Archivo > Número 42

La Familia cristiana, primer camino para la evangelización*

image-8aaf65e687df55a0eca613d829197ed2

 

Cardenal Ennio Antonelli

Presidente del Consejo Pontificio para la Familia

El Papa ha convocado a todas las familias del mundo en Milán del 30 de mayo al 3 de junio próximos. Desea el Santo Padre que nos preparemos para este Encuentro Mundial con diversas actividades: catequesis preparatorias, semana de la familia y otros eventos que nos ayuden a descubrir la belleza y la verdad del matrimonio y la familia.

Queridos amigos, os esperamos en Milán con muchas familias de vuestras parroquias y de toda España, para compartir la alegría de la fe y para escuchar juntos la palabra del sucesor de Pedro en este importante momento histórico. Os aseguro que seréis muy bien acogidos por la Archidiócesis y por las familias de Milán.

 

Un cambio histórico

Dado que los designios de Dios sobre el matrimonio y la familia afectan al hombre y a la mujer en su concreta existencia cotidiana, en determinadas situaciones sociales y culturales, la Iglesia, para cumplir su servicio, debe esforzarse por conocer el contexto dentro del cual matrimonio y familia se realizan hoy” (FC 4).

Debemos comprender, lúcidamente, que estamos implicados en un cambio rápido, amplio y profundo que se está llevando a cabo en diferentes ámbitos: científico, teológico, económico, social, cultural, religioso.

Basta enumerar simplemente algunas palabras como: biotecnologías (dan un poder inmenso sobre la vida vegetal, animal y humana); revolución informática (construye la sociedad de la comunicación y del conocimiento); globalización (implica interdependencia económica, transferencias de capitales y de empresas, movilidad de personas, exportación de ideas y de estilos de vida, el multiplicarse de instituciones internacionales); pluralismo cultural, ético y religioso en un mismo territorio (conlleva la necesidad de aprender el difícil arte de la convivencia con la diversidad); relativismo (reduce la racionalidad únicamente a un ámbito científico y técnico; la antropología, la ética y la religión quedan a merced del subjetivismo de las opiniones libres); revolución sexual (incluye tanto las costumbres como la ideología); secularización (tiende a marginar a Dios de la vida, especialmente de la vida pública).

La revolución sexual se manifiesta a través de una serie de fenómenos culturales, sociales, éticos impresionantes. Ejercicio lúdico de la sexualidad genital (con los únicos límites de excluir la violencia y tomar precauciones para prevenir las enfermedades y los nacimientos). Privatización de la familia (reducida a un lugar de afectos y de gratificaciones individuales). Incremento del número de personas singles, muchas de las cuales lo son por decisión propia (en Europa representan ya el 29% de los hogares; se prevé que pronto serán el 40%; en Suecia ya son el 50%). Aumento de los divorcios y de las separaciones (en Europa son la mitad de los matrimonios. Se difunden también los así llamados “divorcios grises” entre los mayores de sesenta años). Varías tipologías de parejas irregulares: parejas de hecho; parejas homosexuales; relaciones intermitentes; familias reconstituidas (Cf. Benedicto XVI hijos huérfanos por demasiados padres”); familias monoparentales por elección (mujeres que desean tener un hijo prescindiendo de un marido). El matrimonio es considerado como algo anticuado y destinado a desaparecer. La propuesta de matrimonio, como un contrato a tiempo parcial. En el futuro el sexo separado de la función reproductiva, confiado cada vez más a la tecnología. Posibilidad de poli-amor y de poli-familia. Ideología del gender (el sexo biológico carece de importancia, como no la tiene el color del cabello. Sólo importa el género, es decir la orientación sexual que se elige, se construye y se puede modificar: heterosexual masculina, heterosexual femenina, homosexual, lesbiana, bisexual, transexual, flexible. Batalla cultural y política por los derechos sexuales y reproductivos y contra la homofobia).

image-b2cab5f484db7ed3b797fec83579090e

En Europa, dos tercios de las familias no tienen hijos (excluidos por motivos de coste económico y ritmos laborales, pero también por motivos fútiles como la libertad de viajar, disponibilidad de más tiempo libre, mantenimiento de la forma física). En Italia, los hijos únicos representan el 50% (dificultad de educación, riesgo de fragilidad psicológica). Cada año, en el mundo, se registran aproximadamente 50 millones de abortos (más víctimas que la Segunda Guerra Mundial). Se difunde la fecundación artificial (eliminación de muchos embriones; mercantilización de óvulos y esperma; un único donante anónimo puede tener muchos hijos, con el consiguiente peligro de incesto en el futuro).

