Sobre la condición femenina en nuestro tiempo
Consideraciones teológicas de San Josemaría Escrivá de Balaguer
Por inspiración divina, San Josemaría Escrivá de Balaguer «captó intelectualmente»1, el 14 de febrero de 1930, que la luz de Dios recibida el 2 de octubre de 1928 para fundar el Opus Dei, también se refería a las mujeres y no sólo a los hombres. Así hay que entender el hecho fundacional de 1930. Francisca R. Quiroga ha escrito, en un estudio muy bien documentado sobre dicha cuestión: «¿En qué consistió el hecho fundacional del 14 de febrero de 1930? Se podría contestar a esta pregunta diciendo de manera escueta: San Josemaría entendió que Dios también llamaba a las mujeres a ser y a hacer el Opus Dei. Por tanto, lo que sucedió en la fecha que ahora nos ocupa hay que situarlo en la perspectiva de la realización del proyecto que se inició el 2 de octubre de 1928»2. Así, pues, toda la reflexión teológica y canónica que el fundador desarrolló a lo largo de los años sobre la llamada universal a la santidad en las circunstancias ordinarias de la vida, hay que aplicarla tanto a los hombres como a las mujeres.
Sin embargo, el fundador del Opus Dei escribió algunos estudios y cartas pastorales específicamente dedicados a la mujer. Aquí, por razones de brevedad, focalizaremos nuestra mirada sólo en el primer punto de una larga entrevista que San Josemaría concedió a la prensa en 1968, y que analizaremos con cierto detenimiento3. El contexto histórico de esta entrevista nos la hace particularmente interesante en estos momentos. Conviene recordar, sin embargo, que hay muchos otros pasajes en varios escritos suyos centrados en la condición femenina. Todos juntos constituyen, de alguna manera, el trasfondo de una profunda y muy original "teología de la mujer», que merecería estudios monográficos más amplios, y detenidos que el que ahora presentamos.
La cuestión de la dedicación femenina al hogar
Apenas comenzar dicha entrevista del año 1968, monográficamente centrada en el papel de la mujer en el mundo y en la Iglesia, la periodista le preguntó si había alguna contraposición entre la vida de la mujer dedicada a la familia y la vida profesional fuera del hogar.
Hay que contextualizar la pregunta y la consiguiente respuesta en el ambiente exasperado del momento, cuando «en coordenadas de promoción femenina y en plena revolución de mayo del 68», la liberación femenina se presentaba como un objetivo fundamental que había que alcanzar, una emancipación de toda una serie de frustraciones inveteradas, según se decía entonces, provocadas por una cultura patriarcal milenaria. Entre tales esclavitudes que había que abolir se citaban temas muy variados, aunque todos importantes y decisivos para la adecuada orientación de la educación femenina, el equilibrio psicológico de la mujer y la estructura familiar o «modelo familiar», como se solía decir entonces. Se hablaba, en efecto, de liberar la sexualidad femenina (cuestión que posteriormente originaría las revolucionarias filosofía y teología del género) y de la liberación de la maternidad (con la conocida secuela contracepcionista). Se rechazaba la familia "tradicional" (según los términos polémicos del momento, con una fuerte campaña a favor de formas «alternativas» familiares), se defendía la promoción de la mujer en la Iglesia (con una larga serie de argumentos favorables a su ordenación sacerdotal), y se rechazaba la teología dogmática trinitaria (con nuevas construcciones teológicas donde se discutía, con argumentos poco serios, no sólo el sentido de la Encarnación del Verbo, el cual asumió una naturaleza humana masculina, antes bien la condición «paterna» de Dios-Padre). En definitiva, pienso que estos planteamientos han elaborado corrientes teológicas estériles, por no decir falsas teologías. En mi opinión, es necesario que los que apoyan tales corrientes reflexionen sobre sus conclusiones y disciernan lo que vale de lo que no, porque en no pocos casos conducen a un callejón sin salida. Como ha recordado recientemente el Santo Padre, «no puede negarse que hay una intoxicación del pensamiento, que nos aboca de antemano hacia perspectivas equivocadas»4.
