Interioridad, ideal y mística sacerdotal
Implicaciones espirituales del ejercicio del ministerio
La figura de san Juan María Vianney, que nos presenta este Año Sacerdotal, permitirá que en estas breves palabras1, tratemos de exponer algunos aspectos espirituales fundamentales derivados del ejercicio del ministerio sacerdotal. Los destacamos aquí, en el marco de estas jornadas de cuestiones pastorales, con el ánimo de que, tanto en la formación previa para recibir las sagradas órdenes como en la posterior formación permanente de la vida de los sacerdotes, se pueda profundizar siempre en el núcleo espiritual perenne que sostiene con calidad mística a todo sacerdote en el transcurso de su vida.
Después de una crisis postconciliar, también sacerdotal, y de la mano del magisterio pontificio, eclesiástico y de la reflexión teológica, podemos hablar hoy de una integración que siempre fue posible desde las grandes orientaciones teológicas del Concilio Vaticano II. Con una fiel atención a sus textos, cuando se expone el dinamismo espiritual del sacramento del Orden, ya sea en su grado episcopal o presbiteral, encontramos una virtud totalizante en relación con el origen de su ser, a su calificación como persona en la Iglesia y a la misión pastoral confiada. Una vez recibido el carisma pastoral mediante el don de la imposición de las manos, a través del carácter y la gracia sacerdotal, queda inaugurada una configuración más íntima con Cristo gracias a la cual el sacerdote se entiende a sí mismo como instrumento dócil y preferido de Cristo para santificar, predicar y pastorear en su Nombre.
Lejos de ser una aventura puramente personal, o de la sospecha de cultivar una élite espiritual o de establecer separaciones, más bien hay que profundizar en la conciencia de ser ministro de Cristo y no otra cosa. La habilitación sacramental recibida es para ocupar el puesto de Cristo Cabeza en la Iglesia y realizar un servicio en provecho de todo el Cuerpo.
Queremos mirar de cerca, y no sin admiración, el apoyo místico de la vida en el Espíritu del sacerdocio ministerial. Toda vocación específica en la Iglesia implica la llamada a vivir una dimensión única que es a la vez emoción privilegiada, conciencia de elección y satisfacción continua. Por la llamada divina y la elección eclesial, el sacerdote está capacitado para una situación nueva a la que se accede por un don, y en la que cualquier exigencia, cambio o incertidumbre será, más que una imposibilidad, una nueva llamada. Se verá sostenido por la comunión con el único que puede enviar con autoridad a actuar «in persona Christi capitis» y que puede llenar de gozo al que convierte en signo personal los sentimientos propios de un corazón de pastor.
En el hoy de Cristo
Muchas de las tensiones que han sacudido la espiritualidad sacerdotal en los últimos tiempos provienen de considerar lo que en ella es antiguo o moderno. En consecuencia, se han presentado unos estilos o modelos sacerdotales que, a menudo, han perdido su referencia objetiva al don y misterio como clave para entender lo que en el sacerdocio es lo único necesario. Así lo escribía Juan Pablo II explicando sus vivencias con motivo del cincuenta aniversario de su sacerdocio:
¿Qué supone ser sacerdote hoy, en este escenario en continuo movimiento mientras nos encaminamos hacia el tercer milenio? No hay duda de que el sacerdote, con toda la Iglesia, camina con su tiempo, y es oyente atento y benévolo, pero a la vez crítico y vigilante, de lo que madura en la historia. El Concilio ha mostrado cómo es posible y necesaria una auténtica renovación, en plena fidelidad a la Palabra de Dios y la Tradición. Pero más allá de la debida renovación pastoral, estoy convencido de que el sacerdote no debe tener ningún miedo de estar fuera de su tiempo, porque el hoy humano de cada sacerdote está insertado en el hoy de Cristo Redentor. La tarea más grande para cada sacerdote en cualquier época es descubrir día a día este hoy suyo sacerdotal en el hoy de Cristo, aquel hoy del que habla la Carta a los Hebreos. Este hoy de Cristo está inmerso en toda la historia, en el pasado y en el futuro del mundo, de cada hombre y de cada sacerdote. «Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre» (Hb 13,8). Así, pues, si estamos inmersos con nuestro hoy humano y sacerdotal en el hoy de Cristo, no hay peligro de quedarse en el ayer, retrasados... Cristo es la medida de todos los tiempos. En su hoy divino-humano y sacerdotal, se supera de raíz toda oposición-antes tan discutida- entre el tradicionalismo y el progresismo (cap. IX).
