Problemas éticos en la crisis financera
En el verano de 2007 los mercados financieros se vieron sacudidos por los primeros episodios de lo que llegó a ser una grave crisis financiera, que degeneró en una recesión y, en algunos países, como España, en una crisis de la deuda soberana, cuando los mercados financieros pusieron en duda la capacidad de los gobiernos para cumplir con sus obligaciones para con sus acreedores.
Como todo fenómeno complejo, esta crisis tiene causas económicas, psicológicas, sociales, políticas y también éticas. Para explicar esto, desarrollaremos nuestro análisis en tres niveles. El primero es el de los fallos morales de las personas, manifestados en comportamientos inapropiados. El segundo es el organizativo: cómo se han comportado las organizaciones, estrategias y culturas de las empresas, bancos, fondos de inversión, agencias de rating, bancos centrales, reguladores y supervisores y gobiernos, y qué fallos éticos de carácter organizativo se han puesto de manifiesto. Y el tercer nivel es el de la ética social, que ha dificultado el funcionamiento de los mecanismos de corrección o ha agravado las consecuencias morales de las decisiones individuales y organizativas.
La ética de la persona
De esta crisis se ha dicho, una y otra vez, que su causa es la codicia, vicio que conviene distinguir de la legítima racionalidad económica, que lleva a aprovechar las oportunidades, como comprar cuando los precios son bajos y vender cuando son altos, o endeudarse más cuando los tipos de interés son reducidos. El listado de virtudes conculcadas incluye también la templanza y, en concreto, la capacidad de refrenar el deseo de éxito, de riqueza o de reconocimiento social, que se convierten así en obstáculos para el correcto desempeño profesional. Se dieron también casos de cobardía, complicidad y falta de fortaleza: por ejemplo, algunos directivos que se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo no fueron capaces de tomar decisiones difíciles para no poner en peligro su carrera o su remuneración. Y también de orgullo y arrogancia, protagonizados por financieros, economistas y políticos, convencidos de que sus conocimientos y capacidades eran superiores, que no tenían por qué someterse a la supervisión de otras personas, o que estaban por encima de la ley.
Y todo ello dio lugar a situaciones de injusticia conmutativa: ocultación de información, publicidad engañosa, multiplicación de operaciones innecesarias para generar comisiones mayores, manipulación de las recomendaciones sobre valores, etc. O en la consideración del bien común: por ejemplo, problemas de riesgo moral, cuando las instituciones financieras se aprovecharon de la limitación de sus riesgos, gracias a la provisión legal de la responsabilidad limitada o a la existencia de garantías públicas que limitaban sus pérdidas. Y se faltó también a la prudencia, que es la virtud principal del banquero, con diferentes manifestaciones, como la asunción desconsiderada de riesgos, la complacencia y las conductas de rebaño, consistentes en comprar cuando todos compran y vender cuando todos venden, movidos por el pánico o la codicia colectiva.
Este breve resumen de comportamientos inmorales muestra que la crisis tiene una dimensión ética. Ahora bien, estos vicios están siempre presentes, de una manera u otra, en toda actividad humana. Y si muchos agentes se han movido por la codicia en muchos lugares y desde hace siglos, ¿por qué se ha producido la crisis ahora y en estos países, y no en otro momento y en otros lugares?
Una respuesta a esta pregunta debería tener en cuenta la generalización de esas conductas, debida a cambios sociales, legales e institucionales que pueden haber acentuado el papel de la codicia, incluyendo situaciones de 'codicia inducida´, alentando y premiando a los que tienen éxito y haciendo más difícil comportarse de otro modo (greed is good: la codicia es buena). Por otro lado, la sociedad ha desarrollado desde antiguo mecanismos protectores contra algunas de las consecuencias de esas conductas inmorales, desde acciones judiciales y sanciones hasta el rechazo social de los transgresores. Pero es probable que estos mecanismos sociales se hayan relajado en los años recientes.
