Archivo > Número 42

¿Es razonable buscar algún sentido al sufrimiento?

Pasa la vida, pasan generaciones, imperios, ideologías, etc. y el hombre continúa luchando por sobrevivir a las muchas y variadas dificultades dedicando grandes esfuerzos para conseguir una vida mejor en el campo de la image-091c9abad89970c49e2d137bb2210cabpolítica, de la economía, de la medicina, educación, familia, trabajo... Pero, con todo, el ser humano –en su largo o corto recorrido de la vida– sufre y parece que tiene que sufrir necesariamente, no sólo con las naturales molestias previsibles o no, porque incluso sucede que para muchos la vida es un sufrimiento continuo, físico o moral, aunque tengan algunos raros momentos de gozo: es decir, que tengan también alegrías que configuran la denominada “joie de vivre”. Todos la hemos conocido en determinados momentos, aunque también hay excepciones: personas que se desesperan con el sufrimiento y que incluso  llegan a tener el gran deseo de no vivir o, al menos, se preguntan si vale la pena vivir con tantas limitaciones.

He leído un artículo del pensador Robert Spaemann: Über den Sinn des Leidens, en el que se pregunta  básicamente si es razonable buscar algún sentido al sufrimiento vital. No se trata sólo si este dolor concreto se puede aminorar, sino «qué sentido tiene la situación que se crea cuando parece que se ha llegado al límite en los intentos de disminuirlo o evitarlo». O qué sentido puede tener algún dolor que no queremos y que nadie puede querer porque se considera un mal.

El sufrimiento parece que es algo «sin sentido» «un absurdo», «un misterio».... Muchos no saben encontrar ninguna razón que pueda justificar el sufrimiento psíquico, físico o moral y sólo les importa buscar su curación, su alivio o silenciarlo. Hay incluso quienes justifican, en estos casos, la falsa solución de la eutanasia directa o disfrazada. También hay quienes, en la escuela que podemos llamar estoica, se limitan a soportarlo, tolerarlo y asumirlo pacientemente pero sin encontrarle ningún sentido, viviéndolo con un escepticismo creciente hasta que llega la muerte liberadora, una muerte que, por otra parte, tampoco saben explicar convincentemente.

Sin embargo, según Spaemann, en las sociedades primitivas, el dolor estaba «previsto» como algo natural, y tenía un sentido. Había situaciones como la del mendigo o la viuda, que eran un «status» natural aprovechable. El mendigo no sólo era receptor de la beneficencia pública, sino que representaba su papel dignamente porque tenía algo que ofrecer: prometía rezar por quien le daba lo necesario o le estaba agradecido toda la vida. Por otra parte, el dolor y la muerte eran, para muchos, realidades aceptadas y «desdramatizadas», se conformaban con una situación que los situaba justamente en lo que era la vida, era considerada realidad propia de la criatura humana o del cosmos «in genere».

Parece que en estas situaciones dolorosas, el hombre deja de ser hombre, como dijo Rimbaud: «mi yo es otro», parece que el hombre es anonadado y quizá reducido a un número, o a una cosa, o a un ser que deja de ser lo que parece que es porque deja de existir como ser humano ya que desaparece -podríamos decir- una parte de su dignidad y de su auténtico yo. Pero, sin embargo, a su lado nace otro que viene a humanizar lo que parecía que se había quedado deshumanizado. El no-hombre es elevado, es salvado y es puesto en su lugar gracias al dolor purificador asumido desde el amor.

Sufrimiento y unión con Cristo

Sobre el dolor, tenemos la última palabra en el sufrimiento de Cristo, Muerto y Resucitado, es un camino que convierte la vida dolorosa en una Vida transformada, totalmente y definitivamente feliz, que ha empezado por las bienaventuranzas evangélicas ya que no se pueden entender sin considerar todo el mensaje evangélico. Quizás nuestra ceguera o sordera es la causa mayor de algunos sufrimientos. Benedicto XVI en la Encíclica «Spe Salvi» nos dice que : «la pregunta crucial es si es razonable buscar algún sentido al sufrimiento vital, mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito».

