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Valores para salir de la crisis

La crisis en la que nos encontramos se deja notar cada vez más y, lo que es peor, se está haciendo larga. Los expertos auguran que saldremos de ella lentamente. Es una previsión, pero no se hará sin el concurso de nuestra image-ab522e9b116b363de983967887495b3clibertad. Salir de la crisis requerirá medidas «técnicas» y políticas, pero también esfuerzo, personal y colectivo, y muchas voluntad. La solución a la crisis no sólo depende de la ahora famosa «troika»: Banco Central Europeo, Unión Europea y Fondo Monetario Internacional. También depende de nosotros mismos. No debemos esperar pasivamente soluciones venidas de «arriba» o «logros sociales» que no se conseguirán con repetidas y molestas huelgas o sonadas manifestaciones.

Benedicto XVI, en la encíclica Caritas in veritate (CV.) publicada a mediados de 2009, invitaba a afrontar la crisis con ahínco y aún a sacar partido de ella: «La crisis –decía– nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar las negativas». (CV. 21) Al propio tiempo hacía una referencia explícita a descubrir y actuar según valores. Vivimos en «un mundo que necesita una profunda renovación cultural y el redescubrimiento de valores de fondo sobre los cuales construir un futuro mejor». (CV. 21), (la cursiva es énfasis nuestro).

Es un consejo estimulante. Descubrir, asumir, vivir y difundir buenos valores ha de contribuir, sin duda, a salir de la crisis. Los antivalores que subyacen en la crisis pueden ser los causantes de ella. Necesitamos, además, valores refrescantes y animosos que ayuden a superar la situación actual. Señalaré siete, aportando abundantes referencias de Benedicto XVI procedentes de la encíclica citada, pero antes convendrá revisar algunos antivalores subyacentes a la crisis.

 

Antivalores subyacentes a la crisis

Aunque la gente suele poner el acento en la crisis económica, en realidad, como ha recordado el papa Benedicto XVI, estamos inmersos en una crisis que es también cultural y moral (CV. 32). En realidad, esas tres crisis son interdependientes.

Existen, sin duda causas derivadas de la gestión, la regulación y la supervisión, pero hay otras. La simple enumeración de factores económicos, empresariales y políticos sugeridos por los expertos ya deja entrever un transformado moral. Así, se habla de un endeudamiento imprudente, de petición u concesión de prestamos irresponsables, de enfoques excesivamente cortoplacistas, un sistema de gestión de riesgos inapropiado, malas prácticas de gobernanza, engaños en la venta de algunos productos financieros...

Hay un transfondo moral porqué al hablar de imprudencia aludimos a la falta de una virtud fundamental: la prudencia, o sabiduría práctica; la irresponsabilidad y los riesgos inapropiados se relacionan también con la prudencia al no ponderar consecuencias razonablemente previsibles; los enfoques a muy corto plazo están generalmente motivados con los incentivos económicos que comportan, los cuales fomentan el afán de tener cada vez más, y pueden tener como consecuencia, comprometer el largo plazo y la sustentabilidad. El pecado capital de la codicia suele ser la fuerza impulsora de los enfoques estratégicos cortoplacistas. Las malas prácticas de gobernanza a menudo son debidas a actuar con negligencia o deslealtad. El engaño, que se convierte en fraude, es contario a la veracidad y a la justicia.

Contra estos antivalores conviene fijarse en sus contrarios: prudencia o sabiduría práctica, sentido de responsabilidad por las consecuencias, generosidad, diligencia, lealtad, justicia... 

Ver el mundo con objetividad y no dejarse hundir por las dificultades

Antes de la crisis se pecó de optimismo ilusorio y de falta de objetividad en las posibilidades de endeudarse. Ahora se trata de no quedarse en ver el vaso medio vacío, ni tampoco medio lleno, aunque esto último es preferible. Más bien conviene ver lo que hay dentro del vaso y tomar conciencia de su valor. Se puede haber perdido el trabajo, los ahorros, la casa... o quizá no tanto, pero hay que ponderar lo que se tiene. Puede seguir habiendo familia, amigos de verdad, sentido de la vida y esperanza de eternidad. Valorar lo que se tiene es capital. Los recursos materiales son necesarios, pero insuficientes para una vida buena.

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El papa Benedicto XVI tras señalar que le preocupa la complejidad y gravedad de la situación económica actual, exhorta a asumir «con realismo, confianza y esperanza» las nuevas responsabilidades que la nueva situación reclama.» La crisis no sólo es un problema, sino una oportunidad de repensar muchas cosas. «La crisis –escribía el Romano Pontífice nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar las negativas. De este modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo. Conviene afrontar las dificultades del presente en esta clave, de manera confiada más que resignada». (CV. 21)

La objetividad nos lleva a ver, sin pesimismo derrotista, que el desarrollo económico ha estado aquejado por desviaciones y problemas dramáticos que la crisis actual ha puesto todavía más de manifiesto. Sin embargo, es necesario afrontarlo ya que tienen un efecto decisivo para el bien presente y futuro de la humanidad (cf. CV. 21). Conviene reflexionar sobre la presente situación, emprender, hacer propuestas o apoyar buenos proyectos o iniciativas, sin dejarse hundir por las dificultades.