A pesar del esfuerzo del magisterio pontificio, que ha hecho contundentes declaraciones, algunas de fuerte significación dogmática5, las ideas vertidas por los partidarios de este tipo de liberación femenina, que acabamos de describir, han dejado un rastro de malas secuelas en la Iglesia, cuyas consecuencias repercuten aún en muchos lugares eclesiales. Por citar un caso reciente, podríamos referirnos a las notas aparecidas en la prensa el pasado noviembre (algunas suscritas por militantes cristianos), a raíz de la participación de unas religiosas en la ceremonia de dedicación de la basílica de la Sagrada Familia, encargadas (sólo ellas, sin la colaboración de ningún diácono o seminarista) de preparar el altar con los adecuados ornamentos litúrgicos, después de haber secado con paños el crisma, derramado sobre el altar por Benedicto XVI. Esta participación exclusiva de las religiosas, fue interpretada por algunos como una prueba más de la sumisión de la mujer en la Iglesia, sólo autorizada a realizar trabajos serviles y secundarios, mientras los cardenales y los obispos permanecían sentados en sus sitiales (sic) . La prensa, evidentemente, desconocía o no quiso saber nada, del carisma institucional de dichas religiosas, dedicadas vocacionalmente al cuidado de los altares de las iglesias, y en particular de las catedrales, ni tampoco hubo en los medios ninguna referencia al hecho bíblico simbolizado por aquel breve y bello rito litúrgico, que rememora la unción del cuerpo de Cristo por las piadosas mujeres poco antes de la Pasión y , más tarde, en el sepulcro, cuando los hombres, acobardados, permanecieron escondidos.
Pues bien, y dejando de lado estas discusiones puntuales, la respuesta de San Josemaría a la pregunta, mucho más general, sobre la dialéctica entre la tarea femenina en el hogar o fuera de él, fue la siguiente:
«En primer término, me parece oportuno no contraponer esos dos ámbitos que acabas de mencionar [trabajo en casa y trabajo fuera de casa]. Lo mismo que en la vida del hombre, pero con matices muy peculiares, el hogar y la familia ocuparán siempre un puesto central en la vida de la mujer: es evidente que la dedicación a las tareas familiares supone una gran función humana y cristiana. Sin embargo, esto no excluye la posibilidad de ocuparse en otras labores profesionales –la del hogar también lo es–, en cualquiera de los oficios y empleos nobles que hay en la sociedad, en que se vive» (n. 87).
· El hombre y la casa
En la referida respuesta, encontramos una serie de afirmaciones importantes. Antes que nada, que el hombre no debe ser excluido de la atención de la vida familiar y, más concretamente, que no debe ser apartado del cuidado del hogar. O más claro y de manera positiva: que también es misión del hombre cuidar de la casa. Quizás la histórica reivindicación femenina, antes mencionada, ha sido más bien una reacción lógica al abandono del hogar por parte del hombre, es decir, del marido; en definitiva, una protesta, muy justificada, cuando el padre se desentiende de su responsabilidad en la casa.
Situémonos en la sociedad tradicional, sobre todo en la sociedad agrícola predominante en Europa durante la Edad Media, para no ir más atrás6; una forma de vida que innegablemente ha pervivido en todo el mundo hasta bien entrada la revolución industrial. En estas sociedades agrícolas se repartieron las tareas familiares entre el hombre y la mujer, liberando al hombre de la responsabilidad hacia el hogar y de la educación de los hijos. Con la excusa de que la misión propia del marido y padre era aportar los medios económicos para satisfacer los gastos familiares, la esposa y madre permaneció cerrada dentro de los muros de la casa, haciéndose cargo, a veces, de las aves de corral, del ganado y del cultivo de la huerta familiar, con la ayuda de las hijas o de otros parientes. Esta tendencia se acentuó aún más a medida que avanzó la urbanización. La actividad de la mujer urbana burguesa, quedó reducida a permanecer en casa, sin hacer gran cosa –al disponer de abundante servicio–, aunque instruida y leída, lógicamente se aburre, y, comprensiblemente, antes o después, tenía que estallar en reivindicaciones feministas.
No quiero entrar ahora en la discusión, siempre bizantina, a propósito de cuáles deberían ser las ayudas del marido en el hogar. Sería minimizar el problema pensar que todo quedaría resuelto si el hombre limpiara los platos o hiciera la colada. No es eso lo que aquí se discute. Se habla de la responsabilidad del hombre como padre y marido dentro del hogar familiar. Desde esta perspectiva, se puede advertir que uno de los problemas fundamentales de nuestra época es la necesidad de mejorar (e incluso, de replantearse a radice) la educación de los chicos adolescentes para evitar el señoritismo. Esto explica que muchos analistas hayan señalado que el problema no radica primariamente en el feminismo combativo, antes bien en la degradación de la «paternidad» e incluso de la «virilidad», que tantas veces se manifiesta como infidelidad. Por lo tanto, habría que considerar dicho feminismo como una reacción justificada «aunque tal vez demasiado radical» ante el abandono masculino del hogar; sería más bien como un ya basta, que un pretendido rechazo por parte de la mujer de quedarse en casa. Como decía Joseph Ratzinger, ahora Benedicto XVI, el 14 de noviembre de 2003: «la nuestra es una época sin padres, sin maestros, sin autoridad que nos guíe», y, evidentemente, hay que reaccionar ante todo esto.
