«Santo Padre, ¡bendícenos!»
Homilía de Benedicto XVI en la beatificación de Juan Pablo II
Iba a ser la beatificación más concurrida de la historia. Según los datos de las fuerzas de seguridad italiana, más de un millón de peregrinos tomaron parte en la celebración. Un gran aplauso se extendió desde la plaza de San Pedro, pasando por la Via della Conciliazione y las calles adyacentes, hasta llegar al Circo Máximo, donde miles de personas seguían la celebración a través de las pantallas gigantes. «Concedemos –leyó en latín Benedicto XVI– que el venerable siervo de Dios Juan Pablo II, papa, de ahora en adelante sea llamado beato y que se pueda celebrar su fiesta en los lugares y según las reglas establecidas por el derecho, cada año el 22 de octubre». La sonrisa de Karol Wojtyla reproducida en un gran tapiz fue descubierta en ese momento en el centro de la fachada de la Basílica de San Pedro. Se trataba de una foto de 1995 con un fondo celeste. Las lágrimas de los peregrinos, muchísimos polacos, no pudieron contenerse.[1]
Dolor y gloria
En la homilía, con la plaza de San Pedro y alrededores a rebosar, el Papa alemán recordaba los momentos de dolor por la muerte del anterior Papa. «El dolor por su pérdida era profundo, pero más grande todavía era el sentido de una inmensa gracia que envolvía a Roma y al mundo entero; gracia que era fruto de toda la vida de mi amado Predecesor y, especialmente, de su testimonio en el sufrimiento. Ya en aquel día percibíamos el perfume de su santidad, y el pueblo de Dios manifestó de muchas maneras su veneración hacia él». Lo testimoniaban las colas multitudinarias de aquellos días, repetidas ahora. Esto no llevó sin embargo a una beatificación por aclamación. Santo subito!... ma non troppo. «Por eso –añadía el Papa alemán–, he querido que, respetando debidamente la normativa de la Iglesia, la causa de su beatificación procediera con razonable rapidez. Y he aquí que el día esperado ha llegado; ha llegado pronto, porque así lo ha querido el Señor: Juan Pablo II es beato».
El proceso judicial había podido probar que las acusaciones aireadas en los días anteriores sobre su presunta pasividad en los casos de abusos sexuales eran infundadas. Así que el Obispo de Roma se centró en las circunstancias litúrgicas. «Éste es el segundo domingo de Pascua, que el beato Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia. Por eso se eligió este día para la celebración de hoy, pues mi Predecesor, gracias a un designio providencial, entregó el espíritu a Dios precisamente en la tarde de la vigilia de esta fiesta. Además, hoy es el primer día del mes de mayo, el mes de María; y es también la memoria de san José obrero. Estos elementos contribuyen a enriquecer nuestra oración, nos ayudan a nosotros que todavía peregrinamos en el tiempo y el espacio».
Dios Padre, María, José: las efemérides se acumulaban en aquel primero de mayo, y eran significativas. Volvió sin embargo al origen: «Y, sin embargo, hay un solo Dios, y un Cristo Señor que, como un puente une la tierra y el cielo, y nosotros nos sentimos en este momento más cerca que nunca, como participando de la Liturgia celestial». Tras esto, aludió al evangelio del día, a la confesión de Pedro, quien se unía a la lista de intercesiones. «iDichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17). Este acto de fe constituirá a Pedro en roca, que a su vez se apoya sobre Jesucristo, la piedra angular de la Iglesia. «Por esta fe Simón se convierte en “Pedro”, la roca sobre la que Jesús edifica su Iglesia. [...] Ésta es la bienaventuranza de la fe, que también Juan Pablo II recibió de Dios Padre, como un don para la edificación de la Iglesia de Cristo».
Totus tuus!
Pedro sería el primer paso; el segundo será María. A propósito de las palabras de Isabel: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45), se refirió a la intercesión materna de María, la primera creyente. «La bienaventuranza de la fe tiene su modelo en María –seguía comentando el Papa–, y todos nos alegramos de que la beatificación de Juan Pablo II tenga lugar en el primer día del mes mariano, bajo la mirada maternal de Aquella que, con su fe, sostuvo la fe de los Apóstoles, y sostiene continuamente la fe de sus sucesores, especialmente de los que han sido llamados a ocupar la cátedra de Pedro».
Tras una serie de referencias bíblicas al papel de María en la historia de la salvación y a la fe de Pedro, Benedicto XVI se refirió al motivo de la grandeza de su predecesor. «Hoy, su nombre se añade a la multitud de santos y beatos que él proclamó durante sus casi veintisiete años de pontificado, recordando con fuerza la vocación universal a la medida alta de la vida cristiana, a la santidad, como afirma la Constitución conciliar sobre la Iglesia Lumen gentium. Todos los miembros del pueblo de Dios –obispos, sacerdotes, diáconos, fieles laicos, religiosos, religiosas– estamos en camino hacia la patria celestial, donde nos ha precedido la Virgen María, asociada de modo singular y perfecto al misterio de Cristo y de la Iglesia». La llamada universal a la santidad proclamada por el Vaticano II tenía su concreción con la proclamación de todo ese gran número de santos y santas, que acompañan nuestro caminar terreno desde la bienaventuranza eterna.
