Archivo > Número 36

Eucaristía y sacerdocio ministerial

Agradezco de corazón la elección del tema de las presentes jornadas: 'Fidelitat de Crist, fidelitat del sacerdot´. Además de estar en plena consonancia con el espíritu del Centro Sacerdotal Montalegre, el image-cf341a80690119392cf2f49b4d214d4ftema que se nos propone en ellas responde plenamente al viento del Espíritu que sopla este año sobre toda la Iglesia y, en concreto, sobre la Iglesia que milita en tierras de Cataluña1.

En efecto, en la Iglesia Universal asistimos al desarrollo del Año Sacerdotal, un año santo, un año jubilar de los sacerdotes anunciado por el Papa en la Congregación del Clero el 16 de marzo de 2009; inaugurado oficialmente en Roma el día 19 de junio, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús; y que conocerá la clausura el 11 de junio del presente año de gracia de 2010, fecha en que cae esta vez la antedicha solemnidad.

Proclamado en y desde el gran horizonte del CL aniversario del “dies natalis” del Santo Cura de Ars, de San Juan Bautista María Vianney, el “Año sacerdotal quiere contribuir –en palabras del Santo Padre– a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo”.

Y, si sobre el cielo de la Iglesia Universal ondea este año la bandera del Santo Cura de Ars, sobre el cielo del pueblo catalán se levanta, también majestuosa, la silueta de Josep Samsó Elias, el tan famoso párroco de Santa María de Mataró, martirizado en el cementerio de los capuchinos de esta ciudad el 30 de julio de 1936 y beatificado por Su Eminencia Rvdma., el Cardenal Lluis Martinez Systach, nuestro Arzobispo Metropolitano de Barcelona, el pasado 23 de enero, en el templo basilical de la parroquia gobernada por el Beato durante 18 años.

San Juan Bautista María Vianney y el beato Josep Samsó Elias destacaron por su fidelidad a Cristo sacerdote y por su fidelidad a las comunidades cristianas que el Señor y la Iglesia les confiaron. Sacerdotes llenos de celo, fueron capaces de mostrar el amor de Dios a los hombres y a las mujeres de su tiempo. Uno y otro, fieles plenamente a su identidad sacerdotal, nos invitan a nosotros, sacerdotes todavía peregrinos en este valle de lágrimas, que es la tierra, a redescubrir cada día la identidad de nuestro sacerdocio y a vivir desde ella.

Y, al tiempo que agradezco al Director del Centro Montalegre la elección del tema de las jornadas de este año, le manifiesto también mi más vivo agradecimiento por haberme dirigido la invitación a participar en ellas, una invitación que he recibido y aceptado como un gran honor.

“Eucaristía y sacerdocio ministerial” es el tema que se me ha propuesto y sobre el que vamos a hablar.

¿Qué relación guarda la Eucaristía con el sacerdocio ordenado? ¿Se trata de una relación extrínseca o de una relación intrínseca? Y, si es una relación intrínseca y determinante, entonces ¿agota la Eucaristía el contenido del ministerio sacerdotal? Y, si no lo agota, ¿qué relación guardan con la Eucaristía el 'munus docendi´ y el 'munus regendi´ del ministerio ordenado? Finalmente, ¿qué relación guarda la Eucaristía con la persona y con la existencia del sacerdote? ¿Totaliza la Eucaristía la vida del aquél cuyo ministerio en la Iglesia consiste en representar sacramentalmente al Señor?

A estas preguntas quisiera responder en el breve espacio de tiempo de esta conferencia.

 

Centralidad de la Eucaristía

El tema que nos ocupa ha sido muchas veces objeto de la reflexión teológica; ofrece una base amplia en la Escritura; y los datos del Magisterio de la Iglesia son abundantes.

