Archivo > Número 40

Un Papa que no muere

La herencia de Juan Pablo II

Gian Franco Svideroschi

Ediciones San Pablo

Madrid 2011

184 pág.

 

Gian Franco Svideroschi es un experto vaticanista. Ha sido subdirector de L'Osservatore Romano. Sobre todo ha vivido el pontificado del Beato Juan Pablo II «desde dentro». Colaboró con el Papa en la redacción del libro Don y Misterio, y, image-1a71d21692adca13c47f2420a64e962ccon el cardenal Stanislaw Dziwisz, en Una vida con Karol. El libro que comentamos, Un Papa que no muere, es un relato escrito con viveza y claridad sobre la persona y la obra de Juan Pablo II.

La primera parte del libro tiene comotítulo «Bajo el signo del cambio». Hay que reconocer que cuando se leen seguidas todas las variaciones («modernizaciones», podríamos decir) que Juan Pablo II introdujo en la vida de la Iglesia el lector se queda atónito. Reproducir aquí cada una con su alcance y consecuencias sería como reescribir el libro. Basta con unos cuantos ejemplos: primero: el solo hecho de ser un Papa procedente del centro de Europa, lo que inevitablemente rompe con «el italianismo" en la cumbre de la Iglesia; una capacidad de comunicación con las masas y con cada persona en particular como nunca se había visto en la Iglesia. Un detalle significativo: casi nunca comía o cenaba solo, tenía siempre invitados, fueran del mundo eclesiástico o civil; diálogo ecuménico e interreligioso: Sviderscoschi remarca la cantidad de "primeras veces" en que fue protagonista: orar en una sinagoga, en una mezquita, el encuentro de las religiones para orar por la paz en Asís... Habló a gente de todo el mundo con encuentros masivos (incluso de musulmanes en Casablanca y Damasco) y con personas particulares de todo tipo. Por último, fue el primer Papa en pedir perdón solemnemente por errores y pecados de los hijos de la Iglesia (lo que nadie ha hecho en ningún otro colectivo).

No pensemos que todas estas novedades provocaron entusiasmo en los medios llamados progresistas. Estas actitudes de Juan Pablo II habían sido reclamadas desde hacía tiempo en los medios mencionados (y también en otros), pero cuando llegaron más bien molestaron porque venían de un Papa firme en la fe y en los principios fundamentales de la moral cristiana, cuestionados en más de un aspecto. Se propusieron diferentes hipótesis del porqué del fervor de la gente hacia el Papa (un fervor que estalló clamorosamente el día de su entierro)... cualquier hipótesis menos reconocer la fuerza de la fe verdadera de su mensaje.

La segunda parte del libro lleva el título «Un nuevo Adviento». Se quiere señalar el carácter esperanzador del pontificado, buscado expresamente por el Santo Padre. El autor, para justificar esta calificación del pontificado, reitera lo dicho antes, puede que con más amplitud.

Sin embargo, hay nuevos temas en este capítulo que, efectivamente, están bajo el signo de la esperanza: la dedicación y conexión con la gente joven y la iniciativa de las Jornadas Mundiales de la Juventud, que se diga lo que se diga sobre la eficacia de estas jornadas, nadie en este mundo ha logrado juntar y entusiasmar a tantos cientos de miles de jóvenes y durante tantos días. El carácter reconciliador de los numerosos viajes del Papa: donde ha ido ha procurado deshacer malentendidos, censuró acontecimientos históricos y ha pedido perdón, al tiempo que ha agradecido lo que cada nación ha aportado al bien universal. La acogida comprensión y orientación de los nuevos movimientos eclesiales. Finalmente, la defensa de la vida ante una cultura de la muerte, de las identidades históricas y culturales de las naciones y, al mismo, tiempo la vinculación «familiar» de cada nación con otras identidades para formar «una familia natural de naciones»; la promoción de la paz en contra de la guerra: «la guerra puede terminar sin vencedores ni vencidos, en un suicidio de la Humanidad».

La tercera parte del libro, «La herencia de Juan Pablo II», no deja de lado las consideraciones de las dos partes anteriores pero remarca sus frutos de santidad y progreso humano. Después del fallecimiento de Juan Pablo II, multitudes de personas vana visitar su sepulcro, no sólo católicos, sino personas ni siquiera creyentes. Muchos le dejan mensajes en los que se refleja como el Papa Santo ha influido en sus vidas. Esto es así en parte porque cuando Juan Pablo II miraba las multitudes quería penetrar en la singularidad de cada uno. A propósito de estos sentimientos escribió: «En cada uno trataba de imaginar una historia, una vida, hecha de alegrías, angustias y dolores, una historia visitada por Cristo y que, en el diálogo con Él, retomaba su camino de Esperanza». El autor se pregunta si esta espiritualidad que el Papa beato transmitió a todos los que de una u otra forma le siguieron, será aprovechada o no por los responsables eclesiales locales de todas estas personas.

Benedicto XVI al día siguiente de su elección dijo que Juan Pablo II nos había dejado «una Iglesia más valiente, más libre, más joven, que contempla con serenidad el pasado y no tiene miedo del futuro». Probablemente, unos y otros no verán así la Iglesia por razones bien diferentes. Me parece que, si se miran las cosas con serenidad, se puede apreciar que vivimos en una Iglesia donde se respira una atmósfera diferente de los años treinta, cuarenta y cincuenta, una Iglesia más valiente, más libre, más joven, de una manera, diría, casi metafísica.

El último apartado de esta tercera parte tiene el título «Los rostros de la santidad». Pienso que aquí se dice lo que es más decisivo de la vida del nuevo beato, y, en mi opinión, se dice de una manera excelente. La evolución física del Papa es la expresión visible de su vida entregada a Dios y a la Iglesia, de su santidad. Este aspecto era percibido por todos, el sufrimiento permanente que acompañaba su vida y la fuerza espiritual que lo sostenía y hacía que pudiera salir adelante. Pero el autor pone de relieve la heroicidad de las virtudes de Juan Pablo II en el día a día entre las cuatro paredes del Vaticano, por ejemplo, citando Monseñor Stanislaw dice: «no habiendo soberano tampoco había corte. Él era un padre»; continúa el autor: "la Misa siempre había sido el centro de su vida, de su jornada. Pero en realidad para él, toda la jornada era oración». La santidad de Juan Pablo II era una santidad abierta a todos, ya que consiste en hacer cada día la voluntad de Dios. Es la santidad que él pedía en la Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte: el «alto grado» en la vida cristiana ordinaria.

Joan Garcia Llobet

  • 13 septiembre 2011
  • Gian Franco Svideroschi
  • Número 40

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