánica de los derechos de los extranjeros del 2000 pone un límite a estos: no se pueden alegar razones de diversidad religiosa para justificar conductas lesivas de los derechos fundamentales (art. 3.2).

Diferente es el reto que plantean los partidarios del laicismo: se pide incidir en la separación entre el Estado y las confesiones y profundizar en la "privatización" de las manifestaciones religiosas. Se trata de evitar la supuesta "confesionalidad soterrada" y que se manifestaría, entre otros, en la presencia de símbolos religiosos en centros oficiales y de autoridades en ceremonias católicas.[5] Respecto al último punto, el debate quizá empieza con la cuestión de si la existencia de una pluralidad de comunidades religiosas debe traducirse necesariamente en la image-5b74d7690e430f2920847249c78e42abeliminación de toda presencia religiosa en el espacio público, como algunos sostienen.[6] La doctrina del Tribunal Constitucional ya ha aclarado el "modelo constitucional", como hemos visto. Hay problemas concretos, caben ajustes, pero el nuestro es un modelo basado en la neutralidad de los poderes públicos y en la cooperación. Confinar las creencias religiosas al ámbito más íntimo o adoptar una actitud de reserva hacia las manifestaciones religiosas públicas supondría seguir, como afirma Andrés Ollero, un modelo de "tolerancia" del Estado hacia lo religioso.[7] Significa devaluar las dimensiones pública y colectiva de la libertad religiosa. Es legítimo reivindicar políticamente este modelo, pero para adoptarlo sería necesaria una reforma constitucional: cambiar de modelo a través de modificaciones legislativas (o a través de la interpretación jurisprudencial) implicaría poner en manos de mayorías coyunturales o de jueces lo que son decisiones que corresponde adoptar de manera consensuada en las Cortes, con la última palabra del pueblo.

Los debates precedentes han coincidido en el tiempo con la introducción al Estatuto de Catalunya de 2006 de unas disposiciones en materia religiosa, hasta ahora del todo ausentes. Por un lado, la nueva carta de derechos afronta la cuestión religiosa en dos momentos diferentes: al tratar del derecho a la educación, se califica la enseñanza en las escuelas públicas como "laica" (art. 21.2), y entre los principios rectores que deben informar la actividad de los poderes públicos, se dice que estos deben velar por la convivencia social, cultural y religiosa, por el respeto a la diversidad de creencias y el fomento de "relaciones interculturales" (art. 42.7). Por otra parte, al hacer la lista de las competencias de la Generalitat, el art. 161 dispone una cierta capacidad de actuación de los poderes públicos catalanes en relación con las entidades religiosas con actividades en Catalunya, la cual incluye el establecimiento de mecanismos de cooperación entre ellas y el gobierno de la Generalitat.[8]

Centrándonos en la cuestión de la enseñanza, no quedan claros los efectos que tendrá la calificación como laica de la enseñanza pública. No se puede olvidar que el mismo artículo del Estatuto mantiene a la vez el derecho a la formación religiosa y moral según las convicciones propias, reiterando el art. 27.3 CE. Cabe recordar que la sentencia del Tribunal Constitucional 5/1981 afirma que los centros públicos deben ser "ideológicamente neutrales". Por tanto, parece que la laicidad debe interpretarse en coherencia con los art. 16 y 27 de la Constitución y no como la introducción de un modelo diferente. 

 

El constante desafío de la laicidad: el lugar de Dios y del César en el espacio público

Cuando se habla de aconfesionalidad a menudo se mezclan dos planos diferentes: el de la sociedad y del Estado. La manera de ser de las sociedades –religiosas o seculares– forma parte de la realidad sociológica y no tiene por qué incidir en el otro plano: la posición de los poderes públicos ante las creencias y la relación con las confesiones –separación radical, neutralidad, cooperación, confesionalidad–. Cuando se pretende cambiar desde los poderes públicos la forma de ser de la sociedad se corre el riesgo de hacer ingeniería social. Así, si se combinan los dos planos señalados –sociedad y Estado– nos podemos encontrar ante: 1) sociedades católicas como la mexicana o secularizadas como la francesa en un Estado estrictamente laico; 2) sociedades secularizadas como las escandinavas o la británica en un Estado oficialmente confesional pero que al mismo tiempo reconoce la libertad religiosa de sus ciudadanos, y 3) sociedades más o menos religiosas en Estados aconfesionales como son los casos alemán, italiano y polaco, a pesar de las diferencias que hay entre ellos.[9]

El caso español se podría situar en materia religiosa cerca de los últimamente citados: una sociedad cada vez más secularizada y plural en un Estado aconfesional, pero abierto al fenómeno religioso donde todos tienen reconocida la libertad religiosa como derecho fundamental.

Un acercamiento a las relaciones entre los poderes públicos y las confesiones religiosas desde una perspectiva de laicidad positiva, como hace la Constitución de 1978, tiene consecuencias para las confesiones: el respeto a la autonomía de las esferas civil y eclesiástica, aceptando la competencia de los poderes civiles a la hora de gobernar la comunidad política. Para los poderes públicos, implica renunciar al monopolio en la determinación del interés general y reconocer las instituciones religiosas como "actores" sociales relevantes, que intervienen en el debate público proponiendo sus puntos de vista, como hacen los sindicatos u otras entidades sociales. Para las personas en general, la laicidad positiva parte del reconocimiento que la dimensión religiosa forma parte (o no) de su ser y encuentra la protección del ordenamiento como derecho humano y fundamental.