Insistiendo a su vez en esta cuestión tan fundamental, y encontrando repercusiones aún más negativas para la vida cristiana, Mons. Javier Echevarría, prelado del Opus Dei, ha subrayado, oportunamente, que «un elemento característico de la actual situación cultural es la crisis de la paternidad humana, la que hace tan difícil de comprender que Dios es Padre»7. Este oscurecimiento de la paternidad humana y de las obligaciones naturales del padre constituye un verdadero obstáculo para aceptar una verdad central de la Revelación neotestamentaria: que somos hijos de Dios por los méritos de Jesucristo. El desconocimiento y el olvido de la nueva situación sobrenatural, merecida por Cristo, nos haría volver al temor del Antiguo Testamento, o al miedo, «tan característico de las religiones naturales», ante la ira de los dioses.
En tal contexto de oscurecimiento de la paternidad, la hermenéutica más adecuada, a mi juicio, de las palabras de San Josemaría antes citadas podría ser: para la vida del hombre, el hogar es algo muy fundamental, y apartarlo de esta función sería un notable empobrecimiento de su personalidad masculina. En definitiva, considerar que sólo es misión de la mujer cuidar del hogar sería comprender erróneamente el fondo del asunto, como también lo sería pensar que la mujer, para liberarse de una tutela patriarcal obsesiva e injusta, deba romper todos sus vínculos con el hogar.
· La mujer y el trabajo fuera de casa
Una segunda afirmación del texto antes mencionado, extraído de Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, es que la relación de la mujer con el hogar no la excluye, en principio, de otras actividades profesionales fuera de su casa. A veces, podrá necesitarlo psicológicamente, como vía para su realización personal, es decir, como cultivo de su propia vocación profesional (es obvio que en este ámbito psicológico no cabe establecer reglas generales); otras veces, el trabajar fuera de casa puede ser una necesidad ineludible para el sostenimiento económico de la familia o, en todo caso, una manera eficaz de colaborar con el marido a ello.
Ahora bien: San Josemaría reconoce que el cuidado del hogar tiene, para la mujer, «matices muy peculiares», diferentesde la ayuda que debe prestar el marido y padre. ¿A qué matices se está refiriendo cuando establece estas diferencias? A mi entender, alude a un hecho natural que no puede pasar inadvertido: que hay diferencias constitutivas y, por tanto, naturales, entre el hombre y la mujer, que tienen su repercusión en las actitudes de ambos y en su comportamiento en el hogar.
Aunque quizá resulte poco «moderno» a oídos de alguno, hay que reconocer, en efecto, que el instinto maternal de la mujer, entendido como predisposición natural innata, es más fuerte que el instinto paternal en el hombre.. Esto exige una educación diferenciada, al menos en este punto, de la que no trata san Josemaría en el texto que ahora comentamos, aunque sí, en otras ocasiones. La propuesta de algunas feministas radicales para que los niños y las niñas tuvieran los mismos juguetes se ha demostrado ineficaz. Así lo han entendido los fabricantes de juguetes, que a la hora del negocio no están para bromas.
Considerado, pues, el instinto maternal como algo «propio» (en sentido filosófico) de la naturaleza femenina, establecer una contraposición artificial y sistemática entre el cuidado de la casa y la actividad fuera del hogar «llevaría fácilmente, desde el punto de vista social, a un error mayor que el que se trata de corregir, sería algo muy grave que la mujer abandonara el cuidado de los suyos». Expresándolo de otro modo: si para conseguir la promoción social de la mujer se fomentara el abandono del hogar, el mal que se derivaría sería mucho mayor que el problema que se intentaba resolver.