Aprender a vivir con austeridad y laboriosidad

Hay gran consenso en que, por lo general, hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, influidos por una sociedad consumista en la que se incita a disfrutar de todo tipo de bienes con frecuencia superfluos; y a gastar en demasía, cayendo en el despilfarro, y sin preocupación por el ahorro.

Posiblemente, durante años se ha fomentado poco la cultura del esfuerzo y del trabajo, en muchas escuelas y en no pocas familias. El trabajo ha sido visto únicamente como un medio para conseguir dinero para el consumo, y es necesario redescubierto en todo su valor, como medio para el desarrollo personal y como contribución al bien común. Para los cristianos también como un medio de santificación.

Para salir de la crisis, y diría que siempre, es necesario valorar la austeridad, que no es sinónimo de recortes presupuestarios sino una virtud. La austeridad empuja a vivir son sencillez, sin gastos innecesarios, evitando el lujo excesivo y, más aún, la ostentación.

Por otra parte, conviene fijarse en la productividad, una cualidad continuamente citada para salir de la crisis. Se dice que necesitamos exportar y para ello hay que ser competitivos en calidad y precio. La clave para lograrlo es mejorar la productividad. En los últimos años los salarios han subido y la producción alcanzada por unidad de tiempo y trabajador no lo ha hecho al mismo ritmo. La flexibilización del mercado de trabajo, la reducción de plantillas y algunas medidas técnicas para mejorar la eficiencia de los procesos ayudan a bajar costes laborales y con ello la competitividad. Pero hay algo más que contribuye a la productividad, que las personas que trabajen lo hagan con laboriosidad.

La laboriosidad es virtud que lleva a amar al trabajo y a trabajar mucho y bien, aprovechando el tiempo con intensidad, con voluntad de mejora y una actitud de aprendizaje continuo. Es incompatible con la pereza o la desidia, las pérdidas de tiempo y el absentismo laboral injustificado. Tampoco hay laboriosidad cuando falta compromiso por sacar adelante la empresa o hay desinterés por aquello que contribuye al bien de toda la organización.

Compartir deberes más que reivindicar derechos

Muchos tiene plena conciencia de sus derechos y quizá no tanto de sus deberes. El estado del bienestar, junto a grandes logros, puede haber contribuido a crear tal dicotomía. En todo caso, como señala la Caritas in veritate, «muchos pretenden pensar que no deben nada a nadie, si no es a sí mismos (...) Piensan que sólo son titulares de derechos y con frecuencia les cuesta madurar en su responsabilidad respecto al desarrollo integral propio y ajeno». (CV. 43)

La Iglesia siempre ha enseñado la profunda vinculación que existe entre deberes personales hacia el propio de desarrollo y los derechos asociados a estos deberes, que los demás deben respetar. De este modo, «los deberes refuerzan los derechos y reclaman que se los defienda y promueva como un compromiso al servicio del bien» y «los deberes delimitan los derechos porque remiten a un marco antropológico y ético en cuya verdad se insertan también los derechos y así dejan de ser arbitrarios». (Ibid.)

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En contraste, la Modernidad suele presentar los derechos como una simple «conquista social» desvinculada por completos de los deberes morales que los soportan. Y, «los derechos individuales, desvinculados de un conjunto de deberes que les dé un sentido profundo, se desquician y dan lugar a una espiral de exigencias prácticamente ilimitada y carente de criterios». (Ibid.) Aunque cuando estos deberes no se nieguen, ocurre que «la exacerbación de los derechos conduce al olvido de los deberes». (Ibid.) De aquí la importancia de «urgir una nueva reflexión sobre los deberes que los derechos presuponen, y sin los cuales éstos se convierten en algo arbitrario». (CV. 43) (énfasis en el original).

Durante la crisis nadie se quejó ni se preocupó demasiado de que los políticos se endeudaran hasta extremos insospechados. Se exigía, sobre todo, el derecho a recibir pero sin preocupación por contribuir al bien común. Tampoco se controló la gestión de los políticos, evitando que despilfarraran el dinero de todos con obras escasamente necesarias o sencillamente inútiles. Ahora tenemos aeropuertos vacíos, líneas de alta velocidad con apenas usuarios y flotas inmensas de coches oficiales, por citar unos pocos ejemplos. Se falló también en exigir a los gobernantes una clara y detallada rendición de cuentas y más transparencia en su gestión.