image-6f4191fc5654d74bfdaccb3204d2080b

En mi exposición sobre el tema me limitaré a tener en cuenta los cuatro relatos de la institución de la Eucaristía; la Carta a los Hebreos; la doctrina y cánones sobre el sacrificio de la Misa, fruto de la XXII sesión del Concilio de Trento, así como también la doctrina y cánones sobre el sacramento del orden, decreto logrado en el curso de la XXIII sesión de dicho Concilio; la Constitución dogmática Sacrosanctum Concilium y el decreto Presbyterorum ordinis del Concilio Vaticano II; la exhortación apostólica postsinodal de 1992, Pastores dabo vobis; la carta apostólica Dies Domini de 1998; la carta-encíclica Ecclesia de Eucharistia de 2003; y la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum Caritatis de 2007. De este último texto pontificio son particularmente dignos de atención para el tema que nos ocupa los números 23 al 26 de la primera parte; el número 80 de la tercera parte, un número dedicado al tema de la relación entre Eucaristía y espiritualidad sacerdotal; el número 53, correspondiente a la segunda parte y dedicado al análisis de la relación entre participación eucarística y ministerio sacerdotal; y, por último, los números 20 y 21 de la primera parte, en donde el Papa aborda el examen de la relación entre Eucaristía y sacramento de la reconciliación.

Así las cosas, mi reflexión sobre el tema se desarrollará en tres tiempos:

1. El ser de la Eucaristía y su relación intrínseca con el sacerdocio ministerial de Cristo participado por éste a la Iglesia;

2. La hermeneútica eucarística del ministerio sacerdotal y la forma eucarística de la existencia sacerdotal.

3. Consideraciones críticas sobre la necesidad de la Eucaristía para el Pueblo de Dios, sobre el problema de la escasez de clero actualmente existente en la Iglesia y sobre las dificultades de la celebración de la misa dominical, dada la escasez creciente de sacerdotes en las Iglesias particulares de Europa, y sobre los intentos de solución de este grave problema.

 

El ser de la Eucaristía y su relación intrínseca con el sacerdocio ministerial de Cristo participado por éste a la Iglesia

La Eucaristía no es sólo sacrificio, pues es también banquete, pero es primaria y fundamentalmente sacrificio. Más todavía: La Eucaristía es banquete justo porque previamente es sacrificio. Y el sacrificio y el sacerdocio están intrínsecamente unidos desde el principio. En efecto, la humanidad necesita de una mediación (sacrificio) llevada a cabo por un mediador (sacerdote) capaz de obtener la reconciliación de Dios con el hombre y, por tanto, de traer al mundo la salvación y la vida verdaderas.

Ahora bien, el sacerdocio pagano y el sacerdocio veterotestamentario, aun siendo distintos en su esencia, coincidían en image-3ebfef08d96e0d47ff71e681f09aa9b0estar ordenados al verdadero sacerdocio y en ser ambos insuficientes para realizar una mediación capaz de producir la reconciliación entre Dios y el hombre.

Por eso la Iglesia enseña que, dada la constitutiva insuficiencia del sacerdocio veterotestamentario para ofrecer un sacrificio a Dios, capaz de redimir y de llevar a los hombres a la perfección, el Padre dispuso por amor que, llegada la plenitud de los tiempos, surgiera otro sacerdote, nuestro Señor Jesucristo, que, ofreciéndose a sí mismo de una vez por todas en el ara de la cruz, consumara, mediante su muerte cruenta, la redención del género humano.

Ahora bien, ya que su sacerdocio no tenía que extinguirse con su muerte y teniendo en cuenta las exigencias de la naturaleza humana, Cristo, en la última cena, “la noche en que era entregado”(I Cor 11,23), dejó a su amada esposa, la Iglesia, un sacrificio visible por el que se representara su sacrificio sangriento que habría de cumplirse, al día siguiente, de una vez por todas, en la cruz del Calvario; por el que la memoria de su pasión y muerte cruentas permaneciera hasta el fin de los siglos; y por el que la eficacia saludable de su pasión y muerte –esto es, de su sacrificio– se aplicara en favor de la remisión de los pecados que diariamente se cometen.

Para instituir este sacrificio visible, anticipación sacramental de su sacrificio cruento, la misma noche de la cena, el Señor Jesús ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y de vino y, bajo los símbolos de estas mismas cosas, los entregó, para que los tomaran, a los apóstoles, a quienes constituía (en aquel mismo acto) sacerdotes. Y a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio les mandó con estas palabras que los ofrecieran: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19; I Cor 11, 24).

Pues bien, en el santo sacrificio de la Misa, actualización, hasta la venida del Señor, de la última cena, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que de una vez por todas se ofreció él mismo de forma cruenta en el altar de la cruz.

