Fe, razón, libertad
Una de las dimensiones del debate entre fe y razón a lo largo de la historia ha sido, probablemente, una dimensión defensiva, modestamente humanista, contra el poder, tan a menudo abrumador, de las instituciones religiosas o contra la rigidez de supersticiones opresivas. El nombre verdadero de la lucha no era propiamente «razón», sino más bien «libertad» –libertad no sólo de pensar y teorizar, sino de hablar, vivir y actuar–. También la fe ha pedido a menudo libertad contra la imposición de razones que no eran la «razón», sino sucedáneos utilitarios, parciales y abusivos de la razón por parte de poderes también abrumadores, como el estado o la economía. Quizá por ello conviene, de vez en cuando, examinar la fe y la razón desde la perspectiva de la libertad, para poder apreciar esta faceta tan a menudo implícita y oculta, pero siempre viva y poderosa, los debates entre razón y fe. Es, en parte, esta vertiente lo que hace que estos debates puedan trascender la especialización erudita y la divulgación superficial, y se puedan insertar en el marco de una creatividad humanista, dinamizadora de la inculturación de la fe.
Delante de cada norma –religiosa, política, económica, jurídica–, la pregunta por el origen y la legitimidad de la autoridad desde la cual la norma es formulada constituye una forma pacífica y legítima de defensa. Asimismo, escuchada y atendida, la pregunta puede dinamizar la reflexión, mitigar el carácter puramente autoritario de la norma y hacer más claros los posibles aspectos lógicos, las conveniencias y limitaciones. Se trataría de hacer que la norma se convirtiera racionalmente estimable, libremente deseable, íntimamente convincente. En la Grecia clásica, en la Ilustración europea, la ciencia y la filosofía se esforzaron por observar y pensar libremente sobre el mundo, con independencia de presupuestos religiosos y –en lo posible– sin controles religiosos. En este sentido, la física newtoniana resultó no sólo una teoría científica de primer orden, sino también un elemento liberador respecto de tutelas religiosas demasiado estrictas y abusivas en cuanto a pensar sobre el mundo.
Fe y razón como apertura
Tanto la fe como la razón pueden ser liberadoras. Una primera liberación debe ser respecto de nosotros mismos: de rutinas, miedos, debilidades, desconocimientos, improvisaciones, prejuicios y obcecaciones. La razón pide examinar, la fe pide darse: tanto para una como para la otra, conviene establecer una cierta distancia respecto de nosotros mismos, ver el mundo a la luz de su profunda alteridad, y vernos nosotros en el mundo, examinarnos en relación con el Otro.
Tanto la fe como la razón nos sacan de nosotros mismos, nos descentran, nos relacionan, nos exigen, nos inquietan. Nos liberan, pues, en el sentido que nos abren muchas opciones –teóricas o prácticas– que ni siquiera nos plantearíamos desde nuestro interés y comodidad puramente individuales. Por nuestra cuenta, solos, no habríamos encontrado prácticamente ninguna teoría matemática, ni hubiéramos podido desarrollar a fondo casi ningún instrumento, ni hubiéramos podido hacer casi ninguna observación que valiera la pena. Por nuestra cuenta, estaríamos iniciando la aventura del conocimiento desde prácticamente el vacío –por eso, entre otros motivos–, la falta de una cultura religiosa elemental es tan empobrecedora personalmente: porque te impide saber la existencia de aventuras espirituales y de reflexiones profundas que, en algunos momento de la vida, te ayudarían a orientar tu propia investigación, tu propia libertad. Tanto la fe como la razón, tanto la religión como la ciencia, pueden abrirse –o pueden cerrarse– a todo un mundo de experiencias y de conocimientos.
