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Creyentes y no creyentes en la esfera pública: tres fundamentos para el bien común

En un mundo cada vez más pluralista, el problema de la identificación y búsqueda del bien común se considera a menudo image-3c3e4ba375a1e4a2e3b185333ab0d47cunadificultad insuperable. En las sociedades contemporáneas, liberales, «es un principio capital... que las instituciones públicas y más especialmente las instituciones de gobierno deben ser neutrales sistemáticamente por lo que respecta a las diferentes concepciones de lo que es el bien humano»[1]. Todas las concepciones del bien humano o de lo que constituye el desarrollo humano se consideran expresiones privadas de sus sentimientos, sus opiniones o sus tendencias. Teniendo en cuenta este punto de partida, ¿Cómo sería posible que creyentes y no creyentes convivieran pacíficamente en la vida pública? O, yendo aún más lejos, ¿qué podría hacerse para que pensaran y razonaran juntos sobre el bien común en sus comunidades políticas?

El concepto de esfera pública

En primer lugar, se debe entender el concepto de esfera pública. En una sociedad política democrática, la esfera pública es un lugar esencial para la participación política. Es «el espacio común en el que se considera que los miembros de la sociedad se reúnen... para dialogar sobre asuntos de interés común, y, por lo tanto, para poder alcanzar una puesta en común sobre esos asuntos»[2]. La propia idea de esfera pública presupone que las personas que componen la sociedad puedan razonar juntas acerca del bien común. La esfera pública presupone la actividad racional de la persona, es decir, las personas se reúnen para debatir, dialogar y persuadirse unas a otras acerca de un interés común y persiguen un objetivo común. Por lo tanto, la esfera pública tiene de alguna manera «un estatus normativo que el Gobierno debería escuchar»[3]. Sin embargo, con el fin de reflexionar sobre el bien común, los miembros de una comunidad deben compartir un conjunto común de valores o normas por los que les es posible razonar juntos. Cuando se da el hecho de que los miembros de las sociedades políticas contemporáneas no comparten un conjunto común de principios básicos sobre la noción misma del bien, ¿cómo pueden los creyentes y los no creyentes trabajar juntos en la esfera pública?

Cooperación de creyentes y no creyentes en la esfera pública

Me gustaría sugerir tres componentes fundamentales como base para la convivencia y la cooperación creativa de los creyentes y no creyentes en la esfera pública.

En primer lugar, se debe mantener un verdadero compromiso con la libertad religiosa como una condición sine qua non. La libertad religiosa significa no sólo la libertad de culto, sino también la libertad para ordenar la propia vida de acuerdo con los dictados de las creencias religiosas. Es una libertad que permite a la persona vivir su vida con integridad y dignidad. Esta libertad es indispensable ya que garantiza la libertad auténtica de las democracias. El Papa Juan Pablo II, recién elegido escribió una carta al entonces secretario general de las Naciones Unidas en la que, entre otras cosas, afirmaba: «el derecho a la libertad religiosa es la base de todas las demás libertades y está inseparablemente ligada a todas ellas en razón de la propia dignidad de ser persona»[4]. Esta acariciada libertad se considera absolutamente esencial para la salvaguardia de todas las demás libertades.

La idea de que la libertad religiosa es la primera libertad necesaria para todas las demás libertades humanas se encuentra en los escritos de los fundadores de los Estados Unidos de América[5]. Pero, por supuesto, la idea no se encuentra solo en la filosofía política americana. Como dice el Concilio Vaticano II en Dignitatis humanae:

«Esta libertad (es decir, la libertad religiosa) significa que todos los hombres han de estar libres de cualquier coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, de tal manera que nadie debe ser obligado a actuar de forma contraria a sus propias creencias, ya sea en privado o en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos»[6].

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La libertad religiosa es una verdad universal que se basa en la naturaleza de la persona. Forma parte de esa naturaleza el buscar y conocer la verdad sobre lo más elevado. Cuando las sociedades, tanto creyentes como no creyentes, valoran la libertad religiosa como la primera libertad de la persona, la investigación en ciencias sociales demuestra que a esa libertad le siguen otras libertades. Por ejemplo, en el reciente libro, The Price of Freedom Denied («El precio de la libertad negada»), los eruditos Brian Grim y Roger Finke compilaron y analizaron datos sobre el impacto de las persecuciones religiosas en todo el mundo. Con esos datos descubrieron que la libertad religiosa está altamente relacionada con la estabilidad democrática, la libertad política, la libertad de prensa y demás libertades, así como con la prosperidad económica y la armonía social[7].

Comprometerse con la protección de la libertad religiosa permite a todas las personas contribuir con su concepto de bien común en la esfera pública sin sospechas de estar imponiendo sus puntos de vista religiosos en todo. Así pues, ese compromiso con la libertad religiosa no debe suponer un riesgo inherente. Las razones religiosas se consideran a menudo como opresoras, especialmente por aquellos que no comparten puntos de vista religiosos.