El sacerdote se encuentra en manos de Dios, haciendo lo que Dios quiere y diciendo lo que Dios piensa. Lo único que cuenta es la iniciativa de Dios. Como empujado por Él, sin seguir sus personales inclinaciones, obedeciendo a la inspiración de la Palabra que sabe guardar en su intimidad y entregar a sus fieles. Vive en el hoy litúrgico que le coloca en el hoy de Cristo. De ahí se comprende tanto el sentimiento de crisis como la urgencia de la misión que a menudo abruma su conciencia espiritual. Pero siempre podrá apoyarse en la satisfacción interior que le produce permanecer unido al actual sacerdocio glorioso de Cristo como imagen suya, representación sacramental, y como intérprete de la voz universal que canta la gloria de Dios y busca la salvación del hombre.
Dando únicamente a Cristo
Corresponde al sacerdote dar a los hombres al Redentor en persona. Los aspectos sociales, políticos o económicos se podrán encontrar en varios profesionales. Los fieles tienen derecho a encontrar en el sacerdote alguien capaz de interiorizar, comprender, simpatizar y defender la voluntad viva de Dios que quiere configurar toda la vida del hombre a sus designios.
Esto no se lleva a cabo sin una pasión moral. De alguna manera, mostrar el dolor de Dios que está deseoso de salvar supone, en su ministro, aceptar también el dolor espiritual que es consecuencia de observar todo desde la comunión viva de amor que lo sostiene. Si la Verdad no puede ser silenciada, el ejercicio del ministerio pondrá en crisis la verdad de los hombres. A través de la imitación de lo que trata en el misterio eucarístico, será icono de la faz amorosa del Buen Pastor y participará de su deseo primordial: que el pueblo se arrepienta, reforme su vida y consiga salir del sufrimiento que supone la herida del pecado.
En paternidad espiritual
Esta paternidad proviene de un sentimiento de intimidad consciente, de comunión exclusiva, de devoción amorosa. De su nueva unión sacramental con Cristo, el sacerdote obtiene el convencimiento de que su misión es una necesidad espiritual en favor de todos los hombres y de la humanidad. Saber que sin Dios los hombres no tienen raíces y se marchitan, supone algo más que un conocimiento dramático de la realidad. Cotidianamente el sacerdote puede contemplar de qué manera llega el amor de Dios a la comunidad y a cada uno de sus miembros. La paternidad espiritual que traspasa sus gestos y palabras le permite no poder pensar en la comunidad sin tener que tratar con cada uno, y no poder pensar en la persona concreta sin amar en ella a la comunidad entera. De esta manera, el sacerdote es transparencia de la Cabeza para que el cuerpo se reconozca como tal, y es la culminación del cuerpo, con todos sus miembros, en la Cabeza que le da vida. Esta vida del pueblo, que es de Dios, está en la base profunda de la experiencia espiritual del sacerdote. La misión de guiar al pueblo para que se ponga al servicio de Dios estará por encima de los hechos que, a veces, pueden refutar su doctrina. En este sentido, el sacerdote no es un reformador social, ni actúa en nombre del pobre, ni es un portavoz del pueblo. Todo lo que reclama proviene de su devoción por la paternidad de Cristo, le mueve el deseo que tiene de Dios de ser Padre de los pobres, defensor de los oprimidos, consuelo de los que lloran.