Siguen privando los derechos sobre los deberes. Cada grupo se queja de los recortes que le afectan; cada quien busca su interés, sin reconocer el deber de todos de asumir la situación y contribuir a superarla. No es buen camino olvidar los deberes de solidaridad hacia el conjunto, defendiendo a capa y espada derechos actuales de grupos particulares –no hablo aquí de derechos humanos–, incluso con huelgas gravemente dañinas y piquetes «informativos».  

Actuar con magnanimidad y espíritu emprendedor

Lo contrario a esperar pasivamente o resignarse a situaciones insostenibles es tener «grandeza de ánimo», que es lo propio de la virtud de la magnanimidad, y espíritu emprendedor.

La magnanimidad no es soñadora sino realista, conlleva sentido positivo, altura de miras y creatividad. No se queda en la queja sino que mira cómo afrontar la situación y, si puede, mejorar el entorno. Una persona magnánima reacciona así: si no encuentro trabajo en mi oficio, voy a ir pensando en otro; si me falta preparación, me dispongo a conseguirla; si no hay trabajo aquí, trato de crearlo o me voy a otro lado.

La magnanimidad se expresa también en el apoyo a las familias, que son quienes en gran medida soportan la crisis, ayudándose unas a otras y compartiendo los ingresos que entran en la unidad familiar. Es especialmente importante en el caso del paro juvenil, el más alto de la población, con diferencia. Por todo ello es más necesario que nunca «establecer políticas que promuevan la centralidad y la integridad de la familia». (CV. 44)

Conviene también recordar, aunque la crisis pueda hacer pensar lo contrario, que «la apertura moralmente responsable a la vida es una riqueza social y económica. Grandes naciones han podido salir de la miseria gracias también al gran número y a la capacidad de sus habitantes. Al contrario, naciones en un tiempo florecientes pasan ahora por una fase de incertidumbre, y en algún caso de decadencia, precisamente a causa del bajo índice de natalidad, un problema crucial para las sociedades de mayor bienestar.» Por estas y otras razones –advierte Benedicto XVI– «se convierte en una necesidad social, e incluso económica, seguir proponiendo a las nuevas generaciones la hermosura de la familia y del matrimonio, su sintonía con las exigencias más profundas del corazón y de la dignidad de la persona». (CV. 44)

En momentos de crisis puede pensarse que es inviable traer hijos al mundo. La apertura al don de la vida puede considerarse que no es, en modo alguno, muestra de magnanimidad, sino una gran insensatez, diciéndose «vamos a criar y educar hijos para el paro». Esta visión es muy corta de miras. La población envejecida y desesperanzada como la de nuestro país no tiene futuro. El hombre es el último recurso y los puestos de trabajo no son como un pastel con una cantidad fija a repartir. Son las personas, y a menudo los jóvenes, quienes aportan a la actividad económica ideas innovadoras, nuevo empuje, sentido emprendedor y disposición a viajar. Se pueden crear puestos de trabajo con innovación y, cuando el consumo interior falla, fomentado con ahínco comercio exterior. Todo esto ha de ayudar a salir de la crisis.

Ser solidarios con los más necesitados

Mientras salimos de la crisis existe el riesgo que muchos se queden en la cuneta. Los recortes en gasto social –constataba el Papa– «pueden dejar a los ciudadanos impotentes ante riesgos antiguos y nuevos». (CV. 25) Es algo que últimamente presenciamos a diario. Probablemente, todos saldremos económicamente más empobrecidos de la crisis, pero estas pérdidas pueden llevar a una parte de la población a no poder cubrir necesidades primarias en alimentación, vestido, vivienda, servicios básicos...

Algunas personas tienen necesidades menos perentorias que la alimentación, el vestido y la vivienda pero no por ello menos importantes. Son pobres en afecto, en bienes culturales, en esperanza, en confianza y en valores espirituales que llenen sus vidas. Todas estas necesidades, al igual que las materiales, nos interpelan.

Hay redes de solidaridad bien consolidadas que están haciendo un gran papel para paliar la crisis; por ejemplo Caritas y el Banco de alimentos. Pero hoy estas y otras redes de solidaridad tienen más necesidades que atender. Es necesario apoyarlas. También con voluntariado y generosidad. Pero, además, cabe pensar en propuestas creativas. Cabe pensar en nuevas o renovadas formas asociativas o en la utilización de los modernos sistemas de información y comunicación.

Por lo demás, solidaridad con quienes están en el paro es también ayudar a buscar trabajo o ayudar a mejorar la formación para encontrarlo. También se puede contribuir a salir de su situación a los parados ayudando a romper barreras psicológicas para buscar trabajo en otra profesión o incluso en una tarea peor remunerada que la anterior. Los parados que no encuentran empleo, también pueden trabajar, por ejemplo utilizando su tiempo en voluntariado o en tareas de servicio a los demás. No tendrán remuneración, pero así utilizarán bien su tiempo, se sentirán más útiles y quizá eviten situaciones depresivas o un pesimismo insuperable.

