Archivo > Número 44

El colorante laicista

Javier Álvarez Perea

Ediciones Rialp

Madrid, 2012

223 pág

Javier Álvarez Perea, licenciado en Filosofía y en Ciencias de la Educación, en este libro, reflexiona sobre la cuestión tan actual de las relaciones entre el Estado y la Iglesia, y el significado de los términos laicismo y laïcitat.

El autor comenta que la relación existente entre el fenómeno religioso y el poder se remonta al origen de la humanidad, teniendo en cuenta que la función religiosa está image-b860b6c7739c16ae77fec46e3b81d25dpresente, detrás de una diversidad de manifestaciones, en toda sociedad humana. Como decía Mircea Eliade: «el origen fundacional de las sociedades está sustentado en fundamentos sagrados».

Álvarez nos recuerda que Grecia ha sido el pilar básico de nuestro pensamiento filosófico y de nuestra historia como civilización occidental. El paganismo que vivían era un paganismo en el que implícitamente había una comprensión de lo sagrado, alejada de cualquier consideración laicista o atea. Mundo natural, ámbito social y mundo sagrado quedaban entrelazados en la comprensión griega del hombre. La areté o virtud platónica y aristotélica suponen una comprensión antropológica que marca el camino del perfeccionamiento social y personal, ya que la virtud que desarrolla el individuo tiene implicaciones morales y políticas que revierten en la sociedad.

El debate sobre la laicidad del Estado es sin duda un debate que impregna la actualidad social, política, filosófica, teológica... Sólo hay que comprobar la cantidad creciente de expresiones que estos últimos años han surgido para tratar este asunto: estado aconfesional, estado laico, sociedad laicista, cultura secularizada... ¿Qué designan estas expresiones? La respuesta no es unívoca. El autor menciona el hecho de que «laicidad» procede de la palabra griega laos, que significa "pueblo", y que también tiene un término sinónimo: demos, referido a los sujetos con capacidad de participación política. Con la irrupción del cristianismo en el mundo romano, el sustantivo laico adquiere el significado griego de laico o pueblo, y se utiliza para designar aquellos cristianos que no forman parte de la estructura eclesiástica. A lo largo de la historia, el término es usado con idéntico sentido, aunque en el siglo XIX aparece una escisión entre el término laico y el término creyente.

Para John Locke, el principio de la «tolerancia» forma parte esencial de la laicidad. La libertad de conciencia no puede ser condicionada por el poder estatal. Y éste, a su vez, debe constituir el entramado jurídico y político al margen de las confesiones religiosas. La laicidad es, en principio, libertad de conciencia. Para Claudio Magris, la laicidad es la capacidad de distinguir lo que es demostrable racionalmente de lo que es objeto de fe. La laicidad es una actitud vital e intelectual en que el individuo asume su responsabilidad ante la historia y los acontecimientos. No es una actitud de enfrentamiento, sino de integración, consciente de la importancia del legado cultural procedente del cristianismo. Otras corrientes más beligerantes, adoptan una actitud refractaria ante la praxis religiosa y consideran que la laicidad es un principio de independencia de los actos políticos respecto de los religiosos y viceversa. Angelo Scola considera que la laicidad del Estado supone «la no identificación con ninguna de las partes implicadas».

Es más adelante, dice Álvarez, cuando el sustantivo laico o laicidad origina el polémico concepto de laicismo (dentro de los «ismos» del siglo XIX), señalando los sistemas de pensamiento basados en el principio de laicidad, teniendo algunas connotaciones negativas al asumir actitudes radicalizadas del principio de laicidad. Así, leemos u oímos sobre «el azote laicista», «activismo laicista», o «legislación laicista». Se podría decir que, en este contexto, el laicismo arranca de una comprensión global de la historia europea marcada por la «filosofía de la sospecha» ante el fenómeno religioso y especialmente de la Iglesia católica, considerando que el desarrollo de la humanidad se ha visto entorpecido por la influencia de la Iglesia. Entre sus pretensiones, no habría el rechazo de la Iglesia ni de la religión, sino la libertad y la autonomía moral del individuo.