Si las creencias religiosas pueden influir en la acción pública, ¿se convertirá tal acción en opresiva necesariamente? Pasemos al siguiente fundamento para hacer frente a esta preocupación.

La superación de la ideología laicista

Para estar totalmente comprometida con la libertad religiosa –una libertad religiosa que no delega en la opresión política–, la ideología del laicismo debe ser rechazada de manera uniforme. La doctrina ideológica de la laicidad supone que la creencia religiosa desaparecería para ser reemplazada por la regla de la razón. Esta noción de la razón misma es defectuosa. La ideología del laicismo revela una suposición ideológica similar a la del racionalismo científico. Esta ideología no ofrece un concepto de razón que esté abierto a la trascendencia o, incluso, que pueda afirmar la existencia de lo trascendente. Más bien, es una visión de la razón que se reduce a los hechos empíricamente verificables. Este punto de vista presupone que la creencia religiosa es ininteligible, a pesar de que este paradigma trunca el alcance de la misma razón. La razón se convierte en algo meramente instrumental, incapaz de comprometerse o responder con confianza a cuestiones de moralidad y ética. Debido a esa regla de la razón muchos laicistas –por ejemplo, Auguste Comte– tenían la esperanza de que la razón sería el fundamento de la gobernabilidad democrática y libre.

Pero la regla de tal razón no se ha establecido con éxito en todo el mundo. De hecho, un resurgimiento religioso global no ha hecho otra cosa que negar las tesis de que las creencias religiosas se están moviendo hacia una secularización irreversible. Incluso los ideólogos laicistas siguen intentando erradicar de la esfera pública la voz del creyente religioso, asumiendo falsamente que sus opiniones no pueden ser razonables. Tal suposición engendra la crisis esbozada al principio de este artículo, es decir, que los seres humanos no son capaces de llegar a un consenso sobre la naturaleza del bien. Esta falta de consenso moral conduce a la incapacidad de realizar juicios sobre cuestiones morales o éticas, ya que se supone que en esos asuntos los puntos de vista son siempre subjetivos o religiosos, de los que falsamente se dice que son ininteligibles e inaccesibles a la investigación racional. Sin embargo, «el razonamiento religioso es una rama de la racionalidad humana. Tiene tanto derecho a ser oído como cualquier forma de razonamiento científico, y tiene, a veces, una mayor necesidad de un análisis crítico»[8].

La creencia religiosa necesita que la razón esté abierta a la transcendencia. Y la razón, a su vez, debe estar abierta a las ideas de la fe religiosa. La apertura de la fe a la razón y viceversa ayudará a depurar las respectivas exigencias:
La tradición católica mantiene que las normas objetivas que gobiernan las acciones justas son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación. De acuerdo con esta interpretación, el papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar dichas normas... como ayudar a aclarar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos. Sin embargo, este papel corrector de la religión versus la razón no siempre es bien recibido, en parte porque algunas versiones deformadas de la religión, como el sectarismo y el fundamentalismo, se pueden ver en sí mismas como creadoras de graves problemas sociales. Y en cambio, estas distorsiones de la religión surgen cuando se presta una atención insuficiente al papel clarificador y estructural de la razón dentro de la religión. Es un proceso de dos vías. Sin embargo, sin la corrección suministrada por la religión, la razón también puede ser presa de deformaciones, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de manera parcial de modo que no tiene en cuenta plenamente la dignidad de la persona humana[9].

Laicidad sana y trabajar juntos por el bien común

Creyentes y no creyentes deben ser capaces de trabajar juntos por el bien común de la sociedad. Pero sólo pueden hacerlo estando abiertos a las ideas que cada grupo tiene para ofrecer. Tanto los creyentes religiosos como los no creyentes son capaces de ejercitar la razón. Pero por razón tenemos que entender una capacidad racional que es fuerte, totalmente capaz de discernir y conocer la verdad moral.

A fin de establecer una esfera pública en la que los creyentes y los no creyentes puedan razonar juntos, el último componente consiste en la creación de una sana laicidad. El término se encuentra en muchos de los discursos del Papa emérito Benedicto XVI, pero también es utilizado por el jesuita estadounidense John Courtney Murray en 1966 y por el arzobispo Giovanni Lajolo en 2004[10]. Benedicto XVI no da una definición completa del concepto de sana laicidad (sana laicità), pero esboza algunas ideas básicas.

En primer lugar, sana laicidad significa que los creyentes respetan la esfera autónoma del poder político para funcionar de acuerdo a sus propias reglas y normas. Podríamos decir que el primer aspecto crítico de una sana laicidad es una distinción apropiada entre la ciudad del hombre y la ciudad de Dios. La esfera propia de la Iglesia Católica no incluye la legislación civil, la política o las diversas constituciones.

Sin embargo, el papel de la fe religiosa en una sociedad que mantiene una sana laicidad debería tener una presencia image-c98179d45848a9011e3020052ba253e4pública. La religión debe verse como «una realidad que, organizada asimismo bajo estructuras visibles, necesita presencia pública en la comunidad con el fin de ser reconocida»[11]. Así pues, el estado debe garantizar la libertad religiosa reconociendo que los seres humanos están por naturaleza abiertos a la trascendencia, y las creencias religiosas constituyen uno de los aspectos más importantes de la identidad y de la libertad humana.