Como testimonio de lo invisible
Configurar la vida en el misterio de la Cruz del Señor comporta algunas consecuencias vitales para la vida sacerdotal. La belleza heroica que el ministerio oculta es su capacidad de sufrir con el fin de imprimir su enseñanza en los mismos destinatarios de la misión. Permanecer así en su santo servicio significa ser testigo de la actividad divina dentro de la vida humana, y eso no se hace sin una gran capacidad de silencio orante, a través de triunfos y fracasos mediante los ojos del Espíritu. La sintonía entre lo que se sufre y lo que se enseña familiariza con las realidades espirituales desde la fe y por encima de las pruebas poniendo la confianza en Dios como su apoyo y fortaleza. Mientras los hombres suelen desafiar a Dios por cualquier motivo, el sacerdote refleja la misma preocupación divina. No se pondrá jamás al servicio de un hombre irritado ya que el sacerdote se ha puesto de parte de Dios.
Por eso no dejará nunca de interceder, de hacerse cargo del pueblo que preside, de abrir horizontes nuevos desde los que mostrar cómo agradar a Dios; en definitiva, de anunciar la salvación. Mientras el sacerdote siente la tragedia de los empecinados y puede ser tentado de desesperar de una determinada situación humana, su fe se mantiene viva. Podrá desesperar de los hombres, pero nunca de la misericordia divina. En relación con ellos, como juez del penitente, médico del alma y maestro del perdón, le posee una sola certeza: tarde o temprano, los hombres volverán a Dios. Estar identificado con la naturaleza amorosa de Cristo, que cura y levanta al desvalido, es el núcleo de la esperanza del ministerio sacerdotal.
Desde el secreto de la santidad
La santidad del sacerdote deriva directamente de su implicación en el ministerio; aunque no de una forma automática, ya que debe ser un ejercicio consciente de ese ministerio. No es una santidad casualmente embellecida con ocasión del ministerio. El sacerdote alimenta este secreto de manera visible cuando, en la cima de la plegaria eucarística, se encuentra entre la situación de Cristo víctima y la ofrenda que, como víctima, hace la Iglesia de sí misma. Por eso, no es extraña la identificación con el «Sacerdos et Hostia». El sacerdote se encuentra elevado a la santidad fuera del mundo llegando a las alturas de la misma santidad de Dios y, a la vez, vive en Cristo la santidad en el mundo, el descenso continuo de esta santidad de Dios hacia el hombre. Por este secreto que lo habita, no sustituirá nunca a Dios por el mismo sacerdocio, no se contentará con la suficiencia de los hábitos disciplinares para dar contenido a la vida cristiana, no confundirá pureza ritual y santidad. El sacerdote, sirviendo así al Absoluto y unido a su misterio pascual, está en condiciones de hacer frente a la prueba más dolorosa, esto es, la más que posible hostilidad moral del pueblo, de la mentalidad dominante o colectiva, de las resistencias del espíritu mediocre siempre obstinadamente neutral.
A través de la oración que le da el ser y le hace ser
Cristo vivifica su Iglesia con su sacerdocio permanente. Por su parte, el sacerdote, que ha nacido como tal mediante la oración de la Iglesia (la «Prex ordinationis»), está habilitado para orar como imagen de la intercesión constante de Cristo glorioso. Es la llamada cotidiana a personalizar el carisma pastoral recibido en clima de amistad divina en un corazón que acaba por sentir pastoralmente. Cuando conoce a quien lo llama y envía, contempla a Dios en lo que es y en lo que hace mientras se comprende a sí mismo. Transformado, ya no se conoce, en el sentido que puede proclamar lo que nunca ha pensado e, incluso, puede anunciar lo que ha temido. Participa de otro orden. Es Cristo quien hace que todo su cuerpo crezca para Dios. La elección lo ha transformado hasta el punto de hacer lo mismo que su Señor. A través del abandono espiritual, procede en medio de paradojas: ha sido llamado sin la preparación espiritual e intelectual suficiente, ha sido elegido en la impureza para que la santidad se abra camino entre los hombres; formando parte de una comunidad, es colocado fuera de ella.
Viviendo de lo que Dios le impone «in persona Christi capitis», «in persona ecclesiae», «in persona omnium», ministro calificado del "opus operantes totius Ecclesiae", asume la ofrenda y la oración de la Iglesia y del mundo. Incorporado al culto nuevo de Cristo en estado perpetuo de ofrenda, desde su identidad, conoce al único Pastor, desarrolla todo lo que ha recibido en su persona, mientras todo se expresa desde la Cabeza.