De este modo, el sacrificio de la cruz, anticipado en la última cena, constituye una unidad en sí con el sacrificio de la Misa. Pues una sola y la misma es, ciertamente, la víctima. Y el que en la Misa se ofrece por el ministerio de los sacerdotes es el mismo que entonces se ofreció en el altar de la cruz. Sólo es distinta la forma de ofrecerse: sangrienta y sin mediaciones, entonces y allí; incruenta y sacramental –esto es, por la mediación de los sacerdotes y de las mismas especies de la última cena–, aquí y ahora.

Por consiguiente, habida cuenta de la unidad intrínseca que existe entre ambos sacrificios, los frutos de la oblación cruenta de Cristo ubérrimamente se alcanzan por medio de la oblación incruenta que se raliza en la Misa, no pudiendo redundar ésta en menoscabo de aquélla.

Por eso, con razón ofrece la Iglesia el santo sacrificio de la Misa no sólo por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades de los fieles vivos, sino también por los fieles difuntos que no han satisfecho todavía plenamente las penas temporales debidas a las consecuencias de sus pecados.

 

La hermeneútica eucarística del ministerio sacerdotal y la forma eucarística de la existencia sacerdotal

 De lo que llevamos dicho, claramente se desprende que la Eucaristía, actualización del misterio pascual de Cristo, contiene todo el bien espiritual del mundo y de la Iglesia, y es, así, la fuente y la cima de todo ministerio y de toda vida.

Por lo cual, los sacerdotes, ministros de la Eucaristía por su configuración ontológica con Jesucristo, liturgo, maestro y pastor, encuentran en la Eucaristía la fuente y la cima de su ministerio. Ellos participan por el sacramento del orden y por la misión canónica de la unción y de la misión de Jesucristo cabeza, unción y misión que les convierte en la representación sacramental de Jesucristo mismo.

Ahora bien, aunque la liturgia eucarística es la fuente de donde mana hacia nosotros la gracia y, por tanto, también la image-f06af40b40a78ef5a690604ef7bf7563cumbre a la que tiende toda la actividad de la Iglesia, ello no significa que la liturgia, ni si quiera la eucarística, agote la actividad de la Iglesia, pues, para que los hombres puedan acceder a la liturgia, es necesario que antes sean llamados a la fe y a la conversión.

Consecuentemente, el ejercicio del munus sanctificandi no agota el ministerio sacerdotal, el cual contiene además, como necesarios y vinculantes, el munus docendi y el munus regendi.

Pero, puesto que todo tiene su origen en la Eucaristía y alcanza su fín en ésta, los sacerdotes encuentran en el misterio eucarístico el centro reductor o núcleo de su ministerio sacerdotal. Cristo nos hizo partícipes de su sacerdocio ministerial primaria y fundamentalmente en función de la Eucaristía. Por tanto, el ejercicio del ministerio ordenado en sus tres facetas presenta una forma eucarística. No en vano el Concilio recomienda tan vivamente a los sacerdotes la celebración diaria de la Eucaristía.

Finalmente, lo que ocurre en el plano objetivo del ministerio, se da también en el plano existencial.

En efecto, la relación intrínseca que guarda la Eucaristía con el ministerio sacerdotal es la misma relación que guarda aquélla con la existencia del sacerdote.

Por medio del sacerdote, configurado ontológicamente con Cristo por el sacramento del orden, se actualiza cada día en el mundo el misterio de nuestra redención. Pues bien, la vida del que ha sido configurado ontológicamente con Cristo no puede quedar al margen de la configuración ontológica recibida.

Si, quien celebra la Eucaristía, representa sacramentalmente a Jesucristo obedeciendo a Dios mediante su entrega a la muerte, y a la muerte en cruz, entonces éste tal, que es siempre el sacerdote, no puede situarse existencialmente como en las gradas del estadio en el que tiene lugar la representación sacramental del drama de Cristo muriendo por mí y por mis pecados. El sacerdote no es un actor ni un espectador. El es el sujeto instrumental a través del cual actúa el sujeto agente del drama, Cristo.

La persona del sacerdote, no solo su ministerio, tiene que conformarse interiormente con el misterio de la muerte del Señor.

Recordemos esas tremendas palabras que dirige el obispo al sacerdote ya ordenado en el segundo rito complementario de la ordenación, justo en el rito de la entrega por el obispo al neosacerdote del cáliz con el vino y de la patena con el pan: “Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”.