La ética de las organizaciones
La crisis que estamos analizando se presenta a menudo como una crisis de gestión en organizaciones tan variadas como bancos comerciales y de inversión, fondos financieros, agencias de evaluación, organismos supervisores, bancos centrales y gobiernos. Se dieron, en efecto, casos de mala gobernanza y de falta de competencia profesional por parte de consejeros, altos directivos y analistas en entidades de todo tipo. A menudo, la función de análisis y valoración de activos, e incluso las decisiones de compra o venta, se encomendaron a profesionales jóvenes sin experiencia en finanzas, que utilizaban modelos sofisticados basados en unos supuestos demasiado simplistas, pero que nadie se atrevía a criticar, porque no tenían otros mejores. Y sus superiores no sabían lo que estaban haciendo, ni entendían los modelos que estaban utilizando, ni ejercieron una supervisión adecuada.
Estos fallos se manifestaron, sobre todo, en el análisis y gestión de los riesgos: se creó la ilusión de que el riesgo había sido eliminado de la cartera de las instituciones, sin tener en cuenta que volvía a entrar por otras vías. Y las oficinas de supervisión y control actuaban cada una en su parcela, de modo que nadie supervisaba el riesgo sistémico.
Muchas de las conductas inadecuadas en la crisis reciente estén relacionadas con la existencia de incentivos perversos. Por ejemplo, el intento de alinear los intereses de los directivos y analistas con los de los accionistas ha llevado a sistemas de remuneración que ponen énfasis en los resultados a corto plazo, lo que puede haber llevado a conductas indeseables, como la asunción excesiva de riesgos y la manipulación de los resultados contables. De hecho, las elevadas remuneraciones de los directivos y consejeros de organizaciones que, a menudo, acabaron en la bancarrota, levantaron una ola de indignación entre el público, que creía ver ahí una causa profunda de la crisis.
La dimensión social de la ética
Antes hemos hecho notar que, probablemente, se crearon condiciones sociales que alentaron o, al menos, no frenaron esas conductas, y que dificultaron el funcionamiento de los mecanismos legales, institucionales y sociales que, en otras condiciones, hubiesen evitado sus consecuencias. Lo que ofrecemos aquí no es un análisis completo, sino solo algunas sugerencias que tratan de explicar por qué esta es una crisis ética, y por qué hace falta esa dimensión ética, a la hora de evitar que se repita.
Algunos expertos niegan que la ética juegue un papel en la crisis actual. De acuerdo con el modelo antropológico que inspira a la teoría económica dominante, hay una separación absoluta entre ética y economía: aquella trata de los valores, que son subjetivos y no pueden someterse a valoraciones objetivas, a diferencia de la economía que trata de hechos, de modo que la economía se convierte en un ejercicio amoral. O, dicho de otra manera: si el mercado se cuida de la autorregulación de las relaciones económicas, las conductas individuales, que regula la ética, no son relevantes; sean cuales sean esas conductas, el mercado sacará un óptimo social. Si esto es así, la crisis se produjo por la confluencia, más o menos fortuita, de acontecimientos junto con un conjunto de fallos en los mecanismos de control, prevención y defensa, pero no por causas morales.
Esto traslada el problema, de algún modo, al ámbito de la política, que también ha cambiado su posición ante la moral, al menos en las sociedades occidentales. Desde la época de la Modernidad, estas sociedades han configurado un proyecto político orientado hacia fines racionales y universales: libertad, igualdad, desarrollo, bienestar,... Pero los objetivos políticos se han ido cumpliendo, y quedan menos tareas colectivas que llevar a cabo. La racionalización de los medios ha sustituido al ideal de los fines racionales, y los bienes comunes se han visto remplazados por una suma de intereses privados.
Los ciudadanos de los países ricos tienden a atribuir al Estado o al mercado la garantía de sus derechos económicos y sociales (empleo, pensiones, salud, etc.), y renuncian a una parte importante de su autonomía en estos ámbitos, a cambio de la seguridad de su nivel de vida. De este modo, la economía es un mundo técnico, que funciona con sus propias reglas, que no tienen por qué estar orientadas por la ética.