En la noche de lo inexplicable
Como instrumento privilegiado, el sacerdote trata con el misterio y es su confidente, pero sin tener acceso a la comprensión última de la intención divina implicada en todo lo que hace. Mira fijamente a un compañero que se reserva siempre algo de su misterio. Deberá aceptar a Dios por sí mismo. A través del carisma pastoral, descubre una relación nueva con las personas, que el diálogo con Dios le ayuda a descifrar. La pesada carga que siente no es otra cosa que la plenitud que sobrelleva. Poco a poco, en la noche de lo inexplicable, ya sea en medio del dominio del amor o del dolor de Dios, se va creando una vida de carácter diferente: la experiencia de Dios le afecta. Por eso, el sacerdote no puede dejar de explorar la calidad mística de su experiencia. Los momentos álgidos de su vida espiritual coincidirán con los momentos culminantes de su ministerio. En dependencia y transformación personales, el sacerdote puede pasar de la lucha a la obediencia, de un diálogo interior a otro más exterior, de una Palabra de Dios que debe resistir las pruebas a una Palabra de Dios que lo pone a prueba, unas veces, como carga pesada y, otras, como fuego devorador o fuente de gozo. Sólo así tiene las luces necesarias para asumir el encuentro con Dios y registrar el impacto que produce todo lo hecho en nombre de Cristo para que lo conozcan y lo amen. Su carisma pastoral toma cuerpo en un ministerio que expresa la relación de amor que lo totaliza: todo lo experimentado por Él, con Él y en Él en actuar y vivir sacramentalmente su persona.
Para el bien de la comunidad
La acción del ministro como instrumento vivo en el ejercicio de sus funciones no es una simple actividad de miembro de Cristo. Es la Cabeza misma del cuerpo que actúa a través del sacerdote. En una Iglesia que se forma de arriba y que es cuerpo de Cristo antes que de los cristianos, la conciencia de la ministerialitad, que se desarrolla en el ejercicio del ministerio, se revela esencial como manera intensa y radical de expresar la dependencia de Cristo y el punto de referencia para la obediencia que le es debida por todos los fieles. El sacerdote contempla la comunidad, que es sacramento de la presencia de Cristo, pero él mismo es aún más sacramento de la presencia de Cristo para la comunidad. Amando y celebrando los sacramentos, el ministro ofrece el testimonio de que es Cristo mismo quien reclama la participación en su mediación de maneras diversas. El ministro no debe hacer sombra, sino facilitar la acogida de la presencia del Señor.
El sacerdote estructurará su vida espiritual a partir y desde el ejercicio del ministerio, dejándose condicionar por la mediación principal de su misión: aquellos a los que dirige su ministerio. En todo, es signo de que la Iglesia no se da a sí misma su ser, sino que lo recibe de Jesucristo, su Cabeza, que es el sujeto último y trascendente de su acción, ya sea litúrgica-sacramental, personal-íntima o pastoral-profética. Es una sola cosa con la comunidad, y va al frente, como Pastor y Esposo. Como si se encontrara en un estadio diverso, el sacerdote recibe el encargo de ser el artesano capaz de armonizar la relación de Cristo con los suyos y la relación de los fieles entre ellos. Este es un acto de verdadera solidez espiritual para toda la vida de la Iglesia. Todo lo vivido será en nombre de la misma persona de Cristo, de todo el Cuerpo y en nombre propio. Su unión con Cristo no será nunca un obstáculo para comprender, responder o estar en el mundo, aunque sin ser del mundo.
Conclusiones
La mística sacerdotal vivifica un proceso por el que la vida interior se ordena en función del impulso espiritual impreso por el sacramento del Orden. El riesgo permanente de la teología del sacerdocio ministerial ha consistido en confundir los inevitables condicionamientos del sacerdocio con los principios permanentes que forman su ser. Retomando el argumento inicial de Juan Pablo II, se trata de asumir –además de los aspectos históricos, personales, psicológicos o sociológicos...– lo que no puede ser ni moderno ni antiguo, porque proviene de Dios; recibir la inteligencia teológica de este sacramento, así como todo lo que a través de la tradición apostólica viene de Cristo.