¿No estás realizando con tu pensamiento, con tu voz y con tus gestos la muerte del Señor? Pues, entonces, medita bien, ioh sacerdote!, aquello en lo que te estás ocupando. Y ¿no estás, acaso, conmemorando, haciendo sacramentalmente presente de modo incruento el sacrificio cruento de Cristo en la cruz? Pues, entonces, imita a Cristo derramando su sangre por el mundo y por ti, pecador, y crucifícate a ti mismo con aquél al que sacramentalmente representas y que está muriendo por ti. Y, para ello, limpia tu alma de vicios y de concupiscencias, sé santo. No otra es la clave de la existencia sacerdotal y, en el fondo, la clave de toda vida cristiana. Dicho lacónicamente, el constitutivo formal de la vida cristiana es la Eucarístia.  

 

Consideraciones críticas sobre la necesidad de la Eucaristía para el Pueblo de Dios y sobre el problema de la escasez de clero actualmente existente en la Iglesia

Como acabamos de decir, también el cristiano, no sólo el sacerdote, alcanza la forma de su vida en la Eucaristía. Esto ocurre sobre todo en la Misa del domingo, un día que posee un valor paradigmático respecto de cualquier otro día de la semana, pues en él se hace memoria de la radical novedad traída por Cristo. De ahí que san Ignacio de Antioquía calificara a los cristianos como “los que viven según el domingo” (iuxta dominicam viventes).

No en vano la Iglesia ha venido afirmando constantemente la importancia del precepto dominical para todos los fieles, llamados a vivir cada día según lo que han celebrado en el domingo. A este respecto, es bueno demos gracias a Dios por la Carta Apostólica Dies Domini del papa Juan Pablo II otorgada por el Espíritu a la Iglesia hace ahora 12 años.El domingo –venía a decir el muy llorado Pontífice– es un día poliédrico, pues ofrece muchas dimensiones. Es, en primer lugar, dies Domini, pues en él se conmemora el día de la creación. Es también dies Christi, pues hace presente el día de la nueva creación y del don del Espíritu Santo por el Señor resucitado. Es, así mismo, dies Ecclesiae, por cuanto que es el día en que la comunidad cristiana se congrega para la celebración eucarística. Y, finalmente, el domingo es dies hominis, a saber, un día de alegría, de caridad fraterna, de descanso y de solaz.

Con respecto a esto último, dice el Papa ser “particularmente urgente en nuestro tiempo recordar que el día del Señor es también el día de descanso” (SaC 74), lo que contribuye poderosamente a la relativización del trabajo, el cual debe estar orientado al hombre: el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo (cfr. SaC 74).

Pues bien, habida cuenta de la importancia de la Eucaristía y, en concreto, de la Misa dominical, nos sale al paso image-d485c32aed73bb59207111536e98c514enseguida un problema ya tratado por el papa Juan Pablo II en la carta apostólica Dies Domini y en la carta-encíclica Ecclesia de Eucharistia. Es el problema de las comunidades cristianas carentes de sacerdote, en las que no es posible, muchas veces, celebrar la Eucaristía en domingo.

Para cuando esto ocurra, el Santo Padre, con los obispos del Sínodo de octubre de 2005, establece esta práctica a seguir.

A) Se recomienda encarecidamente a los fieles acercarse a una de las iglesias de la diócesis en donde esté garantizada la presencia del sacerdote, aun cuando esto requiera un cierto sacrificio (cfr. SaC 75).

B) Cuando, por las grandes distancias, resulte esto imposible, la comunidad parroquial se reunirá en el templo para alabar al Señor y hacer memoria del día dedicado a Él, lo que se habrá de realizar a través de la celebración de una Liturgia de la Palabra.

