Yo masculino y Yo femenino
A raíz del cambio de los modelos de masculinidad y feminidad, la cultura relativista contemporánea cuestiona la identidad de género; algunos piensan que la diferencia sexual no tiene en sí ningún valor objetivo y difunden la convicción de que todo individuo puede establecer a su gusto la propia identidad sexual: basta con declararla a la administración pública. La orientación sexual sería una variable dependiente de los gustos subjetivos, de los contextos, de las necesidades. En esta línea se sitúan las propuestas de ley «contra la homofobia», promovidas por la UE con el correspondiente soporte financiero, que pretender tachar de oscurantistas –e incluso perseguir penalmente– los eventuales posicionamientos, considerados discriminatorios por los homosexuales, de quienes no logran precisamente separar la orientación sexual de la conformación fisiológica de la persona.
La identidad de género
Dada la versatilidad de los términos «sexualidad», «género» (gender), y «orientación sexual» (sexual orientation), y reducida la orientación sexual a una opción, nos vemos abocados a promover el principio de la «neutralidad del crecimiento» en la educación de los niños y de las niñas. En otras palabras, se niega la existencia de dos géneros en su connotación natural, como si el cuerpo y la naturaleza no ejercitasen ningún condicionamiento sobre nuestro modo de ser personas.
En el pasado, a cada conformación física determinada correspondían modelos de comportamiento de lo masculino y lo femenino precisos y rígidos, corroborados por el ambiente: un modelo masculino basado en la fuerza, la autoridad y la racionalidad; y un modelo femenino basado en la emotividad, la obediencia y la intuición. La superación de esos estereotipos rígidos, que hoy ceden ante la variación del perfil masculino y el protagonismo de las mujeres, ha generado una reacción pendular: la anulación de las diferencias, la reivindicación de la libertad absoluta frente a la naturaleza, y la libertad de elegir entre identidades equivalentes.
Nos encontramos una vez más con la vieja contraposición entre naturalismo y culturalismo. Por un lado, una antropología respetuosa de la persona se distancia del determinismo biológico para el cual todos los papeles de los sexos y sus relaciones estarían predeterminados según el modelo estático establecido por la naturaleza; por otro, el ser humano no es idealmente sólo cultura, sino que construye su historia en un diálogo con la naturaleza y sus condicionamientos. Cada ser que viene al mundo, al desarrollar su propia identidad, asimila los modelos transmitidos en la educación, adopta comportamientos y valores adquiridos al frecuentar ambientes diversos con los que entra en contacto, trata de adaptarse a sus aspiraciones ideales, pero no puede hacerlo sin elaborar una hermenéutica del propio cuerpo, con toda su especificidad morfogénica, hormonal, fisiológica.
Habría que preguntarse sobre las posibles consecuencias de la violencia contra la naturaleza antes de acusar a «la Tradición» de ser «tradicionalista», y averiguar si la naturaleza violentada no se vengará a su vez de nosotros de una manera violenta, tal como bien habían comprendido los antiguos: «Natura non facit saltus» (Linneo) y «Natura enim non nisi parendo vincitur» (Bacon).
Desde el punto de vista sociopolítico, con frecuencia se pasa del respeto de las minorías a su exaltación y después a la marginación de las mayorías. Es lo que están haciendo algunos medios de comunicación, gran caja de resonancia de poderosas minorías o lobbies que saben gestionar el gusto por lo novedoso y las trasgresiones con fines que no son automáticamente buenos para las personas.
Por ejemplo, en el período de la adolescencia, que –como se sabe– es el más efervescente y el más frágil, no siempre es fácil reconocerse fisiológicamente hombre o mujer. ¿Se puede, entonces, concluir que los problemas de identidad se resuelven alentando la libre elección de la propia orientación sexual? Por un lado, tendríamos el caso de la chica que se plantea ocultar la propia feminidad, haciendo caso omiso (¿cómo hacerlo?) de la menstruación, los pechos, la orientación materna de todo su cuerpo, y optar por el modelo de una masculinidad que le parece «superior». Por otro, tendríamos el caso de los chicos que, viendo la asociación entre masculinidad y agresividad, rechazan pertenecer al propio sexo. Para todos podría resultar atractivo, como hipótesis por lo menos en algunas fases de la vida, soñar con una identidad diversa.