El auténtico punto de partida de una sólida espiritualidad sacerdotal es la nueva experiencia de Dios que hace que el sacerdote viva reorientado y acondicionado continuamente como signo que es de Cristo pastor. Si la vida espiritual del sacerdote, ya sea obispo o sacerdote, no tiene otra motivación que la de hacer frente a las exigencias de sus funciones, así como la de evitar el desgaste que éstas le causan, entonces esta vida espiritual pronto llegará a ser accesoria o, incluso, innecesaria. Es el mismo ejercicio de estas funciones sacerdotales lo que le ofrece una síntesis perfecta de lo que él es unido a Cristo en todas las circunstancias de la vida. La caridad pastoral, cuando une en la conciencia espiritual del sacerdote vida interior y funciones ministeriales, le introducirá en una unidad de vida sin la cual esta caridad estaría desarticulada y carente de una finalidad precisa. En el fondo, es la misma finalidad de toda la Iglesia: la glorificación del Padre, en medio de la comunidad de los redimidos, junto con Cristo, el siempre presente.
Ya no podemos seguir hablando del ministerio como de un conjunto de actividades sin unidad en la conciencia del sacerdote; ya no podemos describir momentos en los que se actúa «en la persona de... », pero en los que no se está necesariamente unido de manera íntima a su persona; tampoco podemos valorar su vida espiritual desde un nivel puramente íntimo, desligado de cualquier valor ministerial. Ni tampoco podemos ya asimilar las consecuencias de vivir en misión pastoral sin ningún otro punto de evaluación que los criterios humanos.
No queremos formar un personaje espiritualmente atractivo para poder convencer en un momento de sequía vocacional, ni queremos divinizar a nadie. Pero tampoco se trata de ignorar, desconocer o desposeer conscientemente al ministro del centro espiritual que le es propio, de forma que sólo disponga de las armas básicas de la iniciación cristiana. Si esto fuera así, podría ejercer sus funciones, pero estas le reclamarían noche y día una profundidad mística al servicio de lo que hace: edificar la Iglesia, interiorizar al buen Pastor y configurar existencialmente en su vida el misterio de la cruz del Señor. La ignorancia sobre la capacitación sacramental recibida provocará siempre desorientación vital, tristeza de corazón por no saber cómo amar y cómo ser amado, así como una insatisfacción apostólica que, por rebajada, siempre se encontrará en falso. Es hora, pues, de interrogar a quien corresponda sobre los seminarios que actualmente aún no han resuelto este problema decisivo de orientación formativa.
Vivir la experiencia mística del sacerdocio ministerial es una exigencia irrenunciable. Esto pasa por adquirir un sentido continuo de ofrenda personal, dejando que el amor divino excluya de la personalidad sacerdotal cualquier propiedad sobre el ministerio. Pasa también por no ser sólo un buen administrador, servidor fiel, acompañante o animador. En el núcleo de todo corazón pastoral, hay un fuerte sentido de dedicación a la formación del único pueblo de Dios, el único cuerpo de Cristo y el único templo del Espíritu Santo, aceptando la purificación de no pertenecer a nadie más que a la Iglesia enviada.
Es el momento de concluir estas palabras. Hemos descrito de qué manera en cada una de las acciones ministeriales el sacerdote recibe un sentido espiritual específico que consolida su unión con Cristo. De la vivencia de estas acciones en la finalidad de la misión eclesial, depende que el sacerdote crezca en el mismo amor de Cristo que es la Iglesia y quede unido a la conciencia redentora del Hijo de Dios y a su Sacerdocio. Así, el sacerdote es introducido en una libertad apostólica que nunca conseguiría por iniciativa propia, comprende lo que tiene que sufrir para formar un pueblo que ha de ser de Dios y para cuidar la comunión eclesial instaurada con el precio de la Sangre del único Pastor . Para el ejercicio del ministerio, el sacerdote puede pasar de considerar Cristo desde fuera a la comunión real con sus misterios. Esta es la cumbre espiritual y su máxima aspiración: participar de la visión que Cristo tiene de Sí mismo, es decir, de su amor hasta el extremo por los suyos.