Estas afirmaciones, cuando fueron dichas (en 1968), iban contracorriente, y aún hoy son mal recibidas, aunque, tal vez, no tanto como años atrás. Rechazarlas, supone ignorar que las dos actividades (en casa y fuera de casa) son importantes para la mujer, y que ambas son, además, compatibles; sería , además, desconocer que el cuidado de la casa es también una tarea «profesional», es decir, un trabajo serio e ineludible, lejos de cualquier amateurismo. (Viene a cuento, recordar aquí, la popularidad que han llegado a tener, en los últimos años y en todo el mundo, los programas televisivos dedicados a enseñar a cocinar y cuidar la casa con todo tipo de aparatos electrónicos que facilitan las tareas domésticas, los cuales exigen una notable familiaridad con los avances técnicos de nuestro tiempo).
De todo lo comentado hasta ahora, siguiendo el hilo de la respuesta de san Josemaría Escrivá, podría extraerse una conclusión básica: que toda antropología (teológica o filosófica) debe comenzar su razonamiento partiendo de las cosas tal como realmente son; porque partir de otro principio epistemológico nos abocará hacia planteamientos meramente ideológicos, basados en prejuicios. Y éste es precisamente uno de los presupuestos de Escrivá, una de las características más visibles de su teología es estar siempre pendiente de no rebasar las condiciones propias de la naturaleza, porque es sobre esa base donde arraigan bien las verdades de orden sobrenatural.
Así, pues, volvamos a las palabras literales del autor que guía nuestro discurso:
«En el plano personal, tampoco se puede afirmar unilateralmente que la mujer haya de alcanzar su perfección sólo fuera del hogar: como si el tiempo dedicado a la familia fuera un tiempo robado al desarrollo y a la madurez de su personalidad. El hogar –cualquiera que sea, porque también la mujer soltera ha de tener un hogar– es un ámbito particularmente propicio para el crecimiento de la personalidad. La atención prestada a su familia será siempre para la mujer su mayor dignidad: en el cuidando de su marido y de sus hijos o, para hablar en términos más generales, en su trabajo por crear en torno suyo un ambiente acogedor y formativo, la mujer cumple la más insustituible de su misión y, en consecuencia, puede alcanzar ahí su perfección personal» (n. 87).
· El trabajo fuera de casa y el discurso sobre la «paridad»
Considerando ya que no hay contraposición, es decir, dialéctica, entre la casa y el trabajo fuera de casa, la cuestión incide inmediatamente en un tema que ahora mismo reviste una particular actualidad. La pregunta es:¿ hay trabajos que sean más propios del hombre que de la mujer o, al revés, si todo lo que puede hacer uno (él o ella), lo puede hacer también otro (ella o él). Tropezamos aquí con el asunto de la paridad, tema muy conflictivo ahora mismo, cuando en algunos países se ha establecido la obligatoriedad de que, en los consejos de administración de las empresas públicas y en otros lugares laborales, el número de mujeres sea igual al de los hombres. He aquí un texto interesante de San Josemaría, que procura elevar la discusión, conduciéndola hacia escenas o ámbitos de reflexión más serenos y, por ello más fecundos:
«Como acabo de decir, eso no se opone a la participación [de la mujer] en otros aspectos de la vida social y aun de la política, por ejemplo. También en esos sectores, puede dar la mujer una valiosa contribución, como persona, y siempre con las peculiaridades de su condición femenina; y lo hará así en la medida en que esté humana y profesionalmente preparada. Es claro que, tanto la familia como la sociedad, necesitan esa aportación especial, que no es de ningún modo secundaria.» (n. 87).
Es evidente que desde el punto de vista objetivo no hay trabajos, fuera de casa, que sean sólo masculinos y otros que sean naturalmente femeninos. Sin embargo, en la historia encontramos algunas tareas que han sido reservadas tradicionalmente a los hombres, con exclusión de las mujeres, bien sea por el desinterés de ellas o bien por la imposibilidad que ellas han encontrado para llevarlas a término, teniendo en cuenta el desarrollo técnico de cada época. Pienso, por ejemplo, en trabajos que han exigido una fuerza muscular que de ordinario no han tenido las mujeres. Ahora bien: el mundo cambia y las técnicas avanzan. Lo que antes exigía mucha fuerza bruta, por decirlo así, en nuestros días se puede realizar prácticamente sin esfuerzo. Me refiero a ingenios tan corrientes como la dirección asistida de los camiones, que permite mover el volante con un dedo, cuando el motor está encendido. Tampoco hay necesidad de cargar sacos, cuando existen toros y volquetes mecánicos en todos los almacenes para trasladar las mercancías. Y podríamos proseguir así, sin aludir a la guerra, que no la considero actividad normal, sino extrema e indeseable..