Surge una multitud de preguntas. ¿Cómo se puede confundir la excepción con la norma y dar por descontado que existen cinco orientaciones sexuales posibles, todas equivalentes[1]? ¿Será posible todavía reflexionar libremente sobre estos temas, o a consecuencia de la guerra a la homofobia estará incluso prohibido hablar de diferencia sexual natural? Las ideologías que pretenden suprimir las diferencias naturales, ¿no están en contradicción con decenios de feminismo de Women´s Studies, basados precisamente en la convicción de la diferencia original? ¿Por qué reivindicamos la ecología del ambiente sólo cuando se trata de la naturaleza amenazada, las especies en extinción, la contaminación, mientras nos hacemos paladines de una libertad abstracta cuando se trata de nuestro cuerpo? ¿Cómo es que se castiga a quien mutila o golpea a un perro, y sin embargo no se acepta la «auto-sintonía» que toda persona debería establecer con su propio cuerpo? ¿Por qué se defiende el principio de la biodiversidad para la naturaleza, mientras que para el ser humano se considera una conquista la indiferencia de la diferencia?
En realidad los promotores de la equivalencia entre unisex, transex, homosex y heterosex, al rechazar la diversidad original de la naturaleza, atacan al corazón de la antropología relacional: la dualidad hombre-mujer, que se encuentra en todos los relatos de los orígenes del mundo, también en la Biblia; al promover la libre elección de orientación sexual, debilitan el matrimonio, la procreación, la familia natural, presentada como opción de sujetos «tradicionales» frente a formas de convivencia presentadas como modernas y «abiertas».
Estas son las preocupaciones que alarman al Magisterio por el riesgo de la confusión y el efecto boomerang que pueden provocar: «Resulta excesivo disociar el sexo del género, afirmando que el primero es un dato fisiológico y el segundo es cultural e histórico. Es verdad que hay diferencias culturales e históricas en el modo de gestionar y vivir la sexualidad, pero no es justo disociar el género del sexo, porque este último es un dato antropológico fundamental para la persona.» (Van Thuan Observatory, Verona, 15 de marzo de 2007)
Lo Masculino y Lo Femenino
El análisis de las culturas que han entretejido la historia del siglo XIX, así como la de las diversas etapas del feminismo, nos hace ser conscientes de que estamos muy poco preparados para comprender la complejidad antropológica de ser hombre y ser mujer. Pero la conciencia de esta complejidad no nos puede dejar inactivos, sino que nos debe impulsar a la búsqueda de los rasgos flexibles que caracterizan los dos géneros, al tiempo que se mantiene viva la dialéctica entre dato corpóreo y elaboración hermenéutica, y sobre todo se respeta la facultad de cada persona para hablar por sí misma, sin prejuicios ni constricciones ideológicas.
La diferencia entre el hombre y la mujer resulta evidente a nivel físico y en sus implicaciones fenomenológicas, pero los dos reciben la misma llamada a dar la propia sangre (en el parto, en la fatiga, en la guerra), a vivir el ser persona como «ser para», como don, a imitación de la vida trinaria de Dios. Esa donación se realiza, por lo que se refiere a la mujer, prevalentemente –pero no exclusivamente– en la maternidad; por lo que se refiere al hombre, prevalentemente –pero no exclusivamente– en la organización y en la lucha. Viviendo la reciprocidad con unas relaciones fluidas, las características del hombre y de la mujer adquieren entonces su genuino sentido relacional y se evita caer en las falsificaciones y en los excesos tanto del machismo como del feminismo. Por el contrario, el distanciamiento entre el uno y la otra, la instrumentalización y la opresión, son un obstáculo para la felicidad de ambos, debilitan la consistencia de la familia y corrompen la sociedad.