En Europa, el índice medio de fecundidad por mujer es de 1,56, muy por debajo de la cuota de recambio generacional que es de 2,1 hijos por mujer. Se perfila un rápido envejecimiento de la población con graves consecuencias económicas, sociales, culturales (por ejemplo: disminución de las fuerzas productivas, aumento de los costes de las pensiones de jubilación, sanidad y asistencia social). Ya en este momento, la sociedad europea aparece envejecida, estática, sin proyectos estratégicos compartidos, sin ideales, sin la alegría de vivir.

La secularización de la vida aparece vinculada, bajo algunos aspectos, también a la revolución sexual. La cultura actualmente dominante acusa a la Iglesia de ser retrograda, enemiga de la libertad y de la alegría de vivir, porque desaprueba las relaciones sexuales fuera del matrimonio, la contracepción, el aborto, el divorcio, las relaciones y la cultura homosexual. En Europa, aunque permanezcan vivas la necesidad de espiritualidad y la devoción popular, la religión se considera poco importante para la vida, y la práctica dominical es muy escasa. Son muchos los jóvenes que se alejan de la Iglesia y se convierten en seres religiosamente indiferentes o no creyentes, cuando renuncian a image-67fc8c70f468e7ca6d31430da96c0cb5la autodisciplina en su conducta sexual. También aquellos matrimonios celebrados en la Iglesia, a menudo, corren el riesgo de no ser considerados válidos. En el libro-entrevista “Luz del mundo” el Papa Benedicto XVI afirma que: “Hasta ahora el derecho canónico presumía que alguien que contrae matrimonio sabe lo que éste es. Presupuesto este saber, el matrimonio es válido e indisoluble. Pero, en la actual maraña de opiniones, lo que se «sabe» en medio de la actual constelación sociocultural totalmente modificada es más bien que es normal romper el matrimonio. Hay que preguntarse, por eso, cómo se reconoce la validez y dónde son posibles las curaciones” (Benedicto XVI, Luz del mundo, p. 69). En otras palabras: hoy día, la sociedad civil ya no comparte la visión cristiana del matrimonio, con sus valores de unicidad, fidelidad, indisolubilidad, apertura a la vida, y en la mentalidad actual ya no se puede dar por descontada la validez del matrimonio celebrado en la Iglesia; en muchos casos, está en peligro no sólo lo realizado, sino también su validez.

A los desafíos tan graves y peligrosos que emergen en la situación actual de cambio profundo, debe corresponder una pastoral renovada. Renovación desde la perspectiva de la Iglesia comunión misionera, delineada por el Concilio Vaticano II. Renovación capaz de valorizar plenamente a la familia como agente importante para la evangelización.

 

La familia en el diseño originario de la creación: unidad y fecundidad.

Según la enseñanza de Juan Pablo II: “Por esta razón, la palabra central de la Revelación, «Dios ama a su pueblo», es pronunciada a través de las palabras vivas y concretas con que el hombre y la mujer se declaran su amor conyugal” (FC 12). Más bien, el amor conyugal es símbolo real del misterio de amor que Dios es en sí mismo.

 “Esta imagen divina se realiza no solamente en el individuo, sino también en aquella singular comunión de personas que se establece entre un hombre y una mujer, unidos hasta tal punto en el amor, que vienen a ser “una sola carne” (Gén 2,24). En efecto, está escrito: “A imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó” (Ibíd. 1,27) (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1994, 1; cfr. Mulieris Dignitatem, 7).

El «Nosotros» divino constituye el modelo eterno del «nosotros» humano; ante todo, de aquel «nosotros» que está formado por el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza divina (Gratissimam sane 6).

“(Con la creación del hombre y la mujer y su intima unión) se constituye un sacramento primordial, entendido como signo que transmite eficazmente en el mundo visible el misterio invisible escondido en Dios desde la eternidad. Y este es el misterio de la verdad y del amor, el misterio de la vida divina, de la que el hombre participa realmente” (Catequesis 20.02.1980, n. 2).

