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Influencia de la familia en la educación religiosa de los hijos

«Educar en la fe hoy no es un trabajo fácil. En realidad, hoy en día cualquier tarea educativa parece cada vez más ardua y precaria. Por este motivo, se habla de una gran emergenciaeducativa, de la gran dificultad que se encuentra para image-4ccb9567d67a73d7afd32a1125411542transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia»[1]. Esta afirmación de Benedicto XVI nos enmarca el horizonte de este artículo: por un lado, quién debe ser el protagonista en la educación de la fe en los hijos y, por otro, cuáles son las dificultades reales que nos encontramos en esta tarea, así como en la educación en general.

El Papa subraya como causas de esta emergencia educativa en la que nos encontramos el falso concepto que hay de libertad del hombre y el escepticismo y relativismo imperante en la sociedad actual. Tanto en este error de concepto de la verdadera libertad, entendiendo hoy en día como ir por libre, como en la del relativismo imperante, fruto de la falta de relaciones y compromiso, está presente la importancia de la familia en la educación los hijos, entidad despreciada y muchas veces puesta en duda, y una falta de significado del concepto educar, que pone en peligro el futuro y la convivencia, y que nos lleva a la pobreza personal.

El significado y valor de educar

Si hablamos de educar, hablamos de formar las nuevas generaciones para que sepan ser determinantes, útiles en el mundo que les rodea, de prepararlas para la vida y la sociedad dándoles las herramientas que necesitan y consolidando el criterio para hacerlas funcionar para aportar el bien a esta misma sociedad . Es decir, los valores y las virtudes, y la libertad para llevarlos a la práctica. Esto no es nada fácil. Todos los que somos padres o educadores lo sabemos, y requiere una alta dosis de dedicación y conocimiento de la persona a quien educamos. Educar, pues, es profundizar en la persona, no quedarnos en una superficial transmisión de información, sino en la formación íntima de la persona.

Como dice Benedicto XVI, «en general, la educación tiende a ser reducida a la transmisión de determinadas habilidades o capacidades de hacer, mientras se busca satisfacer el deseo de las nuevas generaciones llenándolos de objetos de consumo y de gratificaciones efímeras»[2]. Esta educación íntima de valores y actitudes sólo se puede recibir en el lugar donde uno nace, que es donde se desarrollan auténticas relaciones de bondad, amor y servicio como es la familia. En otros lugares, se pueden transmitir como informaciones, pero allí donde realmente se viven, es en este espacio generador de sentido, en que se desarrolla una labor de artesanía individual, siendo la escuela una entidad subsidiaria de esta tarea pero, de ninguna manera, la única y / o responsable. Nos recordaba Juan Pablo II que la educación parte de dos verdades fundamentales: «La primera es que el hombre está llamado a vivir en la verdad y en el amor. La segunda es que cada hombre se realiza mediante la entrega sincera de sí mismo»[3]. Este es, pues, el espacio de la familia.

La familia como espacio educador por excelencia

«Los padres son los primeros y principales educadores de sus hijos, y en este campo tienen incluso una competencia fundamental: son educadores porque son padres»[4]. Sin duda, la familia es la microsociedad que educa, que prepara, pues, los hijos para vivir, para amar, para ser capaces de aportar el bien en la sociedad que los rodea. En esta línea, hemos sentido alguna vez que, según sea la familia, será la sociedad, porque así es el hombre. De lo que cada uno haga en su familia, depende, pues, nuestra sociedad y la humanidad entera, y resulta claro que, cuando se desprecia la importancia de la familia como responsable principal de la educación de los hijos, aparece el déficit de sentido, la falta de objetivos altos, la desmotivación o un bajo nivel moral.