La Iglesia peregrina culmina su caminar en la Iglesia celestial. Y María es la primera Iglesia, también en la gloria. Vendrá pues ahora una explicación teológica de la devoción mariana de Karol Wojtyla. «Esta visión teológica es la que el beato Juan Pablo II descubrió de joven y que después conservó y profundizó durante toda su vida. Una visión que se resume en el icono bíblico de Cristo en la cruz, y a sus pies María, su madre. Un icono que se encuentra en el evangelio de Juan (19, 25-27) y que quedó sintetizado en el escudo episcopal y posteriormente papal de Karol Wojtyla: una cruz de oro, una “M” abajo, a la derecha, y el lema: Totus tuus, que corresponde a la célebre expresión de san Luis María Grignion de Monfort, en la que Karol Wojtyla encontró un principio fundamental para su vida: Totus tuus ego sum, et omnia mea tua sunt».
El Vaticano II
Recordó además el Obispo de Roma las conocidas palabras del primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszynski, al futuro Papa polaco («La tarea del nuevo Papa consistirá en introducir a la Iglesia en el tercer milenio»). El que fue también su estrecho colaborador durante veintitrés años al frente de la Congregación de la doctrina de la fe, y después su sucesor en el solio pontificio, aludió a la misión de aplicar el Concilio Vaticano II, tal como había explicado el arzobispo Wojtyla en La renovación en sus fuentes (1972).«Estoy convencido –añadía Benedicto XVI– de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado. [...] “Por mi parte, doy las gracias al eterno Pastor, que me ha permitido estar al servicio de esta grandísima causa a lo largo de todos los años de mi pontificado”, dijo citando a Juan Pablo II. ¿Y cuál es esta “causa”? Es la misma que Juan Pablo II anunció en su primera Misa solemne en la Plaza de San Pedro, con las memorables palabras: “iNo tengáis miedo! iAbrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!”».
En aquella ocasión Juan Pablo II no solo «abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible», afirmó. «Con su testimonio de fe, de amor y de valor apostólico, acompañado de una gran humanidad, este hijo ejemplar de la Nación polaca ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. En una palabra: ayudó a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad». Es más –concluía– «nos devolvió la fuerza de creer en Cristo, porque Cristo es Redemptor hominis, Redentor del hombre: el tema de su primera encíclica e hilo conductor de todas las demás». Cristo estaba así en el centro de su mensaje.
«Con este mensaje, que es la gran herencia del Concilio Vaticano II y de su “timonel”, el Siervo de Dios el Papa Pablo VI –continuaba así su valoración histórica el Papa–, Juan Pablo II condujo al pueblo de Dios a atravesar el umbral del Tercer Milenio, que gracias precisamente a Cristo pudo llamar “umbral de la esperanza”». En efecto, a través del largo camino de preparación para el Jubileo del año 2000, Juan Pablo II «dio al cristianismo una renovada orientación hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a la historia, pero que incide también en la historia». En cierto sentido, el Papa polaco abatió el marxismo, restituyó a la ideología del progreso la fisonomía auténtica de la esperanza, de vivir en «la historia con un espíritu de “adviento”».
Recuerdos y futuro
Nos queda un espacio para el recuerdo, de interés no solo biográfico. «Ya antes había tenido ocasión de conocerlo y de estimarlo, pero desde 1982, cuando me llamó a Roma como Prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, durante veintitrés años pude estar cerca de él y venerar cada vez más su persona. Su profundidad espiritual y la riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio. El ejemplo de su oración siempre me ha impresionado y edificado: se sumergía en el encuentro con Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su ministerio». Juan Pablo II era lo que un escritor había llamado un «bloque de oración», que le sirvió de ejemplo y apoyo al nuevo prefecto. «Y después, su testimonio en el sufrimiento, añadía: el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una “roca”, como Cristo quería.
»Su profunda humildad, arraigada en la íntima unión con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo. Así, realizó de modo extraordinario la vocación de cada sacerdote y obispo: ser uno con aquel Jesús al que cotidianamente recibe y ofrece en la Eucaristía». El testimonio doliente de Juan Pablo II fue un testimonio de entrega a la Iglesia, de saber darse del todo a su servicio. Y concluía con la siguiente petición: «iDichoso tú, amado Papa Juan Pablo, porque has creído! Te rogamos que continúes sosteniendo desde el cielo la fe del pueblo de Dios». A lo que añadió, improvisando: «iTantas veces nos has bendecido desde esta plaza! Santo Padre, hoy te lo pedimos de nuevo: ibendícenos!».
El acontecimiento y la celebración de la beatificación acababa con un apoteósico canto de alabanza a Dios y al nuevo beato. «iAbrid, las puertas a Cristo, /no tengáis miedo!/ Abrid de par en par/ vuestro corazón a Dios», rezaba el estribillo del himno a Juan Pablo II, compuesto para la ocasión. «Enseñaste a cada hombre –continuaban las demás estrofas–/ la belleza de la vida/ indicando a la familia/ como signo del amor.// [...] En el dolor revelaste/ el poder de la cruz./ Guía siempre a tus hermanos/ en el camino del amor.// En la Madre del Señor/ nos indicaste una guía,/ en su intercesión/ el poder de la gracia.// Padre de misericordia –concluía–,/ Hijo nuestro Redentor,/ Santo Espíritu de Amor:/ a ti, Trinidad, la gloria. Amén».
Pablo Blanco Sarto
Profesor del departamento de teología sistemática de la
Facultad de teología de la Universidad de Navarra.
Autor de diversos libros sobre Joseph Ratzinge - Benedicto XVI
[1] Cf. J. Colina, «La beatificación más concurrida de la historia», Zenit (1.5.2011).