En cada matrimonio auténtico, incluso antes o fuera del cristianismo, el hombre y la mujer realizan una cierta imagen de Dios, en la medida en que viven el amor como don recíproco, aunque no lo sepan y no se den cuenta. La finalidad de cada matrimonio no es únicamente el bien de los cónyuges, de los hijos y de la sociedad, sino también una revelación en la historia de Dios y de su amor.

image-5c9a4e129737553955c99dd6b3c84ce5

Si cada comunión de personas fundada en el amor es, en cierto modo, un reflejo de Dios uno y trino, el matrimonio lo es de modo particular. La sexualidad no es un mero hecho biológico; sino es altruismo escrito en el cuerpo y en el alma; es capacidad de relación y de comunicación, lenguaje portador de significados. El sexo, como impulso instintivo, sería indeterminado y tendería a utilizar a las otras personas como instrumentos intercambiables hechas para el desahogo y el placer inmediato. Si se redujera a esto, sería la expresión de un egoísmo ciego. Pero si se reconoce que la persona de diferente sexo posee la misma dignidad y riqueza de humanidad, diferente y complementaria, entonces será posible colaborar, ayudándose a crecer mutuamente y a ser felices juntos. Por consiguiente, se desarrolla progresivamente la unión afectiva, y se busca cada vez más, no sólo el propio bien, sino también el del otro, hasta que se llega a una entrega recíproca total, dedicando al bien del otro no sólo algunas actividades o algunas cosas, sino toda la vida. Entonces la energía sexual se integra en la dinámica del amor, entendido como deseo y como don (eros y ágape) armonizados entre ellos; y la unión física de los cuerpos expresa el don recíproco total de las personas, su comunión de vida, abierta a la presencia eventual de los hijos. El hombre y la mujer, mientras se entregan el uno al otro con todas sus potencialidades espirituales y corpóreas, se entregan juntos también a sus hijos, y los hijos constituyen su unidad permanente, su unión que ningún divorcio puede destruir. Por tanto el hombre y la mujer se convierten en “una sola carne” en la vida común, en la relación sexual, en la persona de los hijos. A través de ellos viene y se hace visible en el mundo un reflejo de Dios que es unidad perfecta de tres Personas.

Mediante la fecundidad múltiple del amor, la familia, a la vez que revela a Dios, humaniza y personaliza a la sociedad. La comunión de vida y de amor de los cónyuges se extiende a la procreación, al cuidado y a la educación de los hijos y al desarrollo de la sociedad. “En efecto, de la familia nacen los ciudadanos, y éstos encuentran en ella la primera escuela de esas virtudes sociales, que son el alma de la vida y del desarrollo de la sociedad misma” (Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 42). La familia genera las personas; produce los bienes relacionales primarios que plasman la identidad personal, como el ser padre o madre, el ser hijo o hija, el ser hermano o hermana; alimenta las virtudes indispensables para la vida social como la gratuidad, la reciprocidad, la confianza, la solidaridad, la responsabilidad, la capacidad de sacrificio, la justicia, la laboriosidad, la cooperación, la elaboración de proyectos, la sobriedad, la propensión al ahorro, el respeto al medio ambiente. Aquel que ha experimentado las relaciones virtuosas en la familia, presta atención al bien común de la sociedad y al mismo tiempo es consciente de la dignidad personal, de la unicidad e irrepetibilidad, propia y ajena (cfr. FC 43).

 

La familia cristiana Iglesia doméstica

Signo creíble y revelación permanente en el mundo de la Trinidad divina, según la voluntad de Jesús, es la Iglesia, comunión espiritual y visible de sus discípulos: “Padre Santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros. (...) No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.

image-66b636f0b74d5ed9baf61f041e0cadb7

Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí” (Jn 17, 11.20-23).

