La voz del magisterio sobre el aborto voluntario y la eutanasia
Selección de textos realizada por Temes d´Avui
"Entre todos los delitos que el hombre puede cometer contra la vida, el aborto procurado presenta características que lo hacen particularmente grave e ignominioso. El Concilio Vaticano II lo define, junto con el infanticidio, como «crímenes nefandos» (Gaudium et spes, 51).
Hoy, sin embargo, la percepción de su gravedad se ha ido debilitando progresivamente en la conciencia de muchos. La aceptación del aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez más incapaz de distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el derecho fundamental a la vida. Ante una situación tan grave, se requiere más que nunca el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de conveniencia o a la tentación de autoengaño. A este propósito resuena categórico el reproche del Profeta: «iAy, los que llaman al mal bien, y al bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad» (Is 5, 20). Precisamente en el caso del aborto se percibe la difusión de una terminología ambigua, como la de «interrupción del embarazo», que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la opinión pública. Quizás este mismo fenómeno lingüístico sea síntoma de un malestar de las conciencias. Pero ninguna palabra puede cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado es la eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento.
La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las circunstancias específicas que lo cualifican. Se elimina a un ser humano que comienza a vivir, es decir, el más inocente que se pueda imaginar: ijamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún un agresor injusto! Es débil, inerme, hasta el punto de estar privado incluso de aquella mínima forma de defensa que constituye la fuerza implorante de los gemidos y del llanto del recién nacido. Se halla totalmente confiado a la protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su seno. Sin embargo, a veces, es precisamente ella, la madre, quien decide y pide su eliminación, e incluso la procura.
Es cierto que en muchas ocasiones la opción del aborto tiene para la madre un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de conveniencia, sino porque se quisieran preservar algunos bienes importantes, como la propia salud o un nivel de vida digno para los demás miembros de la familia. A veces se temen para el que ha de nacer tales condiciones de existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no nacer. Sin embargo, estas y otras razones semejantes, aun siendo graves y dramáticas, jamás pueden justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente." (Juan Pablo II, Encíclica 'Evangelium vitae, n. 58)
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"¿Cómo no recordar que, lamentablemente, nuestra época está asistiendo a una matanza inédita y casi inimaginable de seres humanos inocentes, que muchos Estados han avalado mediante la ley? iCuántas veces se ha elevado, sin ser escuchada, la voz de la Iglesia en defensa de estos seres humanos! iY cuántas veces, por desgracia, otros han presentado como derecho y signo de civilización lo que, por el contrario, es crimen aberrante en perjuicio del más indefenso de los seres humanos!
Pero ha llegado la hora histórica de dar un paso decisivo para la civilización y el bienestar auténtico de los pueblos: el paso necesario para reivindicar la plena dignidad humana y el derecho a la vida de todo ser humano, desde el primer instante de su vida y durante toda la fase prenatal. Este objetivo, es decir recuperar la dignidad humana para la vida prenatal, exige un esfuerzo conjunto y desapasionado de reflexión interdisciplinar, así como una renovación indispensable del derecho y la política.
Cuando se emprenda este camino, comenzará una nueva etapa de civilización para la humanidad futura, la humanidad del tercer milenio." (Juan Pablo II, Discurso a los participantes en la III Asamblea General de la Academia Pontificia para la Vida, 14 febrero de 1997)
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"Estamos convencidos de que la aceptación social del aborto es uno de los mayores signos de inhumanidad y de decadencia moral de nuestra sociedad. Por eso hemos hablado en diversas ocasiones en contra de este fenómeno tan preocupante (...). No porque tengamos algo contra la verdadera libertad, sino porque estamos contra la injusticia, contra la «ley del más fuerte», y a favor de la vida de los hombres, que es la gloria de Dios. Quebrantar el mandato divino: «no matarás» (Ex 20, 13) y contravenir la ley natural que nos pide respetar la vida humana no es en realidad actuar con libertad, sino con un gravísimo despotismo sobre los hermanos que esclaviza a quienes así actúan." (Nota de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, 18 de junio de 1998, n. 12)
La voz del Magisterio sobre la eutanasia
"...es cada vez más fuerte la tentación de la eutanasia, esto es, adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo así fin «dulcemente» a la propia vida o a la de otros. En realidad, lo que podría parecer lógico y humano, al considerarlo en profundidad se presenta absurdo e inhumano. Estamos aquí ante uno de los síntomas más alarmantes de la «cultura de la muerte», que avanza sobre todo en las sociedades del bienestar, caracterizadas por una mentalidad eficientista que presenta el creciente número de personas ancianas y debilitadas como algo demasiado gravoso e insoportable. Muy a menudo, éstas se ven aisladas por la familia y la sociedad, organizadas casi exclusivamente sobre la base de criterios de eficiencia productiva, según los cuales una vida irremediablemente inhábil no tiene ya valor alguno.
Para un correcto juicio moral sobre la eutanasia, es necesario ante todo definirla con claridad. Por eutanasia en sentido verdadero y propio se debe entender una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. «La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre la eutanasia, 5 mayo de 1980).
De ella debe distinguirse la decisión de renunciar al llamado «ensañamiento terapéutico», o sea, ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar o, bien, por ser demasiado gravosas para él o su familia. En estas situaciones, cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia «renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares» (Ibidem). Ciertamente existe la obligación moral de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se debe valorar según las situaciones concretas; es decir, hay que examinar si los medios terapéuticos a disposición son objetivamente proporcionados a las perspectivas de mejoría. La renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante al muerte (Ibidem).
En la medicina moderna van teniendo auge los llamados «cuidados paliativos», destinados a hacer más soportable el sufrimiento en la fase final de la enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un acompañamiento humano adecuado. En este contexto aparece, entre otros, el problema de la licitud del recurso a los diversos tipos de analgésicos y sedantes para aliviar el dolor del enfermo, cuando esto comporta el riesgo de acortarle la vida. En efecto, si puede ser digno de elogio quien acepta voluntariamente sufrir renunciando a tratamientos contra el dolor para conservar la plena lucidez y participar, si es creyente, de manera consciente en la pasión del Señor, tal comportamiento «heroico» no debe considerarse obligatorio para todos. Ya Pío XII afirmó que es lícito suprimir el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener como consecuencia limitar la conciencia y abreviar la vida, «si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales» (Discurso a un grupo internacional de médicos, 24 febrero 1957). En efecto, en este caso no se quiere ni se busca la muerte, aunque por motivos razonables se corra ese riesgo. Simplemente se pretende mitigar el dolor de manera eficaz, recurriendo a los analgésicos puestos a disposición por la medicina. Sin embargo, «no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin grave motivo» (Pío XII, Ibidem): acercándose a la muerte, los hombres deben estar en condiciones de poder cumplir sus obligaciones morales y familiares y, sobre todo, deben poderse preparar con plena conciencia al encuentro definitivo con Dios.
Hechas estas distinciones, de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores (Pío XII, Ibidem) y en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal (Conc. Ecum. Vat. II, Lumen gentium, n. 25).
Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio." (Juan Pablo II, Encíclica 'Evangelium vitae, nn. 64-65)