Erigido como movimiento redentor de las sociedades democráticas, el laicismo no admite el adoctrinamiento en dogmas ni el fanatismo doctrinario. Ahora bien, lo que no queda claro es qué se entiende por dogmatismos, sectarismos o ser un fanático. Tampoco se puede 'hablar genéricamente de laicismo´, ya que, especialmente en Francia, se pueden distinguir diferentes niveles. Pero, como dice el filósofo italiano Vittorio Posenti, el laicismo, a diferencia de la laicidad, considera la religión como un factor no positivo y pretende recluirlos en el ámbito privado, cosa que supone una restricción de la libertad religiosa. Dice Magris, con respecto a este punto, que «el término laicismo es usado a veces para designar una arrogancia agresiva e intolerante». De estas diferentes posturas, se podrían señalar genéricamente tres niveles: a) el laicismo religioso, de raíz cristiana, que reconoce las aportaciones que el cristianismo ha dado a la historia de la humanidad, b) el laicismo antirreligios, que se manifiesta como una especie de ateísmo, reivindicando la secularización de la sociedad, c) El laicismo de neutralidad que pretende impedir la influencia de la religión en la vida pública, procurando la neutralidad del Estado, sin pretensiones de conculcar el derecho de libertad de conciencia de los ciudadanos.

En el último apartado, el autor comenta la conversación pública entre Benedicto XVI y Jürgen Habermas. Éste, partiendo de Rawls, sostiene un liberalismo político con normas no religiosas en un Estado democrático. Una forma de derecho natural que renunciaría a la tradición iusnnaturalista y las consecuentes implicaciones religiosas, como punto de partida de la Ilustración, apoyando el principio de neutralidad del Estado, si bien reconoce que la conformación de una opinión y voluntad políticas, se alimenta de ideales éticos y aspectos culturales, entre los que se incluirá la comprensión y la moral religiosa. La secularización es una ocasión de aprendizaje para la convivencia entre la mentalidad laica y la religiosa, buscando un mutuo enriquecimiento dialogado. El Estado debe aceptar el diálogo con las confesiones religiosas otorgándoles un papel en el diálogo social como parte que son de la sociedad civil. Para Ratzinger, las culturas están transformando la fisonomía social de Occidente, y se deben establecer unas bases éticas para construir una estructura jurídica que controle y ordene el poder. La situación no es fácil, ya que se ha prescindido de certezas éticas mantenidas hasta ahora. La ciencia y la filosofía deben actuar con responsabilidad para que no se altere la concepción integral del hombre. El poder político debe estar sometido al derecho, evitando arbitrariedades; un derecho, pues, que debe seguir criterios de justicia y no privilegios de los que tienen el poder, y que debe ser expresión del interés común de todos. La solución estaría en la participación democrática. Esto nos invita a reflexionar sobre los fundamentos democráticos del derecho, que deben ajustarse a unos principios pre-políticos, como es el caso de los derechos humanos, que, por su adscripción a la especie humana, se entienden como universales e inalienables. No son inventados, sino que se van descubriendo, presentándose como principios incuestionables de la civilización occidental.

Pero nuevas amenazas caen sobre la humanidad y plantean un reto normativo, ante el desarrollo científico que permite la manipulación y control biológico del hombre. El hombre es capaz de crear al hombre, convirtiéndolo en un producto, o también los abusos de poder y el fanatismo religioso, el cual plantea dudas para poner bajo tutela las religiones. Esto pone en cuestión la razón misma, que ya no tiene límites. En Grecia, el derecho alejó de la arbitrariedad y la contingencia para pasar a un fundamento normativo universal. La experiencia de otras culturas lleva a Francisco de Vitoria a desarrollar el ius gentium o derechos de los pueblos, que son previos a la concepción cristiana del derecho, los cuales garantizan la unidad moral del mundo cristiano, aunque esté dividido en confesiones cristianas diferentes. Teniendo en cuenta que la razón y la naturaleza se entrecruzan, el derecho natural ha sostenido un orden racional del universo. La cultura laica racional es realmente prepotente y se entiende a sí misma como elemento unificador de los nuevos modelos sociales, pero lo cierto es que la comprensión cristiana de la realidad sigue siendo la fuerza activa. La relación entre razón y religión están llamadas a depurarse y regenerarse recíprocamente, ya que se necesitan mutuamente, y así lo han de reconocer. Por este camino, Ratzinger vislumbra el futuro de Europa y el mundo.

Lluís Pifarré

  • 13 abril 2013
  • Javier Álvarez Perea
  • Número 44

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