La Iglesia manifiesta la presencia de Dios, en cuanto es, en primer lugar, su obra, y sólo en segundo lugar, obra de los creyentes que acogen su gracia. El Señor Jesús, afirma el Concilio Vaticano II: comunicando su Espíritu, constituye místicamente como cuerpo suyo a sus hermanos, que reúne de todas las naciones” (LG 7). Edifica su Iglesia como comunión misionera en y por el mundo (cfr. LG 8), enviándola “a revelar y a comunicar la caridad de Dios a todos los hombres y a todos los pueblos” (AG 10). Los cristianos, por su parte, son Iglesia, algunos más y otros menos, en la medida en que están unidos en Cristo de forma espiritual y visible, en su ser, sentir, pensar y obrar, según una gradualidad que desciende desde los grandes santos hasta los pecadores, que conservan algunos vínculos de pertenencia. También cuando la Iglesia incluye solamente a un pequeño número de creyentes, sigue desempeñando una misión universal y coopera con Cristo para impulsar el crecimiento humano y la salvación eterna de todos los hombres, cristianos y no cristianos, manifestando e irradiando su amor salvífico en el mundo. Enseña el Concilio Vaticano II que: “Este pueblo mesiánico, por consiguiente, aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con frecuencia parezca una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género humano, un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación. Cristo, que lo instituyó para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, se sirve también de él como de instrumento de la redención universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra” (LG 9). Según el Concilio, es esencial y necesario vivir la comunión y por lo tanto, aunque los cristianos sean pocos, a través de ellos Cristo, el único Salvador, ayuda a muchos y los atrae hacia sí. Muchos, por su parte, también cuando no logran entrar plenamente en la Iglesia, pueden orientarse y acercarse a Él; así se disponen a la salvación de diferentes formas, según su historia y en la medida en que sólo Dios puede juzgar.

Viviendo el amor y la comunión con Cristo y entre ellos, los cristianos son, en primer lugar, misioneros mediante su testimonio, antes que misioneros a través de iniciativas específicas. Por eso, al final del gran Jubileo del año 2000, Juan Pablo II exhortó a promover una espiritualidad de comunión, más consciente, más intensa y concreta: “Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo” (NMI 43). Esta palabra del Santo Padre nos llama a renovar las relaciones y la vida ordinaria de las comunidades eclesiales; nos exhorta a que la Iglesia sea más familia. Al mismo tiempo, nos anima a reforzar la espiritualidad familiar, a que la familia sea más Iglesia.

En realidad, en virtud del sacramento del matrimonio, la familia cristiana posee la gracia de ser Iglesia doméstica. El Señor Jesús, esposo de la Iglesia, comunica a los cónyuges cristianos su Espíritu, su amor por la Iglesia, un amor que ha madurado hasta el sacrificio supremo de la cruz. Así pues, los cónyuges gracias a este amor esponsal alimentan su amor recíproco, lo elevan a caridad conyugal y alcanzan una nueva plenitud. Él, mediante el sacramento de la nueva alianza, lleva a cabo el sacramento primordial de la creación y perfecciona la relación con la Trinidad divina, de modo que la comunión de vida y de amor de los cónyuges cristianos, en la medida de su autenticidad, refleja y manifiesta la presencia de las personas divinas y se convierte en anticipo y profecía del matrimonio eterno, cuando Dios será “todo en todos” (1Co 15, 28), y al “dos uno” (cfr. Mt 19,6) sucederá el “Todos uno” (cfr. Jn 17, 21).

image-61715048b49afa600f1453d1dbf69cf7

Como la Iglesia, la familia cristiana recibe, revive y manifiesta en el mundo el amor de Cristo. Según la enseñanza de Juan Pablo II: “Los cónyuges no sólo «reciben» el amor de Cristo, convirtiéndose en comunidad «salvada», sino que están también llamados a «transmitir» a los hermanos el mismo amor de Cristo, haciéndose así comunidad «salvadora» (FC 49). Comunidad salvada y salvadora, evangelizada y evangelizadora, la familia cristiana merece ser considerada “una pequeña Iglesia misionera” (Ángelus 4.12.1994). Ella “recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia su esposa. Todo cometido particular de la familia es la expresión y la actuación concreta de tal misión fundamental” (FC 17). Ella, “comunidad íntima de vida y de amor” (FC 50), evangeliza de una forma única e insustituible, más con lo que es que con sus obras. Su ser en Cristo se expresa coherentemente en la procreación generosa y responsable, en el cuidado y en la educación de los hijos, en el trabajo, en las actividades eclesiales, en el servicio caritativo a los pobres, en el empeño social.