Cuando el Papa se refería, en el documento al que estamos haciendo referencia, a que uno de los aspectos que enmarca la crisis educativa actual es la falta de una correcta interpretación del concepto de libertad, se refiere a la idea de que educar en libertad, ahora que ya hemos definido el término educar, significa preparar a los hijos, la persona, para afrontar con valentía las decisiones definitivas que, tarde o temprano, llegan. Lo que actualmente la juventud y muchos padres ven como una coacción a una hipotética libertad, la libertad de hacer lo que quiero cuando quiero mientras me beneficie a mí a corto plazo, coartaría la verdadera libertad, que consistiría en estar bien formado en las virtudes para escoger el correcto, lo que me hace bien y hace bien a los demás, cuando toca, a toda costa. En este sentido, uno y otro concepto de libertad, como se puede ver, resultan absolutamente antagónicos. La tarea educativa de los padres, como principales responsables ante otros estamentos colaboradores, implica libertad y, además, las hijas e hijos que se están formando, deben verla de manera palpable en los que más directamente les rodean, sus padres. Esto servirá para introducir dos factores importantes a tener en cuenta: la autoridad y el papel del amor y el servicio en la educación.

El verdadero concepto de la autoridad

«La tarea educativa implica la libertad, pero también necesita la autoridad (...) El testigo de Cristo no transmite sólo informaciones, sino que está comprometido personalmente con la verdad que propone y, con la coherencia de su vida, se convierte en punto de referencia merecedor de confianza»[5]. Para educar, para infundir valores y hacerlo en libertad es necesario que los padres tengan prestigio ante los hijos, ya que, en su niñez los obedecerán, pero hay que conseguir influir en ellos durante la adolescencia. Si primero los ayudamos después los podremos acompañar, y siempre tendrán nuestra manera de hacer y de ser como un faro, como un horizonte claro que, en libertad, los guiará.

Tener autoridad no es la capacidad de dar órdenes, no es tener el poder (que el cargo me otorga), es tener prestigio, ser líderes. Este prestigio no surge de la premisa de llenarlos de cosas materiales, darles siempre la razón (aunque no la tengan), de hacerles ver que ellos no tienen nunca la culpa. La responsabilidad de una acción mala surge cuando ellos ven en nosotros la lucha personal por ser cada día mejores, para ser más virtuosos (sinceros, humildes, optimistas, serenos, confiados, naturales, generosos, firmes... ), que vean un ejemplo de laboriosidad profesional, de servicio, de tratar bien a los que nos rodean. Dar ejemplo, en definitiva. No se educa a base de charlas o discursos.

Como el buen líder, ilos buenos padres van por delante! Enseñando con su actitud ila teoría que tienen en la cabeza! Que, aunque no son perfectos, luchan por estos objetivos, para conseguir este proyecto familiar, para mantener su escala de valores como motores de la familia, y aplicarla a sus hijos (¿cómo queremos que sean?, serán lo que nosotros somos, estimarán lo que nosotros queremos, serán generosos como nosotros lo somos, ...).

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La importancia del amor en el hecho educativo

«El amor conyugal se manifiesta en la educación, como verdadero amor de padres. La "comunión de personas" que al comienzo de la familia se expresa como amor conyugal, se completa y se perfecciona y se extiende a los hijos con la educación»[6]. Amarlos y conocerlos bien son ingredientes necesarios para esta receta y, además, para terminar de lograr este prestigio, los hijos deben ver que nuestra exigencia se mueve por amor, porque nos importan. Esto nos llevará a amarlos y aceptarlos tal como son, a educar individualmente, a escucharlos y conocerlos muy bien y no movernos por convenciones superficiales, como a menudo nos pasa en el trato personal. Y no podemos ir solos.

Es fundamental que el matrimonio se muestre unido en estos aspectos, ya que en educación, y especialmente en el prestigio que requiere la autoridad, no podemos ir por separado: pensar y definir juntos cuál es nuestra escala de valores en casa, tener toda la información posible antes de tomar una decisión ante los hijos, decidir y comunicar juntos las correcciones oportunas y, si es necesario, sancionar juntos, son aspectos que, añadidos al afecto, la rutina, la coherencia, la unidad de criterio, la constancia, el respeto o la confianza hacia los hijos, no hacen más que reforzar nuestra autoridad y así podremos educar, acompañar, ser referencia para ellos.

Hay que evitar ser padres paternalistas, con una excesiva protección que acaba ahogando la libertad de los hijos, o ser padres autoritarios que, con un prestigio por imposición, guían a los hijos pero sin dejar que tengan criterio propio; tampoco padres permisivos, que educan sólo en la ley del deseo para no complicarse la vida y que acaban teniendo hijos sin referentes, por no hablar de los padres que educan para no coartar la libertad de los hijos, anulando así su influencia como padres y dejan, sin dar criterio y tienen, por tanto, hijos sin criterio.