Pero la liberación respecto de nosotros mismos no pasa sólo por más amplitud de conocimiento y de reflexión, sino también para poner más distancia entre nosotros y nuestras ilusiones y ambiciones de conocimiento. En principio, las ilusiones y las ambiciones de saber pueden resultar nobles y enriquecedoras, pero es fácil que se conviertan obsesivas y esclavizadoras, si queremos siempre más certeza, más seguridad, más precisión. Aceptar nuestro ámbito de contingencia, limitación y pequeñez incluso en los ámbitos más nobles de la investigación y la creatividad humanas es un factor de liberación respecto de las inquietudes, preocupaciones y pretensiones con que tan a menudo nos agobian nosotros mismos. Así, la apertura de la fe –no hacia la convicción ciega en cosas no demostradas, sino hacia la apertura a la posibilidad de ámbitos mayores que nosotros y en que nosotros, a pesar de nuestra pequeñez, estamos profundamente imbricados y, en el pensamiento cristiano, la convicción de que la realidad más básica, profunda y creativa es Dios y su amor– no es sólo apertura a más opciones, sino también más libertad respecto de nuestros logros o fracasos en cualquiera de estas diversas opciones.
Fe y razón como criterios de decisión
Una apertura a más opciones de pensamiento y de acción significa más libertad. Pero más libertad no consiste sólo en tener más opciones, sino también a disponer de criterios más profundos y convincentes según los cuales evaluar las diversas opciones y elegir entre ellas. Una simple multitud de opciones, en efecto, no suele proporcionar una sensación de mayor libertad, sino de más confusión, más agobio y más desorientación. Ahora bien, tanto la razón como la fe aspiran a encontrar criterios de selección que orienten la decisión-y que comprometan con la decisión. Y eso, para la libertad, es aún más importante que la multiplicación de opciones. Parte de la inquietud del mundo de hoy –al menos, en las sociedades tecnológicamente avanzadas– es causada, precisamente, por un incremento de opciones –tecnológicas, médicas, comunicativas– y una perplejidad y confusión de criterios de decisión y de finalidades a los que estén orientados estos criterios. Mucha dispersión y poca profundidad, mucho ruido y poco silencio –muchas distracciones y poca oración, podríamos decir–, si entendemos que la oración, en buena parte, es concentración interior nuestra ante Dios, o con una realidad misteriosa mayor que nosotros y en la que nuestras decisiones tienen una resonancia distinta que en nuestra simple individualidad.
La decisión final debe depender, en última instancia, de nuestra conciencia, pero debe ser una conciencia formada, en el sentido de tener en cuenta no sólo nuestros deseos y conveniencias, sino también los de los demás; una conciencia que sea consciente de las consecuencias y responsabilidades de las acciones. En este sentido, tanto la fe como la razón –y, en concreto, la razón científica– nos empujan allá de nuestras opiniones y conveniencias, y nos hacen pensar en unos criterios de decisión más amplios, más afinados. La práctica de la razón científica es un buen ejercicio de diálogo entre nuestras teorías y modelos de la realidad con los resultados de los experimentos y de las observaciones. Si los resultados o predicciones de las teorías no concuerdan plausiblemente con las observaciones, es el mundo el que tiene la última palabra, y la teoría debe ceder –o ser modificada–. Y, tanto como dialogamos con el mundo, hay que dialogar con los otros científicos que proponen o defienden modelos diferentes para los fenómenos observados. Igualmente, la fe religiosa no es sólo una vivencia personal, sino también comunitaria, y también se enriquece con el diálogo y la discusión.
Fe y razón como acción
La libertad supone opciones, decisión, y acción. Una decisión sin acción corresponde a una libertad de menor calidad que una decisión que fructifique en acción –salvo, claro está, del caso en que la decisión sea precisamente la de abstenerse de una determinada acción–. Este punto nos lleva a comentar las relaciones entre fe y razón en el campo de la acción.
Hemos dicho que, en su relación con el mundo, las teorías de las ciencias físico-químicas y naturales deben ceder si sus resultados están en desacuerdo con las observaciones. Naturalmente, la teoría puede perseverar de dos formas: comprobando que las observaciones efectuadas correspondan verdaderamente a las situaciones hipotéticas contempladas en la teoría, o buscando nuevas formas de la teoría que corrijan el desacuerdo observado. Así, la razón científica invita a la renuncia a ambiciones e ilusiones teóricas si entran en contradicción con la realidad. En cambio, en la política o la religión, la idea o teoría sobre cómo debe ser el mundo debe luchar con la realidad para cambiar la realidad –y hacerla, presumiblemente, más justa y fructífera–. La razón científica quiere descubrir cómo es la realidad; la fe religiosa, en cambio, cree que el mundo debería ser de una cierta manera, y trata de conseguirlo.
