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Rasgos de una genuina escuela católica

¿Cómo ha de ser la educación católica?

El Concilio Vaticano II dedicó la Declaración Gravissimum Educationis (GE) de modo específico a la educación, aunque rastreando otros documentos pueden encontrarse también importantes indicaciones sobre la educación cristiana en la infancia y en la juventud.

La Gravissimum Educationis profundiza y perfecciona la concepción de la educación cristiana expresada en la Encíclica image-57a05e5f7293d4414eb6c6fbe14ac028Divini Illius Magistri de Pío XI a la vez que integra otras enseñanzas del propio Concilio, tomadas de las Constituciones Lumen Gentium (LG), sobre la Iglesia, y Gaudium et Spes (GS) sobre la Iglesia en el mundo, y también la Declaración Libertatis Humanae (LH), sobre la libertad religiosa. En este artículo trataremos de sintetizar y comentar algunos de los contenidos de aquella declaración, en varios apartados, considerando también otros documentos del Magisterio[1].

La naturaleza y objetivos específicos de la educación cristiana son expuestos con claridad al afirmar: «La educación cristiana no persigue solamente la madurez humana, sino que busca, sobre todo, que los bautizados se hagan más conscientes cada día del don recibido de la fe» (GE 2) Así pues, la educación cristiana se dirige al hombre bautizado y en ella se distinguen dos dimensiones esenciales e inseparables: en primer lugar, es una educación auténticamente humana del cristiano en sus circunstancias y aspiraciones concretas; y en segundo lugar, es una educación del hombre bautizado, según la vida sobrenatural que hay en él por el don de la filiación divina, que necesita crecer y madurar progresivamente.

Educación en la fe

La educación en la fe debe fundamentarse en sentido estricto en el acontecimiento salvífico divino principal realizado en el tiempo, en el mismo transcurrir de la historia humana: la Encarnación, vida, muerte y resurrección de una persona: el Hijo de Dios, verdadero Hombre y verdadero Dios. Una de las causas principales de la descristianización actual tiene que ver con el olvido de esta realidad divina central, también en el ámbito escolar.

La pregunta sobre el modelo de hombre cristiano que se desea favorecer a través de una adecuada formación en la fe, remite necesariamente a la persona de Jesucristo, porque –con palabras del Concilio Vaticano II– «el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado (...). Cristo (...) manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22). El modelo pleno de hombre cristiano es Jesucristo en cuanto verdadero rostro humano de Dios.

La educación cristiana debe, por tanto, comunicar a Cristo vivo; favorecer que la persona bautizada entera se una a Jesús con su «memoria, inteligencia y corazón» (EN 44). Conocer a Jesús es encontrarse personal y comunitariamente con Él y seguirle, buscando una progresiva identificación con Él: vivir de Él y en Él con ayuda del Espíritu.

Desarrollo armónico de las dimensiones de la fe

La Declaración Gravissimum Educationis presenta varias dimensiones irrenunciables de la educación cristiana para iniciar e incrementar ese seguimiento personal de Cristo:

«La educación cristiana (...) busca, sobre todo, que los bautizados se hagan más conscientes cada día del don recibido de la fe, mientras:

- se inician gradualmente en el conocimiento del ministerio de la salvación;

- aprendan a adorar a Dios Padre en espíritu y en verdad (cfr. Jn 4, 23), ante todo en la acción litúrgica;            - formándose para vivir según el hombre nuevo en justicia y santidad de verdad (Ef 4, 22-24), y así lleguen al hombre perfecto, en la edad de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4, 13);

- y contribuyan al crecimiento del Cuerpo místico» (GE 2), que incluye el apostolado y el sentido misionero.

Explicitemos ahora el significado de cada una de estas cuatro dimensiones acudiendo al Magisterio.

a) Iniciación en el conocimiento del misterio de la sqlvqción

El inicio y progreso en el conocimiento del misterio cristiano y la salvación del hombre viene exigido en último término por la adhesión de la fe: el encuentro con Cristo lleva a conocer más su persona, su vida y su mensaje. Por este motivo la Declaración Gravissimum Educationis insiste en que la educación cristiana «busca sobre todo, que los bautizados se hagan más conscientes cada día del don recibido de la fe» (GE 2).