Saber que no se sabe
Desde el punto de vista científico, faltan elementos ciertos para caracterizar de manera irrefutable la diferencia. Se puede decir que en este campo se observa una gran dificultad para encontrar estudios científicos no orientados ideológicamente.
Incluso en ámbito católico, a pesar de las orientaciones oficiales, no se puede decir que se hayan resuelto todos los problemas. Por lo demás, el relato bíblico está entretejido de misterio respecto a los tres términos de la relación; sabemos que el hombre y la mujer son imagen de Dios, pero no podemos conocer el término último de la analogía: Dios. Esta referencia sugiere más bien la inoportunidad de hacer definiciones, ya que los tres términos de la analogía no se dejan configurar como ideas «claras y distintas». Debemos enfrentarnos continuamente a un doble exigencia: mantener firme la diferencia originaria y aceptar que no podemos llegar a conclusiones definitivas, siempre expuestas a ser desmentidas por la historia (icuántas definiciones de la mujer son hoy incompatibles con la realidad!).
Por otra parte, siguiendo el relato bíblico, Adán y Eva no pueden conocerse mutuamente en profundidad: Eva –de acuerdo con el segundo capítulo del Génesis, más metafórico– no puede decir quién es realmente Adán porque éste la precede en la existencia, y Adán tampoco sabe quién es Eva porque él dormía pacíficamente cuando ella era formada por Dios. Es Dios quien los presenta y da a conocer el uno al otro. Mejor, entonces, proponer indicaciones orientativas, siempre abiertas a la novedad que representa toda persona porque, por un lado, no nos podemos encerrar en la inacción y, por otro, es preciso estar siempre preparados para reconsiderar esas indicaciones teniendo en cuenta los input de la cultura contemporánea.
En la historia de la Iglesia católica se debe reconocer a Juan Pablo II el mérito de haber sacado a la palestra la reflexión sobre la diferencia y de haberla puesto en el centro de la cuestión antropo-teológica, distanciándose tanto de una tradición que daba por descontada la definición de la feminidad como de un cierto feminismo que la rechazaba totalmente. Su revalorización de la sexualidad, del cuerpo, de la mujer, es todavía un punto de referencia obligado para el Magisterio (Catequesis sobre el amor humano, Familiaris consortio, Mulieris dignitatem –que sigue siendo una piedra miliar del magisterio– y la Carta a las mujeres). En particular, Mulieris dignitatem ha representado una revolución cultural, completada después por la Carta a las mujeres, que realza el valor de la actividad social y política de las mujeres, aspecto ausente de Mulieris dignitatem[2].
El planteamiento del Papa evita las trampas del biologismo y de la indiferencia de la diferencia. La formación filosófica de Juan Pablo II le permitía reconocer la importancia del cuerpo: la fenomenología había aclarado, en efecto, que la conciencia de sí mismo está siempre mediada por una percepción corpórea y que, por tanto, hombres y mujeres observan el mundo desde perspectivas diversas. Por otra parte, la persona no vive en su cuerpo de una manera determinista como si fuese una prisión, sino que está llamada a una relación ineractiva con él y, de alguna manera, a trascenderlo en una confrontación al mismo tiempo condicionada y creativa. No es fácil identificar la justa distancia entre sobrevaloración del cuerpo (biologismo) e infravaloración (espiritualismo). Hay un dato incontrovertible con respecto a la mujer: su cuerpo se presenta estructurado de tal manera que pueda generar vida y, por tanto, no puede tener conciencia de sí mismo sin referencia a este dato que constituye íntimamente su identidad, independiente de la realización efectiva de la concepción a lo largo de la vida.
Sin embargo, como sería injusto con los hombres sostener que el amor materno y oblativo es propio sólo de las mujeres, la Mulieris dignitatem propone una interpretación del cuerpo femenino en sentido simbólico y personalista. Presentando las figuras tipo de la esposa, la madre y la virgen, deja claro que no se trata de determinismos de la naturaleza sino de dimensiones simbólicas del ser humano en cuanto tal, ligadas a la persona, hombre o mujer. La Mulieris dignitatem se mueve a dos niveles: por una parte, el dato corpóreo resulta decisivo para delinear la identidad y el papel de la mujer, por lo que le van bien las figuras de madre, esposa y virgen; por otra parte, es preciso asumir que todos los seres humanos son esposa, madre y virgen, en cuanto al significado ético y antropológico que estas figuras tienen con respecto al amor, al cuidado de la vida, a la integridad de la persona frente a Dios.