Pero, en este caso, deberá instruirse bien a los fieles acerca de la diferencia entre la Santa Misa y la Liturgia de la Palabra que se celebre. Más todavía: tal Liturgia de la Palabra, que se organizará bajo la dirección de un diácono o de un responsable de la comunidad, consagrado o seglar, deberá atenerse a las exigencias de un ritual específico elaborado por las Conferencias Episcopales y aprobado por ellas para este fin. Habrá de quedar bien claro que corresponde sólo a los Ordinarios conceder la facultad de distribuir la comunión en dichas Liturgias de la Palabra. Finalmente, se habrá de poner el máximo cuidado en evitar que la función de los seglares y de los consagrados no ordenados en el servicio a la comunidad se confunda con el ministerio in nomine et in persona Christi del sacerdocio ordenado, que es ontológica y cualitativamente distinto del sacerdocio real, intrínsecamente necesario para la vida de la Iglesia, dado su carácter constituyente, y no puede nunca ser velado, minimizado ni sustituido. Ubi non sunt sacerdotes –decía san Jerónimo– non est Ecclesia. El hambre de la Eucaristía no puede ser apagada con fórmulas pastorales que, al fin y al cabo, son coyunturales y transitorias (cfr. SaC 75). Por eso, el objetivo debe seguir siendo la celebración del sacrificio de la Misa, única y verdadera actualización de la Pascua del Señor, única realización completa de la asamblea eucarística que el sacerdote preside in persona Christi partiendo el pan de la palabra y de la Eucaristía. Se tomarán, pues, todas las medidas pastorales necesarias para que los fieles que están privados habitualmente de la santa Misa se beneficien de ella lo más frecuentemente posible. Y esto se llevara a cabo, bien facilitando la presencia periódica de un sacerdote, bien aprovechando todas las oportunidades para reunir a los fieles en un lugar céntrico, accesible a los diversos grupos que vienen de lejos (cfr. DD 53). Recuérdese bien lo que dice a este propósito el decreto Presbyterorum Ordinis del Concilio Vaticano II: “No se construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene como raíz y centro la celebración de la Sagrada Eucaristía” (cfr. nº 6). Por tanto, los fieles deben mantener viva en la comunidad una verdadera hambre de la Eucaristía, que les lleve a no perder ocasión alguna de tener la celebración de la Misa, llegando a aprovechar incluso la presencia ocasional de un sacerdote que no esté impedido por el derecho de la Iglesia para celebrarla (cfr. EE nº 33).

Por tanto, la solución está en procurar sacerdotes, en buscar sacerdotes, y no en considerar como ordinarias normas sólo explicables y aplicables en situaciones extremas. Y, por supuesto, no es lícito en modo alguno ir más allá de los límites constitutivos de dichas normas. Muy recomendable es al respecto el estudio de la Instrucción interdicasterial de 1997, Ecclesiae de Mysterio, sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos con el ministerio de los sacerdotes. Y no menos elocuente es el Directorio Christi Ecclesia, de la Congregación para el Culto Divino, para las celebraciones dominicales en ausencia del sacerdote.

Y, puestos a buscar sacerdotes, hay que tener en cuenta estos considerandos.

Ciertamente, una distribución del clero más ecuánime favorecería la solución del problema, lo que no es tarea fácil, entre otras cosas porque cada vez son menos las diócesis que presentan un cociente sobrante de sacerdotes. Es preciso, además, hacer un trabajo de sensibilización capilar. Los Obispos han de implicar a los Institutos de Vida Consagrada y a las nuevas realidades eclesiales en las necesidades pastorales, respetando su propio carisma, y han de pedir a todos los miembros del clero una mayor disponibilidad para servir a la Iglesia allí donde sea necesario, aunque esto comporte sacrificio.

Muy importante es también la pastoral vocacional bien llevada. Esta pastoral no se puede solucionar con simples medidas programáticas. Se ha de evitar que los Obispos, movidos por comprensibles preocupaciones debido a la falta de clero, omitan un adecuado discernimiento vocacional y admitan a la formación específica, y a la ordenación, a candidatos carentes de los requisitos necesarios para el servicio sacerdotal. Un clero no suficientemente formado, admitido a la ordenación sin el debido discernimiento, dificilmente podrá ofrecer un testimonio adecuado para suscitar en otros el deseo de corresponder con generosidad a la llamada de Cristo. La pastoral vocacional, en realidad, tiene que implicar a toda la comunidad cristiana en todos sus ámbitos. Obviamente, en este trabajo pastoral capilar se incluye también la acción de las familias, a menudo indiferentes y en más de una ocasión hasta contrarias a la hipótesis de la vocación sacerdotal. Pedimos que se abran con generosidad al don de la vida y eduquen a los hijos a mantenerse siempre disponibles a cumplir la voluntad de Dios. Y es que lo que hace falta sobre todo es tener la valentía de proponer a los jóvenes la radicalidad del seguimiento de Cristo, mostrando su atractivo (cfr. SaC nº 25).

Mons. Manuel Ureña Pastor

Arzobispo de Zaragoza 


1 Conferencia pronunciada el 27 de enero de 2010 en las Jornadas de Castelldaura.

  • 24 agosto 2010
  • Mons. Manuel Ureña Pastor
  • Número 36

Comparte esta entrada