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El contenido de la fe proviene de la Revelación de Dios que se manifiesta plenamente en Cristo con «obras y palabras intrínsecamente ligadas» (DV 2) agrandando los límites de nuestro conocimiento (fides quae).

Desde el punto de vista subjetivo de la adhesión de la fe a la Revelación divina (fides qua), aparece una nueva dimensión al encuentro de Dios con el hombre: una dimensión a la vez sobrenatural e interpersonal (GE 3). Reclama la obediencia de la fe (GE 5) del hombre que se entrega entera y libremente a Dios (DV 5), aceptando así su misma vocación divina, y, con ella, el sentido pleno y último de su existencia. Como señala Juan Pablo,«la revelación no está aislada de la vida ni yuxtapuesta artificialmente a ella. Se refiere al sentido último de la existencia y la ilumina, ya para inspirarla, ya para juzgarla, a la luz del Evangelio» (CT 22). Entregarse a Dios por la fe abarca al hombre entero (DV 5), es decir, en cuerpo y alma, con todas sus facultades: sensibilidad, inteligencia y voluntad. Si faltara alguna de ellas –por ejemplo la razón– sería una entrega incompleta.

El conocimiento sobrenatural de la fe se inicia y aumenta gracias al ejemplo de la vida y la palabra de otros cristianos (en la familia cristiana, la comunidad cristiana, los centros escolares de inspiración cristiana, asociaciones, etc.), «los sacramentos y demás medios de la gracia» (AD 5).

Por lo tanto, las diversas actividades educativas que se organicen deberán facilitar y secundar la acción de la gracia divina, necesaria para una adecuada respuesta de fe (DV 5), y la participación voluntaria de cada alumno en ese encuentro totalmente personal –constitutivo de la fe– con Dios.

Como queda manifiesto, aunque el ámbito escolar colabora en el conocimiento de la fe de sus alumnos, no tiene la exclusividad de la educación en la fe porque ésta es precedida, acompañada y continuada tanto en la familia como en la comunidad cristiana. Por este motivo se exige una relación y colaboración continua entre estos tres ámbitos fundamentales de la formación cristiana. De lo contrario la formación cristiana escolar sería incompleta.

b) Aprender a orar y celebrar el misterio cristiano en la liturgia

La oración y celebración litúrgica es otro elemento fundamental y perenne en la educación cristiana porque implican una unión personal con Cristo. No sólo son expresión de esa unión sino que la realizan y la hacen crecer porque «Cristo está presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica» (SC 7). Por esta razón el Concilio Vaticano II llama a todos los fieles a la participación activa y plena en la liturgia «porque es la fuente primaria y necesaria en la que han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano» (SC 14).

Por la oración el cristiano dialoga personalmente con Dios y –si corresponde voluntariamente– su vida cristiana va siendo más profunda adecuándose a la voluntad de Dios a través de Jesucristo con la ayuda del Espíritu Santo.

Por la celebración litúrgica el misterio cristiano es vivido en la comunidad cristiana y se realiza la progresiva identificación con Cristo por la acción de la gracia que nos llega fundamentalmente a través de los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía. «La catequesis está intrínsecamente unida a toda la acción litúrgica y sacramental, porque es en los sacramentos y sobre todo en la Eucaristía donde Jesucristo actúa en plenitud para la transformación de los hombres» (CT 23). Por este motivo, el centro escolar debe estar en estrecha relación con la parroquia y potenciar la participación en las celebraciones litúrgicas.

Ahora bien, debe realizarse una iniciación tanto en la oración individual como comunitaria, sabiendo que la oración comunitaria no cobra pujanza si no va acompañada de la práctica de la oración individual. Es decir, el trato personal con Dios, y no solamente las «oraciones vocales».

c) Promover la vida moral según los valores del Evangelio

Jesús condiciona su seguimiento, el poder ser discípulo suyo a un cambio profundo de actitudes –como se aprecia por ejemplo en el caso del joven rico (Cf. Lc 18, 22-24)–, que consiste en una «vida en el mundo, pero una vida según las bienaventuranzas» (CT 29).