Esta es la vocación y la misión de la familia cristiana: una vocación maravillosa y una posibilidad real que el amor de Dios ofrece a los cónyuges. Desgraciadamente en la situación empírica constatamos, junto a algunas familias esplendidas, muchísimas familias mediocres y muchas familias desintegradas y totalmente fallidas.

Para actuar su vocación de pequeña Iglesia misionera, la familia cristiana tiene que desarrollar un camino de conversión permanente a Cristo y a los hermanos: misa dominical, oración en casa, escucha frecuente de la Palabra para ponerla en práctica, sentimientos positivos hacia el prójimo, atención a sus deseos, servicios concretos, prontitud y amabilidad, respeto a los puntos de vista de los demás, gestión inteligente de los conflictos, disponibilidad a la hora de pedir perdón y de perdonar, responsabilidad profesional, social, eclesial.

Los desafíos y las esperanzas que está viviendo la familia cristiana exigen que un número cada vez mayor de familias descubran y pongan en práctica una sólida espiritualidad familiar en la trama cotidiana de la propia existencia” (Juan Pablo II, Discursos, 12.10.1980).

image-5a7a3ab51e7115d570177142ef88fd6d

Para los cristianos, la vida espiritual, es decir, la vida ordinaria, animada y orientada por el Espíritu Santo, es esencialmente una relación personal con Jesucristo, crucificado y resucitado, maestro y Salvador, vivo y cercano. Él nos concede la luz para la inteligencia, la energía para la voluntad, el amor por los amigos y los enemigos, la gracia en la situaciones favorables y el consuelo en aquellas dolorosas. Es Él, el que convierte en pequeña iglesia a la familia cristiana, porque habita en ella: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Es Él, el que ama mediante los que aman; es Él, el que se entrega en la donación recíproca de los cónyuges y en su entrega común a los hijos. Y cuanto mayor es el amor humano entre los cónyuges, amor que se extiende a sus hijos y a todos los que les rodean, más intensa es su presencia. En el clima, bueno y hermoso, que reina en la familia se puede experimentar y contemplar su imagen y su reflejo.

 

El compromiso social y caritativo de las familias

En la Iglesia, que es la gran familia de Dios, las familias de los hombres se reúnen y desarrollan entre sí sus relaciones de espiritualidad, de amistad y de colaboración. En el actual contexto cultural y social, impregnado de individualismo, la Iglesia anima con fuerza a las familias a asociarse, no sólo por razones espirituales y de apostolado, sino también por un compromiso social y caritativo.

Juan Pablo II escribió en la Familiaris Consortio: “La función social de las familias está llamada a manifestarse también en la forma de intervención política, es decir, las familias deben ser las primeras en procurar que las leyes y las instituciones del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y los deberes de la familia. En este sentido las familias deben crecer en la conciencia de ser «protagonistas» de la llamada «política familiar», y asumirse la responsabilidad de transformar la sociedad; de otro modo las familias serán las primeras víctimas de aquellos males que se han limitado a observar con indiferencia” (FC 44). Este llamamiento que se realizó hace treinta años no ha caído en el olvido; está teniendo una respuesta cada vez más vigorosa en las asociaciones familiares y en su compromiso social coherente con las exigencias objetivas del bien común y de la razón, además de con la doctrina de la Iglesia. En muchos Países, las asociaciones familiares desempeñan una actividad variada en las comunidades eclesiales, en las escuelas, en los medios de comunicación, en los parlamentos, en la organización de congresos y en manifestaciones públicas, en las relaciones con las instituciones image-5d537c524fd331ba34876c677def0398locales y con los gobiernos, con los empresarios y con los sindicatos. Algunos temas candentes que están en el centro de la discusión son: la defensa de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, que debemos apoyar a nivel cultural, jurídico, social y económico, evitando equipararla con otras formas de convivencia; la equidad fiscal proporcional a los ingresos así como a los familiares a cargo; la conciliación de las exigencias laborales y las familiares a través de diferentes oportunidades profesionales (horarios flexibles, media jornada, tele-trabajo, permisos, etc.); la verdadera libertad de educación y de elección de la escuela.

Además Juan Pablo II escribió que: “Las familias, tanto solas como asociadas, pueden y deben por tanto dedicarse a muchas obras de servicio social, especialmente en favor de los pobres y de todas aquellas personas y situaciones, a las que no logra llegar la organización de previsión y asistencia de las autoridades públicas” (FC 44).