Naturalmente, la idea de cambiar la realidad hace, en principio, más miedo que la de consultar la realidad y cambiar la teoría. Se ha producido tanto dolor en el mundo por querer imponer teorías sociales y políticas y religiosas! Naturalmente, la mayoría de estas teorías han pretendido que buscaban el bien de la gente o –demasiadas veces– de un grupo de gente, y según una cierta mentalidad de que era el bien, pero los resultados que han producido han sido muchas veces escalofriantes. Por ello, en la lucha o debate entre mundo y teoría, entre teoría y mundo, la visión de la ciencia resulta, aparentemente, más prudente, serena y deseable. Ahora bien, la ciencia, a través de la tecnología, modifica profundamente la sociedad, proporcionándole nuevos medios de todo tipo. La voluntad de puro conocimiento de la ciencia queda así complementada por una voluntad de acción y transformación, no sólo del espíritu y el conocimiento, como en la ciencia teórica, sino con la transformación, incluso, del planeta a gran escala.
En este ámbito de acción, las potencialidades y voluntades transformadoras de la técnica y de la fe son un lugar de debate. La tecnología, en principio, ofrece medios –coches, aviones, ordenadores, redes de ordenadores, energía eléctrica, energía nuclear, cirugía, trasplantes, reproducción asistida, ingeniería genética, especies transgénicas– pero no dice nada sobre los fines. La fe, en cambio, reflexiona sobre el sentido de la vida, sobre las finalidades de las acciones, y debería potenciar cualquier medio tecnológico hacia una utilización justa y dirigida tanto como sea posible al bien común. La imbricación entre el ámbito religioso y el ámbito tecnológico tiene muchos puntos de interés y suscita muchas perplejidades, debido a las nuevas situaciones que se abren, a veces, cuando se tienen nuevos medios de actuación. Energía nuclear, ingeniería genética, neurorobótica, alimentos transgénicos, calentamiento del planeta: he aquí algunos aspectos tecnológicamente interesantísimos, pero que pueden suscitar inquietudes, miedos, rechazos. En estos aspectos, la razón científica y tecnológica no se impondrá por sí sola, sino que debe ofrecerse como posibilidad, la aceptación de la que ha de ser discutida socialmente, con argumentos y conocimiento, dentro de un contexto amplio en el que los fines sean considerados con tanta atención como los medios en sí, o más.
Comentarios finales
Los debates sobre fe y razón tienen aspectos intelectuales apasionantes: obligan a conocer con más profundidad la ciencia, a repensar algunos aspectos de la expresión de la fe, a ser conscientes de la evolución de las circunstancias históricas, a pensar en tecnología y en ética, a rebasar la especialización... Uno de los aspectos más interesantes, sin embargo, es su dimensión vital, centrada no tanto en la certeza y la seguridad –como podría hacer pensar una discusión sobre si en algún punto concreto tiene razón la ciencia o la religión, o como podría sugerirlo oponer la fe en la razón–, como en la libertad y la aventura. De hecho, si consideramos que Dios es el fundamento de la racionalidad del mundo, la fe no es necesariamente opuesta a la razón, sino más bien complementaria. En este sentido, la cuestión –si no nos queremos quedarnos en la adoración de una racionalidad abstracta, y queremos ir a un Dios personal, que incluya, pues, características como el bien, la belleza y la verdad– es si la racionalidad del mundo es algo exclusivamente fisicomatemático, con sus notables consecuencias biológicas, o es una razón de entidad esencialmente relacional y amorosa. En este escrito he apuntado algunos aspectos del debate fe y razón –o, más bien, de paralelismos y diferencias de fe y razón– en cuanto a la libertad. El amor de Dios es, quizás, la más grande aventura de la libertad humana, y los humanos el riesgo de la libertad divina.
David Jou
Catedrático de Física de la Materia Condensada de la UAB