Este nuevo estilo de vida en Cristo es de renuncia exigente, pero también de gozo pleno. Por lo tanto, no debe quedarse en conocer las virtudes cristianas o evangélicas sino en ejercitarse en ellas cambiando también interiormente. Como señala Juan Pablo II «es importante revelar sin rodeos las exigencias, hechas de renuncias pero también de gozo, de lo que el apóstol Pablo gustaba llamar “vida nueva”» (CT 29).

Anteriormente, el Concilio Vaticano II declaró en repetidas ocasiones que esta vida moral cristiana tiene como meta la santidad, la identificación con Cristo:

«En la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad según aquello del Apóstol: Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (1 Tes. 4, 3; cfr. Ef. 1,4)» (LG 29).

Todos los hombres son llamados a la santidad en la Iglesia, a «vivir según el hombre nuevo en justicia y santidad de vida» (GE 2) para que así «lleguen al hombre perfecto, a la edad de la plenitud de Cristo» (Ibidem; cf. AG, 13). Esta santidad consiste en el seguimiento e identificación con Cristo, Redentor y Hombre perfecto, con ayuda de Dios (cf LG 40-41; GS, 22). La acción del Espíritu es imprescindible en esta formación moral, porque «viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rom 8, 26) y «para Dios ninguna cosa es imposible» (Lc 1, 37).

Las actividades realizadas tanto en la familia, en la parroquia como en el centro educativo, por lo tanto, deberán colaborar a la identificación del adolescente y joven con Cristo, ayudándoles a que descubran y respondan a la llamada personal que reciban del Señor; es decir, a conservarla y desarrollarla con la ayuda de Dios según la medida de los dones recibidos.

d) Fomentar el sentido apostólico y misionero

El Concilio Vaticano II es también explícito en lo referente a la dimensión apostólica de la fe. En el Decreto Apostolicam Actuositatem se dice que «la vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado» (AA 2); es image-973412399ffeab08e489c7c703bbe793decir, que el apostolado «brota de la misma esencia de la vocación cristiana» (AA 1). Asimismo la Constitución Lumen Gentium afirma que «sobre todos los discípulos de Cristo pesa la obligación de propagar la fe según su propia condición de vida» (LG 17).

Por lo tanto, los cristianos también deben crecer siendo «conscientes de su vocación, acostumbrándose a dar testimonio de la esperanza que en ellos hay»( GE, 2). La Constitución Lumen Gentium indica que la formación apostólica debe ir desarrollándose durante todas las etapas de la vida de los fieles: «Los sagrados Pastores conocen perfectamente cuánto contribuyen los laicos al bien de la Iglesia entera. Saben los Pastores que no han sido instituidos para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia en el mundo, sino que su eminente función consiste en apacentar a los fieles y reconocer sus servicios y carismas de tal suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la obra común» (LG 30). Esta acción apostólica ha de ejercitarse comenzando en la niñez y la juventud, especialmente entre las personas más próximas con su ejemplo y palabra: «Los jóvenes deben convertirse en los primeros e inmediatos apóstoles de los jóvenes, ejerciendo el apostolado personal entre sus propios compañeros, habida cuenta del medio social en que viven» (AA 12).

La Declaración Gravissimum Educationis insiste en el modo de favorecer que los jóvenes puedan poner en práctica este apostolado. Aunque lo refiera directamente a los alumnos de las Facultades y Universidades católicas afecta también en cierto grado a los adolescentes. Destaca la importancia de promover el diálogo entre la fe y la cultura contemporánea, el prestigio profesional y la coherencia de vida cristiana en el desempeño del futuro trabajo en la sociedad: «Los alumnos de estos Institutos pueden formarse como hombres de auténtico prestigio por su doctrina, preparados para desempeñar las funciones más importantes en la sociedad y testigos de la fe en el mundo» (GE, 10). La integración de fe y cultura ha de llevarse a cabo en todas las materias educativas. «Cada disciplina se cultive según sus propios principios, sus propios métodos y la propia libertad de investigación científica, a fin de que cada día sea más profunda la comprensión que de ella se alcance y, teniendo en cuenta con esmero las investigaciones más recientes del progreso contemporáneo, se perciba con profundidad mayor cómo la fe y la razón tienden a la misma verdad» (Ibidem).