Esta doble perspectiva la volvemos a encontrar en el comentario innovador a Efesios 5, la carta paulina que presenta la relación esponsal Cristo-Iglesia como paradigmática de la relación marido-mujer. Por una parte, se asume la analogía; por otra, invita a leer las recomendaciones de San Pablo a la luz de Ef 5, 21, que propone «estar sometidos el uno al otro en el temor de Cristo». Y añade el Papa: «La convicción de que en el matrimonio existe el recíproco 'someterse de los cónyuges en el temor de Cristo´, y no solamente de la mujer al marido, debe hacerse camino en los corazones, en las conciencias, en los comportamientos, en las costumbres» (MD 24).
A propósito de esta doble perspectiva surgen algunos puntos problemáticos, entre otros: en la esposa en sentido simbólico y ético se reconocen tanto los hombres como las mujeres, mientras que en el esposo sólo los hombres; que la Iglesia esté sometida a Cristo no necesita explicación (la asimetría Cristo-Iglesia, igual que Cristo-María, es inherente a la diferencia de naturaleza), pero no se puede decir lo mismo de la esposa con respecto al esposo; la identificación varón-Cristo por lo que se refiere a ser el primero en amar parece particularmente vinculada a la dimensión sexual[3]. Esto último resulta problemático en una visión integral de la relación hombre-mujer, aunque sólo sea porque la primera experiencia de cualquier ser humano cuando viene al mundo es la de ser amado por una madre. Muchos estudios subrayan que la madre es la primera en amar, mucho antes de que el hijo tenga la posibilidad de responderle sonriendo y llamándola por su nombre.
Desde esta perspectiva, la vocación de la mujer parece especialmente representativa de la vocación de todos los seres humanos a amar, como reconoce Juan Pablo II cuando pide al padre que de alguna manera aprenda de la madre a ser padre: «Resulta necesario que el hombre sea plenamente consciente de tener... una deuda especial con la mujer. Ningún programa de 'paridad de derechos´ de las mujeres y de los hombres es válido, si no se tiene esto presente de un modo totalmente esencial... El hombre –aún con toda su intervención para ser padre– se encuentra siempre 'fuera´ del proceso del embarazo y del nacimiento del niño, y en tantos aspectos debe aprender de la madre su propia 'paternidad´» (MD 18).
La Mulieris dignitatem nos coloca frente al reconocimiento de una asimetría en el corazón de la reciprocidad, a favor de la madre, que hace de la feminidad el arquetipo de toda la humanidad. En efecto, «La Biblia nos convence de que no puede haber una hermenéutica del hombre, es decir, de lo humano, sin una adecuada referencia a lo femenino» (MD 22). Más aún: «Desde este punto de vista [la elevación espiritual como finalidad de la existencia de todo hombre], la 'mujer´ es el representante y el arquetipo de todo el género humano: representa la humanidad a la que pertenecen todos los seres humanos, tanto hombres como mujeres» (MD 4).
Los grandes escenarios de la Mulieris dignitatem ciertamente no pueden agotar el misterio del hombre y de la mujer a imagen de Dios. Precisamente a causa de la amplitud de la problemática y de los riesgos inherentes, resulta necesario continuar el trabajo de elaborar una antropología que refleje la estructura comunional de la persona[4]: «Es urgente desarrollar... “una reflexión más profunda y rigurosa de los fundamentos antropológicos de la condición masculina y femenina”, tratando de precisar “la identidad personal propia de la mujer en su relación de diversidad y de complementariedad recíproca con el ombre”, no sólo en cuanto a los papeles a representar y a las funciones a desarrollar, sino también, y más profundamente, por lo que respecta a su estructura y a su significado personal» (MP 50). Es lo que ha hecho el cardenal Ratzinger en su carta a los obispos, centrada no sólo en la mujer sino en la relación hombre-mujer[5].