Jamás se ha demostrado que la inteligencia de la mujer sea inhábil para determinadas actividades, más bien deberíamos hablar de un retraimiento de ellas por razones culturales, es decir, porque se consideran (o consideraban ) poco femeninas. Por citar un lugar común, no creo que la mujer no sean tan capaz como un hombre parae leer y entender un mapa,. Aquí incide de nuevo y de manera muy clara la cuestión de la educación femenina y, del mismo modo que antes hemos hablado de la oportunidad de una educación diferenciada en algunas cuestiones (como educar en la paternidad a los hombres cuando son todavía adolescentes), ahora podríamos decir a la inversa, que es necesario que las mujeres tengan una educación equivalente a la de los hombres, sobre todo en niveles superiores, donde la separación podría serles perjudicial, por contribuiría a mantener tópicos culturales discriminatorios. Esto es lo que quiere decir San Josemaría cuando afirma que no se debe excluir a la mujer de ningún ámbito de la vida profesional, «en la medida en que esté humana y profesionalmente preparada».
Y aún hay más. San Josemaría habla aquí de una contribución ineludible de la mujer en todas las actividades profesionales, para enriquecerlas «con las peculiaridades de su condición femenina». He aquí un tema más profundo, que hay que tratar con mucho cuidado, porque su desarrollo puede quedar contaminado por los prejuicios de la época. Ya se sabe que el análisis fenomenológico es muy difícil y sólo los muy expertos pueden avanzar en él con posibilidades de éxito, que no es mi caso. Con todo, parece, en principio, que verdaderamente hay algo propio en la capyación femenina sobre la realidad, que la diferencia de la mirada masculina. Si bien no se trata de cuestiones esenciales, parece lícito hablar de focalizaciones accidentales de interés. Por ello, nuestro autor rechaza que la mujer imite al hombre en su actividad profesional, sino que debe actuar con su sello propio. Veamos cómo lo dice en un párrafo muy denso que reproduzco literalmente:
«Desarrollo, madurez, emancipación de la mujer, no deben significar una pretensión de igualdad –de uniformidad– con el hombre, una imitación del modo varonil de actuar: eso no sería un logro, sería una pérdida para la mujer: no porque sea más, o menos que el hombre, sino porque es distinta. En un plano esencial –que ha de tener su reconocimiento jurídico, tanto en el derecho civil como en el eclesiástico– sí puede hablarse de igualdad de derechos, porque la mujer tiene, exactamente igual que el hombre, la dignidad de persona y de hija de Dios. Pero a partir de esa igualdad fundamental, cada uno debe alcanzar lo que le es propio; y en este plano, emancipación es tanto como decir posibilidad real de desarrollar plenamente las propias virtualidades: las que tiene en su singularidad, y las que tiene como mujer. La igualdad ante el derecho, la igualdad de oportunidades ante la ley, no suprime sino que presupone y promueve esa diversidad, que es riqueza para todos» (n. 87).
Las anteriores expresiones me parecen claras. Y aquí también podríamos encontrar un problema provocado por el hombre, y mal resuelto para la mujer, cuando le impide encontrar los espacios adecuados de expresión. En efecto: si el hombre se niega a aceptar la manera peculiar de trabajar de la mujer, y considera que sólo hay una manera de hacer las cosas, «la forma masculina de resolverlas», entonces la mujer no encuentra ningún otro camino para poder trabajar profesionalmente, que adaptarse a la manera de hacer masculina, traicionando su peculiar sensibilidad. Y si ella entra en este juego, se encuentra evidentemente en inferioridad de condiciones, una de las cuales, por citar la más importante, es que ha de excluir de su horizonte vital la maternidad y el cuidado amoroso del hogar. Probemos a ilustrarlo con unos ejemplos. Si las reuniones profesionales de alto nivel no se pueden celebrar sino por la noche, está claro que quedan vedadas a las mujeres casadas con hijos pequeños. Si para alcanzar determinados nombramientos profesionales o políticos, hay que cambiar continuamente de ciudad o viajar sin interrupción, es obvio que la mujer se encontrará con un techo de cristal que no podrá superar sin renunciar al hogar y a los hijos. Y podríamos seguir ofreciendo otros casos límites.
Aquí nos encontramos otra vez con una responsabilidad del hombre, que induce una reacción «aunque a veces demasiado radical» de la mujer. Hay que afirmar bien claro que no nos sirve el estilo de vida neoliberal, del capitalismo competitivo extremo que se nos quiere imponer, y que hay que cambiar las condiciones del mundo laboral. Ahora bien, ¿quién se atreve a hacerlo? ¿Quién le pondrá el cascabel al gato? Y, mientras tanto, vemos como baja la natalidad, envejece la población y muchos matrimonios peligran por las tensiónes que han de soportar.