Un magnífico ejemplo de cómo una persona puede elevar el sufrimiento causado por la muerte de una persona querida, lo tenemos en los libros del escritor inglés C. S. Lewis Un dolor en observación  y El problema del dolor. El primero ha sido adaptado al cine en la película Tierra de penumbras, de R. Attenborough (1993).

image-f07ade7878c4cd24b0e1560f9d669067

El sufrimiento nos puede fortalecer humana y sobrenaturalmente. El hecho de sufrir no debe verse, pues, sólo negativamente, porque el dolor nos puede conducir a compartir nuestra debilidad con la de los demás. Compadecer -o compadecerse del prójimo necesitado de consuelo- es «compartir penas», «acompañar» al más necesitado de afecto. Por esta razón, el sufrimiento, vivido plenamente así, en una mutua complementaridad, hace que sea más intensa, más próxima y más adecuada nuestra relación con el prójimo.

El escritor catalán Rusiñol, hablando del dolor, decía una vez: «Cuando el hombre ha sufrido todos los variados muestrarios de dolores que caben en la tierra; cuando ha pisadas muchas de las espinas en las zarzas del mundo, cuando ha sido suficientemente aplastado su cuerpo y su corazón, ya no protesta, iel pobre hombre!, ya se ha acostumbrado, ya los nervios se le han adormecido, ya lo sabe, conoce el pan que da el mundo, y calla... y se arma de paciencia, porque hasta le cansa el quejarse... También se le apaga el entusiasmo y cuando se habla del dolor como un eco, es que la juventud está huyendo; y cuando la juventud empieza a alejarse nace cerca de los labios el pliegue de la ironía más frío que las mismas lágrimas. Sí ... cuando veas a un hombre triste, es aún joven por muchos años que tenga; cuando lo veas sonreír con cierta pena, es que todavía tiene ideales; cuando lo veas callado y resignado, ya le puedes preparar la tumba».

Como vemos, nuestro gran pintor y escritor era un poco pesimista. ¿Experiencia propia con referencia a sus sufrimientos?

El único dolor auténtico: la muerte de un hijo

Parece que el dolor que una madre siente por la muerte de un hijo es un dolor del que quizás ya no se puede rehacer nunca más humanamente hablando. Escribía Sandor Marai que «éste es el único dolor auténtico: la muerte de un hijo. El resto de sufrimientos sólo pueden parecerse».

Hay otros dolores que penetran el alma. Así Màrius Torres, nuestro gran poeta leridano, que vivió el dolor físico y moral, durante los tiempos difíciles de la Guerra Civil, expresó su sentimiento en aquella conocida poesía: Dulce ángel de la Muerte:

«Dulce ángel de la Muerte, si tienes que venir, más vale que vengas ahora. / Ahora no temo nada tu beso glacial, / y hay una voz que me llama en la tiniebla clara de más allá del vado. / De los sufrimientos pasados ??tengo el alma madura para bien morir. / Todo lo que he amado únicamente perdura / en mi corazón, como un despojo del ayer, / frío de tan puro. / Del limo de esta tierra empapada de llanto / mi anhelo se despega. / Morir debe ser bello, como deslizarse sin esfuerzo / en una nave sin timón, ni remos, ni vela / ni lastre de recuerdos. / iY todo mi futuro está sembrado de sal! / Tengo pereza de vivir mañana todavía... / Más que el dolor sufrido, el dolor que se prepara, / el dolor que me espera me duele... / Y casi elegiría,  morir ahora, / –morir para siempre– un alma inmortal».

Precisamente ante tantas injusticias, dolores, mentiras –ante tanto sufrimiento humano– el «dulce Ángel de la Muerte» de Màrius Torres es el único que nos puede aliviar o aligerar el peso de la vida adelantando aquella justicia a que se refería un escritor clásico: Fiat iustitia et pereat mundus, «que se haga justicia y que se hunda el mundo», que Hegel después transformó en Fiat iustitia ne pereat mundus, «que se haga justicia para que no se hunda el mundo». Muchas cosas podrían acabar in bellezza –como dicen los italianos– si nos tomáramos con más fortaleza y paciencia esta corta vida. Muchas veces me paro a considerar lo que dice la Escritura: «No hay bálsamo capaz de suavizar las heridas incurables de mi corazón». Bálsamos para quitar o paliar los sufrimientos humanos, los hay; los tenemos que saber descubrir y aplicar cuando sea necesario. Lo digo pensando en la necesidad que tiene mucha gente de consuelo, de compasión y en la obligación que todos tenemos de acompañarles en los momentos difíciles. Quizás sí que podríamos suavizar un poco más las heridas que dejan los dolores... No sé si todas podrán cicatrizar como es preciso, pero «saber endulzar el corazón de un enfermo, de un hombre triste, de un desgraciado, es un gran don». Todos podemos colaborar.