El Concilio Vaticano II también llama a los cristianos a ser misioneros, a dar testimonio en todos los ambientes y a favorecer la configuración cristiana del mundo, que llevará a la promoción de todos los valores humanos auténticos (individuales y sociales):

«Conscientes, además, de su vocación, acostúmbrense a dar testimonio de la esperanza que hay en ellos (cfr. 1 Pe 3,15) y a ayudar a la configuración cristiana del mundo, mediante la cual los valores naturales contenidos en la consideración integral del hombre redimido por Cristo contribuyan al bien de toda la sociedad» (GE 2; cf. CT 25).

Los valores de la inteligencia, de la voluntad y de la fraternidad son auténticos si son expresión de la naturaleza de las cosas; es decir, en la medida que respeten su ordenación a Dios por la creación. Deben ser fomentados sinceramente por todos los hombres para desarrollar y facilitar una vida más humana.

Ahora bien, esos valores humanos son admirablemente sanados y elevados por la redención en Cristo, mediante «la competencia [del fiel cristiano] en los asuntos profanos y con su actividad elevada desde dentro por la gracia de Cristo» (LG, 36).

De este modo, en la medida que cada cristiano vaya respondiendo personalmente según esta concepción integral de la persona cristiana, las realidades humanas –las estructuras sociales– quedarán elevadas por el Espíritu de Cristo.

Por lo tanto, también es un objetivo de la educación cristiana promover la dignidad de las estructuras y ambientes sociales siempre dentro del uso responsable de la libertad y la fidelidad a Cristo, tal como se afirma en el Concilio Vaticano II:

«Los fieles, por tanto, deben conocer la íntima naturaleza de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios. Incluso en las ocupaciones seculares deben ayudarse mutuamente a una vida más santa, de tal manera que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y alcance su fin con mayor eficacia en la justicia, en la caridad y en la paz. En el cumplimiento de este deber universal corresponde a los laicos el lugar más destacado» (LG 36)

Unidad de la educación cristiana

Aunque se distingan diversas dimensiones de la fe y, por lo tanto, también sus correspondientes actuaciones educativas, no debe perderse la unidad o visión de totalidad en la educación cristiana, que consiste en ayudar a la participación e identificación personal y progresiva de cada cristiano con la persona de Cristo (CT 5. 19 y 72), su modelo.

El hombre, con su acción, no sólo transforma las cosas y la sociedad sino que se perfecciona como persona mediante la participación en la vida de su modelo: Cristo Redentor. Ahí se encuentra la cumbre de toda acción educativa.

Esta unidad armónica de todas las dimensiones de la fe está en el interior del mismo misterio de Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 11) «presenta una exposición orgánica y sistemática de los contenidos esenciales y fundamentales de la doctrina católica (...) a la luz del Concilio Vaticano II y del conjunto de la Tradición de la Iglesia»; y expone el nexo de los misterios –que se ha de tener siempre presente en la tarea de la evangelización–, según el designio salvador de Dios en el Verbo hecho hombre. Cristo nuestro Salvador, es la fuente de la fe, está presente en la Iglesia por los sacramentos, es modelo del obrar cristiano tanto personal como socialmente, y Maestro de oración.

Diego Porras Lara

Doctor en Teología. Licenciado en Filosofía

Capellán del Colegio Aura, Tarragona

 



[1] Del Concilio Vaticano II, además de los señalados, nos referiremos a las Constituciones Socrosantum Concilium (SC) sobre la liturgia, la Dei Verbum (DV), sobre la divina revelación, la declaración Apostolicam Actuositatem (AA), sobre el apostolado de los laicos, y Ad Gentes (AG). Otros documentos del Magisterio que citaremos son: PABLO VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntianti (EN), sobre la evangelización del mundo contemporáneo; y JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Catechesi Tradendae (CT), sobre la catequesis hoy.

  • 12 marzo 2014
  • Diego Porras Lara
  • Número 46

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