Esta falta de criterios, de infundir verdadera educación en los hijos, de falta de referencias son las que dan lugar al segundo concepto que expone el Papa: la presencia del relativismo en la educación actual.

El relativismo como desestabilizador en la acción educativa y formativa

Ante la falta de criterios, de verdad en mayúsculas, de considerar autoritario lo que quiere ser valor de referencia, el relativismo se convierte en factor educador. Entonces, como decíamos anteriormente, la educación basada en el relativismo crea exclusivamente maneras de hacer, de actuar, de valorar que sólo buscan satisfacer el deseo inmediato, superficial, mediante el consumismo, las gratificaciones inmediatas y, por tanto, efímeras, etc. «En una sociedad y una cultura que, con demasiada frecuencia, tienen el relativismo como credo propio –el relativismo se ha convertido en una especie de dogma–, falta la luz de la verdad, más aún, se considera peligroso hablar de verdad , se considera autoritario, y termina dudando de la bondad de la vida»[7].

Siguiendo el hilo de lo comentado del documento de Benedicto XVI, podemos preguntarnos qué incidencia puede tener esta emergencia educativa en los padres que queremos educar en la fe, con el testimonio y el seguimiento de Cristo como referencia en nuestra vida, como ejemplo de virtudes.

Educar para tener unidad de vida

Por lo que hemos visto, educar en la fe sería acompañar a nuestros hijos a tener una relación viva, significativa con Cristo. Pero debemos educarlos para tener una verdadera relación, una relación profunda, huyendo de la superficialidad y educando el fondo de la persona. Debemos ver a los hijos como una unidad y evitar que Cristo esté en su vida como en un compartimento estanco, que sea una relación temporal, desligada, puntual.

Esta unidad de vida que les mostramos es un centro sobre el que giran todos los aspectos de la vida. Es la auténtica referencia, una realidad que afecta a toda la persona. Esta unidad de vida se fundamenta sobre una base de auténticos valores y virtudes. La persona virtuosa es la que está en posición de percibir y profundizar en esta relación personal con Cristo. Sólo este camino de formación personal permite ser capaz de vivir esa plenitud.

Definiendo estos aspectos como claves en la educación, me vienen a la memoria unas palabras de nuestro querido Juan Pablo II que decía que el hogar cristiano debe ser la primera escuela de la fe, donde la gracia bautismal se abre al conocimiento y amor de Dios, de Cristo, de la Virgen. «Uno de los campos en los que la familia es insustituible es ciertamente el de la educación religiosa, gracias a la cual la familia crece como "iglesia doméstica"»[8].

Educar el espíritu

Efectivamente, estamos hablando de unos conceptos (educar, intimidad, Cristo) que significan adentrarse en el mundo íntimo y misterioso de la persona y de su relación con Dios. Como padres, podemos tener la duda de si deben ser los maestros, los especialistas, los que tienen la sabiduría, quienes muestren este camino a nuestros hijos o si lo tenemos que hacer nosotros. Como hemos comentado antes, la escuela tiene un papel subsidiario, complementario en la educación de los hijos frente al papel predominante de los padres como primeros responsables y protagonistas de esta formación. «Comparten la misión educativa con otras personas e instituciones, como la Iglesia y el Estado. Con todo, esto debe hacerse siempre aplicando correctamente el principio de subsidiariedad. Esto implica la legitimidad e incluso el deber de una ayuda a los padres, pero encuentra su límite intrínseco e insuperable en su derecho prevalente y en sus posibilidades efectivas»[9]. En el caso de la fe, hay que dar los conocimientos, pero lo que tiene un papel clave es la transmisión de esta fe, un papel que sólo podemos hacer los padres para todos los motivos que hemos comentado antes.

Educar el espíritu es, en el fondo, educar los sentimientos y los pensamientos íntimos, la intimidad de nuestros hijos e hijas. La belleza, la bondad, la verdad son algunos de los aspectos de fondo que deben tratarse. Por este motivo, esta relación personal con Dios debe desarrollarse dentro de la familia, ya que, como que afecta a la intimidad de las personas, la familia es el ámbito ideal de esta conexión con la realidad, en este caso con la realidad trascendente. Evidentemente, en la familia, esta educación no sería posible o se quedaría en un papel secundario o superficial, si no se viviera coherentemente todo lo que se quiere transmitir. Perderíamos el prestigio y, por tanto, la capacidad de influir en nuestros hijos.