Juan Pablo II percibe a la familia no sólo como destinataria, sino también como protagonista de la actividad caritativa.

Sin lugar a dudas, es imposible trazar un panorama de las intervenciones innumerables y extremadamente diversas, donde se concretiza la caridad de las familias en casa y fuera de ella, hacia los niños, los adolescentes, los ancianos, los enfermos, los pobres, los necesitados en general. Me limito a señalar las así llamadas “Redes de familias”, un fenómeno nuevo, socialmente relevante, en fuerte expansión.

Se trata de grupos de familias que se unen para desempeñar algunos servicios, principalmente educativos y asistenciales. A veces, las redes surgen espontáneamente; otras, son promovidas por algún agente ya existente, como por ejemplo Caritas. A veces, siguen siendo grupos informales; otras, asumen la forma jurídica de Asociación familiar; otras veces, se incorporan a alguna Asociación más grande.

Personalmente conozco “redes” que incluyen desde un mínimo de cinco familias hasta un máximo de bastantes millares, cuya difusión es internacional.

Por lo general, las redes jurídicamente constituidas tienen como misión principal la de conectar entre sí a las familias de acogida de menores: ayuda recíproca, intercambio de experiencias y de ideas, itinerarios formativos, apoyo económico cuando es necesario, relación con las familias de origen de los niños, colaboración con los servicios sociales y las instituciones, promoción de una cultura de la solidaridad en el territorio (responsabilidad por el bien común, relaciones de buena vecindad, etc.).

Las familias de acogida responden a situaciones concretas de necesidad, ofreciendo no sólo servicios, sino también y sobre todo buenas relaciones, ofreciendo precisamente su ser familia, su estilo de vida. La acogida de los niños y de los adolescentes puede ser residencial o diurna, permanente o durante un tiempo determinado. Además, esta acogida no se limita únicamente a la acogida de niños. A veces, con el hijo también se incluye a la madre; otras veces, se incluye a toda una familia en dificultad; otras veces, concierne a discapacitados; otras veces, a ancianos. En una sociedad individualista como la actual, las solicitudes de acogida están en continuo aumento. Las múltiples necesidades interpelan la fantasía de la caridad.

 

Prioridad pastoral

Juan Pablo II asignó a la familia un papel de protagonista en la misión evangelizadora de la Iglesia. “La evangelización, en el futuro, depende en gran parte de la Iglesia doméstica” (FC 65). “(Entre los numerosos caminos de la misión) la familia es el primero y el más importante” (Gratissimum sane 02.02.1994, n. 2). “(La pastoral de la familia es) opción prioritaria y eje de la nueva evangelización (...) En la Iglesia y en la sociedad ha llegado la hora de la familia, que está llamada a desempeñar un papel de protagonista en la tarea de la nueva evangelización” (Discurso del Encuentro Mundial con las Familias, 08.10.1994, n. 2; 6).

Sin embargo, Juan Pablo II, en la Familiaris consortio, afirma que la familia cristiana, pequeña iglesia misionera, protagonista de la evangelización, puede desarrollarse sólo mediante un camino de formación largo y progresivo, que incluye la preparación al matrimonio y el acompañamiento de los cónyuges después del matrimonio. “La preparación al matrimonio ha de ser vista y actuada como un proceso gradual y continuo. En efecto, comporta tres momentos principales: una preparación remota, una próxima y otra inmediata” (FC 66). “El cuidado pastoral de la familia normalmente constituida significa concretamente el compromiso de todos los elementos que componen la comunidad eclesial local en ayudar a la pareja a descubrir y a vivir su nueva vocación y misión” (FC 69).

El primer objetivo concreto de la pastoral familiar debería ser la formación en todas las parroquias de un núcleo de familias ejemplares (aunque no perfectas), fieles a la misa dominical, congregadas alrededor de Jesús en la oración y en la escucha de su palabra, también en sus hogares, unidas en el amor recíproco y abiertas al amor hacia todos, conscientes de su misión en la iglesia y en la sociedad civil. Todas serán sujeto de evangelización con su testimonio y contribuirán a dar a la parroquia el rostro concreto de una comunión misionera en el territorio. Algunas podrán animar también, después de una adecuada preparación específica, la pastoral familiar a nivel parroquial y eventualmente a nivel diocesano. Sin parejas de animadores es prácticamente imposible desarrollar una actividad incisiva en los principales capítulos de la pastoral familiar que hoy es indispensable abordar: educación de los adolescentes y de los jóvenes al amor y a la auténtica valorización de la sexualidad; preparación de los novios al matrimonio; apoyo a las familias y a su formación permanente; cercanía a las convivencias irregulares y a las familias incompletas; compromiso social de las familias en defensa de sus derechos a través de las Asociaciones Familiares, promoción de redes de solidaridad entre las familias.