El ciudadano de los países desarrollados es ahora mucho más individualista que en el pasado, y también lo es su ética. Ha muerto el sueño de la sociedad futura justa, pero ha aumentado el número e intensidad de los deseos individuales. Al mismo tiempo, las emociones se convierten en el espacio en que el ciudadano puede ser 'él mismo´, lo que implica dar prioridad al momento, a lo fugaz, a la moda. La respuesta emocional domina sobre el juicio y la reflexión, y eso salda todas las responsabilidades; estas se transfieren a la colectividad y, en última instancia, al Estado, y la vida privada, presuntamente orientada por el sentimiento, la autenticidad y las experiencias, se divorcia de la ética pública.
Claro que, de este modo, la propia ética pública cambia también su sentido, porque esos derechos privados, que el ciudadano reivindica como necesarios e inalienables para su autorrealización, pierden su base ética que, al final, acaba sustentándose en la ley. En el discurso público los valores éticos se desdibujan: se reducen al ámbito privado, hasta el punto de considerar que la democracia exige el relativismo moral, y que la existencia de valores sólidos debe rechazarse como fundamentalismo.
Al propio tiempo, en una sociedad multicultural hay que aceptar la pluralidad de valores y, por tanto, el relativismo cultural y moral. Ahora bien, una ética basada en valores cambiantes y relativos se acaba juzgando sólo por sus resultados. Esto, en la política, lleva al desencanto porque, al tener que dar voz a todos, se crea la sensación de que las reivindicaciones privadas de cada uno no son atendidas. Y los medios de representación tradicionales (sindicatos, partidos) ceden el paso a nuevos movimientos sociales, que son ocasionales, aunque con pretensiones de universalidad.
Si lo anterior es verdad, la crisis se deberá a que 'alguien´ (los políticos, los banqueros, los expertos) no generó los resultados de bienestar, seguridad, crecimiento, etc. que los ciudadanos demandaban, lo que explica el desconcierto de los ciudadanos ante la crisis actual. Todo hace pensar que los sistemas económicos, supuestamente autárquicos y autorregulables, no lo son. La solución obvia es la regulación: el Estado debe intervenir para limitar los abusos que se puedan producir en el funcionamiento del mercado.
¿De qué instrumentos éticos disponemos para hacer frente a estos problemas? No, por supuesto, de la ética privada, que es relativista, individualista, emotivista y 'socialmente utilitarista´: se acepta el sistema utilitarista de valoración social que busca maximizar el resultado de acuerdo a base de medidas objetivas, mientras el mundo interior de los afectos privados ('sentirse bien´) que pasa a ocupar todo el campo de la conciencia.
Al final, los contenidos morales se acaban trasladando al derecho, que se convierte en fuente de normatividad ética. A falta de bienes comunes generalmente aceptados, la regla de la mayoría se convierte en criterio moral. Esto deja al individuo ante una libertad de elección antes desconocida, pero lo sume en la incertidumbre, que se descarga en la ley: lo permitido es bueno, lo prohibido es malo.
Recapitulando lo anterior, nos parece que los fallos en las conductas de instituciones financieras, organismos reguladores y gobiernos que la crisis ha puesto de manifiesto no fueron sucesos aislados, sino que apuntan a defectos en los modelos antropológicos y éticos que han presidido la conducta de buena parte de nuestra sociedad, al menos en los países desarrollados. Modelos construidos a partir de supuestos incompletos o erróneos llevaron a planteamientos equivocados en la gestión en los sistemas de incentivos, de control y de información, en los sistemas contables, en la selección, formación y remuneración del capital humano y en la cultura misma de las organizaciones. Y de esos planteamientos equivocados sólo cabía esperar la proliferación de conductas desacertadas.