El Yo y el Otro
No se puede ser hombre o mujer sin mirarse en la alteridad del otro y descubrir así los propios recursos específicos, los talentos y los límites del propio DNA, no solo en sentido genético, sino también psíquico, intelectual y espiritual. La madurez consiste en tomar conciencia de tales recursos y límites y gestionarlos, es decir, orientar el propio comportamiento teniendo en cuenta la dotación de la que se dispone y haciéndola fructificar al máximo. La diferencia sexual forma parte de esa dotación básica que constituye a una persona desde las primeras semanas de vida como hombre o mujer.
La diferencia entre hombre y mujer se sitúa en el corazón de la antropología, calificándola como unidual, es decir, al mismo tiempo y aunque parezca contradictorio, intrínsecamente plural y unitaria. Recursos y límites, autonomía y dependencia del otro son experiencias ineludibles de toda persona.
Una persona no puede tener el fin en sí misma, ni en otra, y muchos menos en las cosas creadas, sino que se caracteriza por el diálogo, explícito o implícito, con su Creador al que está llamada. Este es el sentido del versículo bíblico «A imagen de Dios los creó, hombre y mujer los creó» (Gn 1, 27): el hombre y la mujer en cuanto seres relacionales, cada uno por separado y los dos juntos, con el Creador, además del uno con el otro. El otro, la mujer para el hombre y el hombre para la mujer, aunque sea «carne de mi carne» y «hueso de mis huesos», no puede ser simplemente la otra mitad, sin la cual nos quedamos incompletos; no puede ser simplemente el medio para conseguir la propia integridad; no se puede confundir con la nostalgia ontológica de unidad, que sólo Dios puede satisfacer. Con todo, para el propio reconocimiento sigue siendo necesario el tú, que hace posible la experiencia fundamental de la comunicación, del don de sí manteniendo la integridad de la psique y del cuerpo, y que hace concreta y visible la experiencia de Dios.
La relación ideal entre los sexos, apuntada en el relato bíblico, no logra hacerse realidad en la historia si no es de manera fragmentaria y sutil. Esta fatiga de la realidad es reflejo de la que encuentra el pensamiento para desarrollar la diferencia hombre-mujer sin caer en las trampas de absolutizar la igualdad o la diferencia.
Si faltase la referencia al Creador, quedaría oculta toda la dimensión humana de la historia y la sociedad, incluida la alteridad originaria y paritaria de la mujer y del hombre: la mujer sería «imagen» del hombre. En el pensamiento católico de hoy, el monismo teístico es sustituido cada vez más por una antropo-teología trinitaria. Sólo una antropología trinitaria puede ser fundamento de la uni-dualidad de las personas a imagen de un Dios comunitario y no solitario que se considera a sí mismo como Amor (pericoresi). De hecho, la importancia de un tú, que es otro para el yo, está directamente relacionada con la revelación del Dios unidad de tres personas en comunicación recíproca; de esta manera se ilumina la relación hombre-mujer como una relación entre iguales y distintos. Las diferencias resultan intrínsecamente relacionales: cada uno puede ser plenamente sí mismo a condición de que entre en el juego de la relación dinámica que constituye al yo y al tú en alteridad recíproca.
Sobre el fondo de la teología trinitaria, la reciprocidad aparece como el acicate que empuja la cualidad de las relaciones hacia modelos optimales, abriéndose paso en una historia necesitada de conversión y de re-nacimiento de un pasado machista, así como de las más exacerbadas reacciones feministas[6].
Giulia Paola di Nicola
Profesora de sociología de la familia en la Universidad de Chieti (Italia)*
Attilio Danese
Profesor de Análisis del lenguaje político en la Universidad de Teramo (Italia)*
* Casados desde 1971, dirigen el Centro de Investigaciones Personalistas, la Revista Prospettiva Persona (que incluye la separata Prospettiva Donna) y la colección Ciencias del matrimonio en la editorial Effatà (Turín). Son miembros de la Academia Internacional INTAMS (International Academy for Marital Spirituality) de Bruselas.