El siguiente texto de San Josemaría, entendido en este contexto socioeconómico, parece una utopía, pero no nos queda otro remedio que seguir en esta dirección:
«La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad... La feminidad no es auténtica si no advierte la hermosura de esa aportación insustituible, y no la incorpora a la propia vida» (n. 87).
Algunas reflexiones finales
Como ya he dicho al principio, solamente he querido hacer unos comentarios a un punto de las Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer. Ya sé que hay otros párrafos e incluso ensayos completos dedicados a la cuestión, pero, para emprender un primer análisis, aunque sólo aproximativo, este punto 87 me parece bastante rico como para estudiarlo con detenimiento. Siguiendo el hilo de su discurso, me ha parecido poder concluir que el problema fundamental de la sociedad contemporánea no es propiamente el feminismo radical. Aunque no puede negarse su importancia social, política, filosófica y teológica, pienso que, en el trasfondo de los feminismos radicales, se encuentra el hecho de que el hombre se ha perdido en su itinerario de la sociedad moderna, al crear un modus vivendi, que no sólo perjudica a la mujer, sino que daña gravemente al mismo hombre. Entiendo que los feminismos son más bien formas reactivas a una situación extrema provocada por el hombre: antaño, encerrando a la mujer en casa; ahora, presentándole un mundo profesional en el que ni ella se puede encontrar cómoda, ni –y aquí radica la paradoja– el hombre mismo se puede desarrollar felizmente.
He aquí, a mi entender, uno de los retos más notables para la filosofía y la teología contemporáneas: repensar nuestro mundo a fondo. Lo que no se podrá hacer satisfactoriamente, si el hombre (hombre y mujer) no encuentra un sentido al progreso extraordinario de nuestro tiempo. Me parece, pues, muy oportunoel reto planteado por Benedicto XVI hace pocas semanas, en su larga conversación con Peter Seewald: «Ahora la gran cuestión es: ¿cómo se puede corregir el concepto de progreso y su realidad, y cómo dominarlo después desde el interior y de forma positiva? En este sentido, hay que hacer una reflexión global sobre los fundamentos»8.
Josep-Ignasi Saranyana
Profesor ordinario de la Universidad de Navarra
Miembro del Pontificio Comité de Ciencias Históricas
1 «[...] intelectualmente [...] cogí lo que había de ser la Sección femenina» (Apuntes íntimos, n. 1871). Se trata de una anotación posterior, correspondiente al año 1948.
2 Francisca R. QUIROGA, «14 de febrero de 1930: la transmisión de un acontecimiento y un mensaje», a Studia et Documenta, 1(2007) 163-189, aquí pág. 166.
3 «La mujer en la vida del mundo y de la Iglesia», entrevista realizada por Pilar Salcedo y publicada en la revista Telva, 1.02.1968; reproducida en Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, cap. 7, nn. 87-112.
4 BENEDICTO XVI, Luz del mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos. Una entrevista con Peter Seewald, Ed. Herder, Barcelona 2010, p. 61.
5 JUAN PABLO II, Carta apostólica Mulieris dignitatem, de 15 de agosto de 1988; ID., Carta apostólica Ordinatio sacerdotalis, de 22 de mayo de 1994; ID., Carta a las mujeres, de 29 de junio de 1995; SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la colaboraciÛn del hombre y de la mujer en la Iglesia y en el mundo, de 31 de mayo de 2004.
6 No creo que se pueda aducir aquí el párrafo donde se narra el pecado original (Gen. 3), para justificar la división de tareas según el género: la mujer en casa y el hombre fuera. En cuanto a los capítulos del Génesis y los otros libros del Pentateuco, e incluso los libros históricos, pienso que convendría más bien argumentar al revés: «que el escritor sagrado tanto en los textos donde habla de la vida patriarcal pre y postdiluviana, como en los que habla del comportamiento de los grandes héroes de Israel» se ajusta, en su manera de contar la historia, a las costumbres del pueblo y a su manera de entender la organización social y familiar, y sólo censura un comportamiento familiar o social, cuando es particularmente grave y desdice de la condición natural del hombre y de sus relaciones fundamentales con Dios.
7 Itinerarios de vida cristiana, Editorial Planeta (Colección "Planeta-Testimonio"), Barcelona 2001, p. 12.
8 BENEDICTO XVI, Luz del mundo, cit., P. 57.