Conclusión
¿Es posible en el mundo financiero una ética objetiva, que sea capaz de validar las conductas públicas y privadas? Observando nuestras sociedades avanzadas, la respuesta es: no. Pero hay, desde luego, alternativas.
No debe haber una ética distinta para el mundo económico, para la política y para la vida privada de las personas; la esquizofrenia ética conduce a la inconsistencia y, en definitiva, a la crisis del sistema, tanto de la persona (esa persona utilitarista ante la sociedad y emotivista en la vida privada, que exige unos resultados externos como exigencia moral, pero que no acepta su responsabilidad personal en su consecución), como de las organizaciones y de la sociedad en su conjunto.
El sistema económico, en particular, no es autónomo ni autorregulable: la estabilidad del mercado exige regulaciones y leyes, pero no son suficientes. La existencia de reglas de tráfico y de barreras físicas no garantiza una circulación fluida y segura en las carreteras, si los conductores se saltan las reglas para aprovechar ventajas particulares que representan costes para los demás, o si los que las elaboran y cambian se mueven por objetivos distintos del bienestar de los ciudadanos.
El lector objetará, seguramente, que ya había reglas éticas en nuestras sociedades, y que no han sido capaces de evitar la crisis. Pero esto ha sido así, probablemente, porque no todas las éticas son igualmente eficaces. La ética debe estar basada en las acciones de personas racionales en un entorno social, y esto excluye, primero, algunas éticas centradas en la obtención de resultados, que olvidan que el resultado más importante es el aprendizaje de las personas; segundo, las éticas de matriz individualista, que no tienen suficientemente en cuenta que la persona es social, que se desarrolla en sus relaciones con los demás y que aprende de ellos y con ellos y, tercero, las éticas que se fijan sólo en las acciones como unidades separadas, que no tienen en cuenta los procesos de aprendizaje (desarrollo de virtudes) que hemos mencionado antes.
Tampoco son útiles las éticas basadas en reglas externas (leyes, normas sociales o códigos corporativos), no basadas en la persona que actúa. Esto no quiere decir que las normas no tengan un papel relevante: necesitamos, en definitiva, una ética de virtudes (que tenga en cuenta cómo mejora o empeora el agente en sus acciones, y cómo desarrolla o dificulta la capacidad para comportarse éticamente en el futuro), bienes (qué es lo que el agente debe conseguir) y normas (qué reglas debe observar para no deteriorarse como persona y).
Todo lo anterior nos lleva una conclusión adicional: la ética no puede estar separada de la economía. No hay decisiones económicas y decisiones éticas: hay decisiones que son, a la vez, económicas, éticas y políticas. La economía trata de los medios, pero los fines no están dados, sino que los gobierna la ética. La tesis de separación entre economía y ética es uno de los causantes últimos de la crisis. Y, por la misma razón, también la política debe estar gobernada con la ética y, de nuevo, la omisión de esta interrelación tiene mucho que ver con la crisis actual.
Las interpretaciones meramente económicas de la crisis no tienen por qué ser erróneas, pero son incompletas, porque omiten al menos algunas consecuencias relevantes de las decisiones sobre el propio decisor (que aprende a actuar bien o mal), sobre los demás (que también aprenden) y sobre la organización (en la que generan culturas morales o inmorales, y en la que fomentan o destruyen confianza). La ética debe añadir a la economía una concepción más rica de la persona y, por tanto, explicaciones no necesariamente distintas, pero sí más completas, en las que se pueden perfilar mejor las consecuencias, no sólo económicas, de las decisiones. Y esto servirá para identificar mejor los problemas, para entender mejor la naturaleza de los fallos que se han producido y para ofrecer mejores soluciones. Pero esas soluciones las elaborará no el moralista, sino el economista, teniendo en cuenta los criterios de la ética.
Antonio Argandoña
Profesor de Economía
Cátedra 'la Caixa´ de Responsabilidad Social de la Empresa y Gobierno Corporativo
IESE Business School, Universidad de Navarra