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Fe y familia

«En la educación y en la formación de la fe, la familia tiene una misión propia y fundamental y una responsabilidad primaria»[10]. La vida de fe define el talante de una familia cristiana que no deja fisuras entre la religión y la vida, que no vive en compartimentos estancos, que son verdaderas iglesias domésticas. Esto no se puede explicar, sino que se ha de vivir. Esta manera de hacer, yendo por delante, que nos vean rezar, que noten nuestra fe minuto a minuto, circunstancia a circunstancia, es la que deja verdadera huella en el corazón, en las vivencias de nuestros hijos. Por este motivo, hay que estar con los hijos, han de captar esta realidad, no podemos ser padres y madres en la distancia, de un rato, de clases magistrales puntuales. Nuestros hijos necesitan esta referencia, ya que si no cogerán otra que no será la adecuada ni la correcta. El estar ahí nos permitirá conocer muy bien a los hijos, un aspecto primordial en la educación, como hemos dicho antes, conocer su intimidad para poder acompañar individualmente y hacerlos crecer como personas, y esta intimidad fundamentalmente sólo se puede conocer en la intimidad del hogar.

En resumen, se trata de que vean en nosotros algo más que unos actos piadosos, que noten la concreción de una vida de fe y que todo lo que aprenden de moral lo vean en nosotros, hecho vida, es decir, no sólo saber y decir la teoría sino que en la familia vean la práctica, vean a Cristo en nuestras obras de cada día, en nuestras reacciones, en nuestras alegrías y sufrimientos; esto es una verdadera referencia cristiana, que, además, no podrán ver en ningún otro lugar desde este prisma de la intimidad.

Hemos hablado, de pasada, del amor, que debe estar presente en cualquier relación educativa. En cuanto a la educación religiosa, el amor toma una relevancia capital, ya que sólo hay que mostrar a los hijos por qué y para qué nos ha creado Dios. La verdadera educación es la que capacita para amar y, si educamos, transmitimos y mostramos a los hijos esta realidad. Mediante el espíritu cristiano, les enseñaremos el verdadero sentido de la vida. Este amor, este capacitarlos para amar, debe partir de su intimidad, una parte de su ser que debemos saber respetar, proteger, educar. Aquí es donde se encuentra la conciencia, que es el sentimiento que marcará el bien y el mal de nuestras acciones y que, por tanto, es muy conveniente educar bien, ya que nos aportará el juicio ético de nuestros actos y que, en nuestra familia, obedecerá a nuestra condición de hijos de Dios. En este orden de cosas, la educación debe ser integral, es decir, que no podemos separar cuerpo y alma en la idea de persona. El alma es consustancial al cuerpo y le da sentido y trascendencia. Viviendo así, se consigue un desarrollo armónico y unitario. Debemos tener presente la existencia de esta conciencia interior y, por este motivo, les tenemos que ir mostrando, a los ojos de Dios, unas normas éticas correctas para que su comportamiento sea guiado adecuadamente y puedan hacer frente a las pasiones existentes, sabiendo que la conciencia y el amor de Dios les irá indicando el camino.

Jordi Ferraz i Costafreda

Institut Superior d´Estudis de la Família

Universitat Internacional de Catalunya

 


[1] Benedicto XVI, Discurso a la Asamblea Diocesana de Roma, 11.VI.2007.

[2] Ibidem.

[3] Juan Pablo II, Carta a las familias, 2.II.1994, n. 16.

[4] Ibidem.

[5] Benedicto XVI, Discurso a la Asamblea Diocesana de Roma, 11.VI.2007.

[6] Juan Pablo II, Carta a las familias, 2.II.1994, n. 16.

[7] Benedicto XVI, Discurso a la Asamblea Diocesana de Roma, 11.VI.2007.

[8] Juan Pablo II, Carta a las familias, 2.II.1994, n. 16.

[9] Ibidem.

[10] Benedicto XVI, Discurso a la Asamblea Diocesana de Roma, 11.VI.2007.

  • 18 febrero 2014
  • Jordi Ferraz i Costafreda
  • Número 46

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