Cuando se discute la relación entre el Estado y las confesiones religiosas, no estamos ante un diálogo entre creyentes y no creyentes, sino entre personas que reconocen una presencia del fenómeno religioso en la vida pública y las que prefieren reservarlo al plano personal.[10] Ante la pretensión de los poderes políticos de ir dominando el espacio público y arrinconar la dimensión religiosa, es oportuno recordar, como hace Valentí Puig, que "La laicidad del Estado no significa que las creencias y sentimientos religiosos tengan que desaparecer de la vida pública. Todo lo contrario: en el respeto a esas convicciones está la base de la convivencia en una sociedad abierta".[11]

Josep M. Castellà Andreu

Profesor titular de Derecho Constitucional

Universidad de Barcelona

 


[1] Un análisis de la doctrina del Alto Tribunal en Neus Oliveras, "La evolución de la libertad religiosa en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional", Revista Catalana de Dret Públic, núm. 33, 2006, p. 295 y ss.

 

[2] El Tribunal se hacía eco de la expresión "laicidad" que había comenzado a utilizar el Tribunal Constitucional italiano en 1989, sin que tampoco la Constitución lo dijera expresamente. El Presidente francés Sarkozy populariza la expresión "laicidad positiva" en el discurso pronunciado el 20 de diciembre de 2007 en San Juan de Letrán. El Papa Benedicto XVI había aludido a la "sana laicidad" varias veces, por ejemplo en el discurso a los juristas católicos italianos el 9 de diciembre de 2006. Posteriormente, durante el viaje a Francia en septiembre de 2008 empleó el término "laicidad positiva".

 

[3] Recuerden las reformas del Código Civil de 2005, conocidas como la ley del divorcio exprés y del matrimonio entre personas del mismo sexo, y la introducción de la asignatura de educación para la ciudadanía. Además, ha comenzado ya el debate parlamentario en torno a la ampliación de los supuestos legales del aborto. Se ha discutido la intervención de la Iglesia en estos debates, los cuales afectan a cuestiones éticas fundamentales.

 

[4] Según expuso la vicepresidenta del gobierno, Fernández de la Vega, en su comparecencia en el Senado al inicio de la Legislatura el 17 de junio de 2008. Seis meses después, el Consejo de Ministros aprobaba el Plan de Derechos Humanos (Acuerdo de 12 de diciembre de 2008), en el que se incluyen cinco medidas relativas a la libertad religiosa, entre las que cabe destacar la aprobación durante 2009 de una reforma de la Ley de libertad religiosa "recogiendo la jurisprudencia constitucional" y la creación de un Observatorio del pluralismo religioso (http://www.mpr.es/Documentos/planddhh.htm, p. 25).

 

[5] PABLO SANTAOLAYA, "Sobre el derecho a la laicidad. Libertad religiosa e intervención de los poderes públicos", Revista Catalana de Dret Públic, núm. 33, 2006, p. 43 y ss.

 

[6] Esta cuestión se planteó en una sentencia del Juzgado Contencioso de Valladolid del 2008, la cual ordena la retirada del crucifijo de las aulas de una escuela pública por tratarse de un símbolo religioso. El veredicto contrasta con el del Consejo de Estado italiano del 2006, en el que se considera compatible con el principio de laicidad la exposición de un crucifijo, sin que ello implique una manifestación de Estado confesional. Para el Tribunal italiano, el crucifijo en las escuelas recuerda los valores de dignidad de la persona y solidaridad que inspiran el orden constitucional y que son fundamento de la vida civil en nuestra tradición cultural. Véase la valoración de Marco Olivetti en Revista Catalana de Dret Públic, núm. 39, 2009. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos acaba de sentenciar, en noviembre de 2009, el caso Lautsi v. Italia, considerando contrario a la libertad religiosa la presencia del crucifijo en las aulas.

 

[7] España ¿un Estado laico?, Thomson, 2005.

 

[8] En uso de las propias competencias, el Parlamento ha aprobado en el 2009 la ley de centros de culto, que trata de las técnicas de intervención administrativas sobre los lugares de culto, sometiéndolos a un régimen de licencias de apertura y actividades en manos de las autoridades locales. Se ha criticado el tono intervencionista y poco respetuoso hacia la plena eficacia de la libertad religiosa.

 

[9] JOSEPH H. WEILER, en Una Europa cristiana (Encuentro, 2003) se plantea estas cuestiones respecto a la Unión Europea.

 

[10] Como evidencia el profesor y senador no creyente Marcello Pera en Perchè dobbiamo Dirci cristiani, Mondadori, 2008.

 

[11] Moderantismo, Península, 2008, p. 329.

  • 10 marzo 2010
  • Josep M. Castellà Andreu
  • Número 34

Comparte esta entrada