En un intercambio permanente, el sacerdote no deja de recordar a la comunidad, como sujeto orante, el fin de la vida cristiana: «orad, hermanos, para que este sacrificio, mío y vuestro, sea agradable a Dios, Padre todopoderoso» y, a su vez, la comunidad no deja de recordar al sacerdote la finalidad de la unión con Cristo en el ejercicio del ministerio: «que el Señor reciba de tus manos este sacrificio para alabanza y gloria de su nombre, y para nuestro bien y también de toda su santa Iglesia».
La construcción de una personalidad y figura sacerdotales, que respondan a la profundidad espiritual que la Iglesia espera poder encontrar en la persona de sus ministros, es una obra apasionante que, como obra del Espíritu Santo, nos anuncia un futuro esperanzador. Las nuevas vocaciones sacerdotales que el Espíritu ha de suscitar durante éste, ya nuestro, tercer milenio tendrán un sello identificador muy diverso a las todavía actuales tipologías o modalidades sacerdotales descritas como consecuencia de una crisis, a veces, tan parcial o interesada. Por compleja que sea, la vida sacerdotal disfruta de una experiencia mística por la que puede ofrecer lo mejor de su servicio y presentarse como un estilo de vida atractivo.
Es el atractivo que, el entonces cardenal Joseph Ratzinger, ponía al descubierto ante el Papa Juan Pablo II en la celebración eucarística con motivo de los XXV años de su pontificado: «Habéis anunciado la voluntad de Dios sin miedo, incluso cuando ésta está en desacuerdo con lo que piensan y quieren los hombres. Al igual que el Apóstol Pablo, podéis decir que nunca habéis tratado de halagar con palabras, nunca habéis buscado la gloria de los hombres; al contrario, habéis velado por vuestros hijos como una madre. Como Pablo, habéis amado a los hombres y habéis querido hacerles participar no sólo del Evangelio, sino también de su propia vida (cf. 1 Ts 2,5-8). Habéis cargado con las críticas y los insultos, pero suscitando gratitud y amor a fin de derribar los muros del odio y de los que están lejos. Podemos constatar hoy como os habéis puesto totalmente al servicio del Evangelio y os habéis dejado consumir (2 Cor 12,15). En vuestra vida, la palabra cruz no es sólo una palabra. Os habéis dejado herir por ella en el alma y en el cuerpo. También como Pablo, soportáis el dolor para completar en vuestra vida terrenal, para el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, lo que aún falta a los sufrimientos de Cristo (Col 1,24)».
Es el atractivo que, tiempo después, el ya Papa Benedicto XVI recordaba en su primer encuentro con los sacerdotes y diáconos de Roma, como ofreciéndonos una imagen viva de lo que él mismo acababa de vivir elegido como sucesor de Pedro: «Del Señor Jesucristo, que se sacrificó a sí mismo para hacer la voluntad del Padre, aprendemos, además, el arte de la ascesis sacerdotal, que también hoy es necesaria: no debe situarse junto a la acción pastoral, como una carga añadida que hace aún más pesada nuestra jornada. Por el contrario, en la acción misma debemos aprender a superarnos, a dejar y a dar nuestra vida». Dicen que el papa Juan Pablo II miraba a la ventana donde los hijos de su pontificado se reunían como los hijos del patriarca rodean su lecho de muerte. Esa sí que fue la muerte digna, la del que da la vida por sus amigos. Ninguna muerte más digna que la del Crucificado. Ninguna calidad de vida mejor que la del que da la vida por amor –a éste nadie le quita nada–. Que no nos engañen más con eufemismos y juegos de palabras. Nosotros conocemos la voz del Pastor y no seguimos la voz de los extraños. Porque hemos aprendido en la escuela de María.
Pedro Montagut Piquet
Director del Instituto de Teología Espiritual de Barcelona
Nota