Desgraciado aquel que se inquieta siempre por el porvenir

Séneca decía: «Desgraciado aquel que se inquieta siempre por el porvenir». Porque también el paso de los años nos puede inquietar, con obsesión enfermiza, lo que nos puede suceder, lo que puede venir todavía y entonces puede surgir la inquietud o la angustia en un presente que ya está lleno de miedos y sufrimientos. Desdichados los que, en tales momentos, caen en el derrotismo y pesimismo porque se les empaña la alegría de vivir. No se dan cuenta que la tristeza causada por el dolor es mala para el cuerpo y para el alma. Y pienso que es muy positivo tener la sensibilidad que lleva a compartir los sufrimientos de los demás.

Decía Fénelon: «Quien no sabe sufrir no puede tener un gran corazón», es decir, no es capaz de ser misericordioso y dar consuelo a manos llenas. Algunos dicen que los ojos que han derramado muchas lágrimas a lo largo de la vida, acaban por secarse. Cuando ya todas las lágrimas se agotan parece que los sentimientos no puedan aflorar al exterior. Pero quizás no ocurre así en la profundidad del corazón, que continúa llorando. Dijo Goethe en su escrito Afinidades electivas: «El amor es capaz de sufrirlo todo. Sabe transformar los dolores en obras de arte».

Para muchos, estoy seguro, el sufrimiento tiene un sentido oculto que crece en todos los aspectos de la vida; para otros, todo es absurdo y desesperante. También hay mucho escepticismo, pero la procesión continua yendo por dentro. Te encuentras también con los estoicos de turno. Todo es una mezcla impresionante. Estoy convencido de que el don de la alegría, de la paz y de la serenidad, puede ir ganando terreno, a pesar de todas las pruebas, contradicciones y dolores de cabeza de la vida. También se podría aplicar aquello de Ovidio (Tr. 5,11,7): «Perfer et obdura, multo graviora tulisti»: «Aguanta y sé fuerte, has sufrido cosas mucho más graves». Efectivamente todos, y no sólo aquel a quien van dirigidas estas famosas palabras, a lo largo de la vida, hemos podido que aguantar pacientemente el dolor y hemos sido fuertes, porque hemos sufrido cosas más graves. Además, al final de la vida, la muerte liberadora tiene la última palabra y se encuentra con la Palabra sustancial y definitiva.

Lo más triste es el hecho de quejarse en el descontento, no saberlo superar, amando más, en muchas situaciones injustas o en los sufrimientos. Si todo esto no lo asumimos como un elemento esencial en la condición humana, no encontraremos la felicidad en los posibles dolores, trabajos y limitaciones que trae consigo la vida. Quizás la encontraríamos si todo lo aceptáramos más positivamente, sin caer en estoicismos baratos. El feliz estado de ánimo y «la joie de vivre» viene descrita en unas páginas de Antoine Saint Exupéry en Carta a un rehén: «Éstábamos totalmente en paz, inmersos, lejos del desorden en una civilización definitiva. Saboreábamos una especie de estado perfecto, en que, cumplidos todos los deseos, ya no necesitábamos nada. Nos sentíamos puros, rectos, luminosos e indulgentes. No sabríamos decir qué verdad se nos manifestaba evidente. Pero el sentimiento que nos dominaba era exactamente el de certidumbre. Una certidumbre casi orgullosa... Todos estábamos de acuerdo. De acuerdo, ¿en qué? ¿En el sentido de la vida? ¿En la dulzura del día?... Aquel acuerdo era tan lleno, tan sólidamente establecido en su evidencia, se refería a una especie de biblia tan evidente en su situación... que, de buena gana, habríamos aceptado fortalecer aquella tienda para resistir cualquier acoso, y morir con tal de salvar aquella situación».

Así es la felicidad, la serenidad, la paz, las ganas de vivir, como si se hicieran realidad aquellas palabras bíblicas: «Yo los amansaré..., yo los ablandaré, yo sembraré, entre los hombres, semillas de dulzura».

Como decía Joan Maragall, aludiendo a la alegría de la mujer que ha traído una vida al mundo desde el dolor del parto (Jo, 16, 21): «He aquí la más perfecta imagen del dolor eficaz porque es vencido por el amor. Y de ahí viene la misteriosa belleza que habréis observado en el rostro de toda mujer en camino de ser madre, como si suavemente transparentase la luz del amor que crea a través de sus sufrimientos y de su deformidad».

Josep Vall i Mundó

  • 13 junio 2012
  • Josep Vall i Mundó
  • Número 42

Comparte esta entrada