[1] En 1948, con su libro El comportamiento sexual del macho humano, Alfred Kinsey comenzó a revolucionar el concepto de sexo y a influenciar las conciencias con una serie de «Informes Kinsey». Él lanzó el dato de que el 10% de la población era homosexual. Sin embargo, cuando el Presidente Clinton encargó un estudio científico a los mejores centros estadísticos universitarios, el dato se redujo a un mísero 1%.
[2] Sobre estos temas, remito a AA:VV., Il papa scrive le donne rispondono, Dehoniane, Bologna 1996.
[3] «El autor de la carta a los Efesios, llamando a Cristo esposo y a la Iglesia esposa, confirma indirectamente, con esa analogía, la verdad de la mujer como esposa. El esposo es el que ama. La esposa es amada: es la que recibe el amor, para amar a su vez. (...) Cuando decimos que la mujer es la que recibe el amor, para amar a su vez, no nos referimos sólo ni principalmente a la relación esponsal propia del matrimonio. Nos referimos a algo más universal, basado en el hecho mismo de ser mujer... en el contexto de la analogía bíblica y en base a la lógica interna del texto, es precisamente la mujer quien manifiesta a todos esta verdad: la esposa» (MD 29).
[4]Cfr http://www.chiesacattolica.it/cci_new/documenti_cei/2007-01/29-36/Relazione_Farina.doc
[5] Cfr J. Card. Ratzinger, Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y de la mujer en la Iglesia y en el mundo, 2004. Se trata de una constante significativa de este Papa, como se pone de manifiesto en el Mensaje para la Jornada por la Paz del 2007: «En el origen de no pocas tensiones que amenazan la paz están con toda seguridad tantas injustas desigualdades todavía trágicamente presentes en el mundo. Entre ellas (...) la falta de reconocimiento de la condición femenina introduce factores de inestabilidad en la estructura social. Pienso en la instrumentalización de las mujeres tratadas como objeto y en tantas formas de falta de respeto a su dignidad; pienso también –en un contexto diverso– en las visiones antropológicas persistentes en algunas culturas, que reservan a la mujer un papel todavía de gran sumisión al arbitrio del hombre, con consecuencias lesivas para su dignidad de persona y para el ejercicio de las mismas libertades fundamentales. No podemos hacernos la ilusión de que la paz está asegurada hasta que no hayan sido superadas también estas formas de discriminación que menoscaban la dignidad personal inscrita por el Creador en todo ser humano» (nn. 6-7).
[6] Ha escrito Ricoeur: «La estructura dialógica que preside, en todos los niveles a los que puede llegar el pensamiento, las relaciones entre el uno y el múltiple ... es la misma estructura dialógica, la misma energía comunicativa que se percibe a diversos niveles ... a nivel teológico en la doctrina trinitaria, mediante la cual el cristianismo de distingue de un monoteismo simple, distinguiendo en Dios mismo un aspecto societario, es decir, al mismo tiempo una kenosi en la segunda persona y una recapitulación amorosa en la tercera persona. La misma dialéctica entre lo uno y lo múltiple se repite analógicamente a nivel antropológico: la persona parece constituida por el doble esfuerzo de huir de la fragmentación individualista y de la fusión totalitaria. La analogía de la lógica trinitaria se observa en una relación integrada armónicamente por la asunción de responsabilidades, la propia anulación frente a la alteridad del otro, y la búsqueda de una comunidad que sea persona de personas. Es el mismo ritmo dialógico que se puede atisbar a nivel sociológico, en la medida en que el compromiso político, mediante las luchas sociales, parece presentarse como la búsqueda de un equilibrio nunca alcanzado entre la reivindicación de la vida privada, las limitaciones inevitables en la construcción de una sociedad más justa, y la utopía comunitaria, análogo lejano del Espíritu Santo en la economía del Dios uno y trino» (P. Ricoeur, Préface a A. Danese, Unità e pluralità, Mounier e il ritorno alla persona, cit., p. 14).