Fomentar una cultura de cooperación

Entre las causas morales de la crisis encontramos un marcado individualismo egoísta y una despreocupación por las consecuencias sociales de la búsqueda desenfrenada del propio interés. Ahora se trata de superar esta visión fomentando una cultura de cooperación, generadora de capital social.

Estamos en el mismo barco y las acciones de uno repercuten en otros. Nadie es independiente de los demás; de algún modo, todos somos interdependientes. En la crisis, hubo «contagio» de uno sector a otro y entre países. La voluntad de cooperación ha de ser también contagiosa; y todo es empezar.

La cooperación es imprescindible para el buen funcionamiento de las empresas, pero también es necesaria dentro de la sociedad. La idea de que la sociedad no es más que un hipotético contrato social entre los ciudadanos es ajena al humanismo cristiano, que se apoya en la sociabilidad humana y en la capacidad de cooperación.

Fomentar una cultura de cooperación requiere una educación para el bien común, incluyendo la responsabilidad hacia futuras generaciones, con la consiguiente preocupación para un desarrollo sostenible. Un aspecto concreto de cooperación al bien común es el consumo responsable. Juan Pablo II señalaba la importancia de una educación que lo fomente y Benedicto XVI, lo recordaba añadiendo que «los consumidores deben ser constantemente educados para el papel que ejercen diariamente y que pueden desempeñar respetando los principios morales, sin que disminuya la racionalidad económica intrínseca en el acto de comprar». (CV. 66)

El sentido de cooperación impulsó en su día la creación de cooperativas de consumo. Según Benedicto XVI es un ejemplo a seguir, especialmente en tiempos de crisis. Afirma: «en el campo de las compras, precisamente en momentos como los que se están viviendo, en los que el poder adquisitivo puede verse reducido y se deberá consumir con mayor sobriedad, es necesario abrir otras vías como, por ejemplo, formas de cooperación para las adquisiciones, como ocurre con las cooperativas de consumo, que existen desde el siglo XIX, gracias también a la iniciativa de los católicos». (CV. 66)

Gobernar con sabiduría y coraje y contribuir a conseguirlo

No se ha hecho durante la crisis. Ha habido irresponsabilidad por parte de la banca, de los supervisores, los reguladores y los gobiernos. Ha faltado prudencia y han sobrado deseos de ganar dinero o votos, y de no complicarse la vida buscando lo que resulta más ético. Ahora, más que nunca, se requiere sabiduría práctica para acertar en las medidas oportunas y coraje para aplicarlas. Esto parece que sólo afecta a quienes gobiernan instituciones, públicas y privadas, pero no es así. También los gobernados deben participar y contribuir al buen gobierno. Con su voz, su voto y otras acciones pueden influir en gran manera sobre los que están al frente de las instituciones.

Gobernar con sabiduría se superar modelos economicistas en los que difícilmente tienen acceso los criterios éticos. Se requiere redescribir la intrínseca unidad que existe entre los aspectos éticos y económicos: la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo». (CV. 21)

Conviene afrontar las dificultades del presente en esta clave, de manera confiada más que resignada «Los aspectos de la crisis y sus soluciones –afirma Benedicto XVI–, así como la posibilidad de un nuevo desarrollo futuro, están cada vez más interrelacionados, se implican recíprocamente, requieren nuevos esfuerzos de comprensión unitaria y una nueva síntesis humanista». (CV. 21) Un síntesis humanista que es necesaria tanto a nivel teórico como en la práctica empresarial y política.

Para gobernar con verdadera sabiduría se impone pensar y superar viejos moldes de corte econocimicista donde el único criterio imperante es el económico. Es importante redescubrir que la actividad económica y empresarial es, ante todo, relación humana dentro de la cual tienen lugar las transacciones comerciales.

Este carácter humano ha de enfatizarse también en las relaciones de producción, superando la visión en la que el trabajo es visto como simple factor de producción, expresado en términos de costes laborales o como mero recurso para obtener beneficios. Tampoco como una fuerza social sistemáticamente enfrentada a los poseedores del capital o a la dirección de la empresa. La nueva síntesis humanista de la que habla el Papa pasa por redescubrir lo humano tanto en la producción como en la comercialización, exige también ver la empresa como comunidad de personas y no sólo como una organización con un conjunto de complejos mecanismos.

Esos son los siete valores anunciados en la introducción. Puede haber más, pero me parece que estos no deberían faltar.

Domènec Melé,

Profesor en el Departamento de Ética Empresarial

y titular de la Cátedra de Ética Empresarial del IESE

  • 25 marzo 2013
  • Demènec Melé
  • Número 44

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