Un régimen político que tenga una sana laicidad no considera el culto, la cultura y el trabajo caritativo y educativo de la religión como una amenaza, siempre que no se perturbe el orden moral o público. Una vez más, nos damos cuenta de lo mucho que la religión necesita a la razón –una razón que ayuda a clarificar sus propias ideas y creencias–. La religión necesita una sociedad con una sana laicidad para evitar los peligros del fundamentalismo. Aún más, una visión religiosa ofrece al Estado una importante teoría de «ética social, promocionada por muchas señales de apertura a lo trascendente y por la formación de conciencias sensibles al cumplimiento de los deberes de solidaridad»[12].

Finalmente, una sana laicidad permanece abierta a las ideas trascendentes de los creyentes que apuntan a las verdades comunes acerca de la persona. Estas verdades comunes se dirigen a la «base ética fundamental que es inherente a la naturaleza misma del ser humano»[13]. Una sana laicidad afirma el orden secular, pero reconoce las limitaciones de este orden. Estas limitaciones exigen un diálogo abierto y honesto con los creyentes y sus puntos de vista. Una sana laicidad, en definitiva, es la que está abierta a Dios.

Tal vez una manifestación de esa sana laicidad es la tesis de Charles Taylor de que la auténtica laicidad exige una libertad de la sociedad política a partir de su «dependencia óntica» de la religión. Taylor explica:

«En la fase anterior (pre-moderna), Dios o algún tipo de realidad superior se constituye en una necesidad óntica, es decir, la gente no concibe un agente metatópico con autoridad que no esté conectado a la tierra de alguna manera en el porvenir, ya sea a través de la acción de Dios o de la Gran Cadena o de algún otro fundamento in illo tempore. Lo que surge del cambio es una comprensión de la vida social y política totalmente en el tiempo secular. Los fundamentos se contemplan ahora como acciones comunes en el tiempo profano, ónticamente en pie de igualdad con el resto de tales acciones, a pesar de que se les puede dar un estatus especial con autoridad en nuestra historia nacional o en nuestro sistema legal»[14].

En lugar de que la sociedad dependa de una religión concreta por su legitimidad y autoridad, la sana laicidad permite distinguir entre el ámbito del Estado y de la Iglesia. Cada uno tiene su propio papel, pero cada uno debe ser consciente de sus propias limitaciones y aceptar la necesidad del otro para lograr un auténtico desarrollo humano. Ese reconocimiento permite a los creyentes y a los no creyentes permanecer abiertos a las ideas de los otros. Tanto la fe como la razón son aspectos críticos del conocimiento y de la experiencia humana; reconocer esta verdad permite un enfoque más holístico del discurso en la esfera pública, aquél que reconoce a cada persona humana en su totalidad y respeta su libertad. Esta es la única manera de alcanzar el bien común de todos.

Angela C. Miceli

Investigadora del Instituto de Cultura y Sociedad (ICS)

Universidad de Navarra


[1] MacIntyre, Alasdair. “The Privatization of Good: An Inaugural Lecture.” Review of Politics 52 (3): 1990. Pág. 346.

[2] Taylor, Charles. Modern Social Imaginaries. Durham: Duke University Press, 2004. Pág. 83.

[3] Taylor, Charles. Modern Social Imaginaries. Pàg. 88.

[4] Juan Pablo II, Carta a Kurt Waldheim, 2 de diciembre de 1978.

[5] Por ejemplo, cfr. James Madison´s Memorial and Remonstrance Against Religious Assessments.

[6] Dignitatis Humanae. §2. http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_decl_19651207_dignitatis-humanae_en.html

[7] Brian J. Grim and Roger Finke. The Price of Freedom Denied: Religious Persecution and Conflict in the Twenty-First Century. New York: Cambridge University Press, 2011.

[8] Trigg, Roger. Religion in Public Life: Must Faith be Privatized? Oxford: Oxford University Press, 2007. P. 9.

[9] Benedicto XVI. Discurso a representantes de la sociedad británica, http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2010/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20100917_societa-civile_en.html

[10] Cf. Calo, Zachary. “Human Rights and Healthy Secularity.” Journal of Catholic Social Thought. 7: (2), 2010. 231-251.

[11] Benedicto XVI. Discurso al Sr. Alimir Franco de Sá Barbuda, nuevo embajador de Brasil ante la Santa Sede. http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2011/october/documents/hf_ben-xvi_spe_20111031_ambassador-brasile_en.html

[12] Ibid.

[13] Benedicto XVI. Discurso al embajador de San Marino ante la Santa Sede. http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2008/november/documents/hf_ben-xvi_spe_20081113_ambassador-san-marino_en.html

[14] Taylor, Charles. Modern Social Imaginaries. Durham: Duke University Press, 2004. Pág. 187.

  • 28 junio 2014
  • Angela C. Micell
  • Número 47

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