Para formar en cada parroquia un núcleo de familias capaces de dar un testimonio importante en el actual contexto de secularización, considero necesario implementar gradualmente, pero también decididamente una preparación seria de los novios a la vida matrimonial y algunas modalidades de formación permanente para los cónyuges. Es necesario superar la práctica pastoral de ofrecer un mínimo igual para todos. Debemos, en cambio, hacer todo lo posible por ofrecer itinerarios diferenciados, según las necesidades y la disponibilidad de las parejas. Asimismo, valela pena proponerles a los novios un itinerario de tipo catecumenal, ya sugerido por Juan Pablo II en la Familiaris Consortio (FC 66), un itinerario de conversión y espiritualidad, doctrinal y práctico, un ejercicio concreto de vida cristiana, en pequeños grupos animados por una pareja de esposos, oportunamente preparados, con el subsidio de fichas y demás instrumentos. También merece la pena introducir en los programas anuales de las parroquias algunas iniciativas de apoyo y formación de los cónyuges, por ejemplo, encuentros periódicos, pequeñas comunidades de familias, escuelas de padres o laboratorios para la educación de los hijos, subsidios para la oración en familia y para la catequesis familiar, peregrinajes, convivencias, retiros y ejercicios espirituales.

image-87f930ca3316ffd98e54ecf2d5c4d69e

Cultivar, a nivel pastoral, y valorizar como sujeto de evangelización a las familias ejemplares es un servicio y un don para todas las familias y para toda la población. Sin embargo, en la medida de lo posible, debemos animar la presencia activa de todos, también de los que se encuentran en una situación de convivencia irregular según el Derecho canónigo. Ellos también tienen que sentirse amados y valorizados por la Iglesia. No pueden ser admitidos a la comunión eucarística, mientras perdure su situación objetivamente en contraste con el matrimonio de Cristo con la Iglesia que la eucaristía significa y actúa (cfr. FC 84). Sin embargo, pueden participar en múltiples actividades eclesiales: participación en la Misa, celebraciones de la Palabra, catequesis, iniciativas culturales y educativas, servicios caritativos, administración, etc. La auténtica pedagogía pastoral exige que se unan la enseñanza de la verdad sobre el matrimonio y sobre la eucaristía con el respeto a las personas, la educación gradual de las conciencias, el estímulo a buscar a Dios con confianza y perseverancia. No hay que abajar la montaña –dijo Juan Pablo II– sino ayudar a las personas a subirla por su propio pie. La actitud correcta se puede resumir en cinco palabras: humildad (no pretender establecer lo que está bien y lo que está mal); oración (pedir la gracia de conocer y hacer cada vez mejor la voluntad de Dios); compromiso (hacer inmediatamente el bien que se es capaz de hacer en casa, en el trabajo, en la sociedad, en la comunidad eclesial); búsqueda (profundizar en el sentido y en el valor de la doctrina de la Iglesia); confianza (confiar en la misericordia de Dios que puede conducir a la salvación, “por otras vías”, más allá de “los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía” (cfr. Juan Pablo II, Reconciliatio et Poenitentia, 34).

 

Conclusión

Es necesario mirar a la familia no sólo como portadora de necesidades, sino también como un recurso para la Iglesia y para la sociedad, es decir, como un sujeto de evangelización y humanización. La actividad pastoral debería desarrollarse como una calurosa invitación dirigida a todos: “Acercaos a la Iglesia, venid a descubrirla a través de comunidades cristianas concretas. Venid a pedir ayuda, porque podréis encontrar una respuesta a vuestras necesidades espirituales y materiales. Venid a donar, porque podréis ser agentes activos de evangelización y de compromiso social y caritativo”.

  • 26 junio 2012
  • Cardenal Ennio Antonelli
  • Número 42

Comparte esta entrada