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Jutta Burggraf: Una mujer teóloga que hizo vida de la teología

La teóloga Jutta Burggraf (1952-2010) falleció el pasado 5 de noviembre en Pamplona tras una imprevisible leucemia que se le detectó pocos meses antes. Había nacido en Hildesheim (Alemania). Era doctora en Psicopedagogía por la Universidad de Colonia y doctora en Teología por la Universidad de Navarra, donde ejerció la image-6699050f175a61a753f887b2b3b021ccdocencia desde 1996 hasta su fallecimiento. Autora de más de 20 libros y de numerosos artículos científicos y de divulgación, su actividad investigadora se centró en diversos campos que incluían ecumenismo, teología de la creación, teología de la mujer y feminismo. En 1987 fue nombrada por Juan Pablo II perito en el Sínodo Ordinario de los Obispos sobre “La vocación y misión de de los laicos en la Iglesia y en el mundo”.

Jutta ante todo era teóloga y ésta ciencia fue también una de sus pasiones. Su sabiduría era tal, que trasmitía una teología sencilla y profunda al tiempo aunque se tratase de hablar de aspectos aparentemente arduos como la Trinidad. Afirmaba: “En el interior de la Trinidad se nos revela una vida insondable de comunión plena y feliz. El Padre da al Hijo todo lo que es, el Hijo lo recibe y devuelve con igual generosidad al Padre, y ambos actúan en el Espíritu que es el mismo Amor. Contemplando este misterio podemos descubrir que el amor perfecto no consiste en dar.., y dar.., y dar, sin querer nada a cambio. El amor perfecto consiste en dar y recibir, incluso en la intimidad divina. El poder recibir también es una exigencia del amor y, para nosotros, puede ser incluso más costoso que dar, porque exige humildad.”

Tenía un don especial para llevar a Dios a los demás, y los demás a Dios. Son muchos los testimonios de tantos como la hemos conocido. Amaba apasionadamente a Dios, que es la Verdad, y también al mundo. Pero sobretodo se sabía amada por Dios: “Quien experimenta que es profundamente aceptado y amado, no puede más que transmitir el amor con alegría. Y quiere estar cada vez más cerca del amor de su vida”. Ese amor de Dios le daba una gran libertad, que era otra de sus pasiones. Pero una libertad vivida desde la entrega y también desde el sufrimiento. Con sus palabras: “Quien dice sí a la vida, debe decir también sí al dolor. El sufrimiento es parte de la vida de cada persona; pero del dolor ajeno se percatan sólo aquellos que poseen una cierta sensibilidad, que han desarrollado una determinada interioridad y son, por lo tanto, capaces de percibir las necesidades de sus semejantes”. Y ahí radicaba la eficacia de su testimonio.

 

Amar el mundo en que se vive

Como buena teóloga, le importaba mucho el modo actual de hacer teología: que no fuera algo abstracto y teórico sino que estuviera unido al testimonio y a la vida. Como ella misma decía, “al hablar, no sólo comunicamos algo; en primer lugar, nos expresamos a nosotros mismos, ya que el lenguaje es un 'espejo de nuestro espíritu´. Y si queremos tocar el corazón de los otros, tenemos que cambiar primero nuestro propio corazón. La enseñanza más importante se imparte desde la mera presencia de una persona madura y amante”. Y en una conferencia suya se puede leer: “Si queremos hablar sobre la fe, es preciso tener en cuenta el ambiente en el que nos movemos. Tenemos que conocer el corazón del hombre de hoy, que es nuestro propio corazón, con sus dudas y perplejidades. El cambio cultural, al que asistimos, no puede llevar a los cristianos a una perplejidad generalizada. Pues es Dios mismo quien actúa en los cambios. Tenemos que estar dispuestos a escucharle y dejarnos formar por Él. Quien quiere influir en el presente, tiene que amar el mundo en que vive”.

 

Amistad con Dios e identidad cristiana

De ahí la necesidad de una identidad cristiana y de diálogo con los otros. Lo dejaba muy claro al señalar que “la actitud de apertura a los demás exige tener muy clara la propia identidad cristiana. Porque si no, puedo quedar expuesta a las modas y terminar buscando no lo verdadero sino lo apetecible; lo que me gusta y me va bien. Por otra parte, sin esa sólida identidad cristiana haríamos un flaco favor a los demás: nos quedaríamos sin respuestas para sus interrogantes, y no podríamos darles algo de la luz del cristianismo”.

Jutta vivía con sencillez, una virtud que le daba gran atractivo. Decía: “a veces confundimos lo complicado con lo inteligente, y olvidamos que Dios –la suma Verdad– es, a la vez, la suma sencillez. Por eso hay que descubrir un nuevo modo de hablar y de actuar que sea auténtico”. Un cristiano se convierte en un testigo creíble cuando vive su fe con alegría y, al mismo tiempo, comparte con los demás las dificultades que encuentra en su camino. Esta es la dinámica del cristianismo: salir de uno mismo para entregarse al otro. La identidad cristiana nos lleva a dialogar con todos, estén o no de acuerdo con nuestra manera de pensar o nuestro estilo de vida.

Y continuaba diciendo: “la transmisión de la fe en la sociedad actual es posible si los cristianos vivimos como testigos antes que como maestros, o bien como maestros-testigos. Esto requiere utilizar un lenguaje personal, más persuasivo. Se trata de interiorizar esa gran verdad que nos está repitiendo constantemente Benedicto XVI: 'Dios es amor´. Lo que atrae más en nuestros días no es la seguridad, sino la sinceridad: explicar a los demás las razones que nos llevan a creer y, al mismo tiempo, hablarles también de nuestras dudas e incertidumbres. Se trata de ponerse al lado del otro y buscar la verdad junto con él. Ciertamente, yo puedo darle mucho si tengo fe; pero los otros también pueden enseñarme mucho”.

Y por último quiero señalar una característica de su vida de la que yo misma soy deudora ime ha enseñado tanto sin palabras!: la amistad. La amistad con Dios le llevaba a la amistad con sus amigos, porque como dice Benedicto XVI: “Una característica de los santos es que cultivan la amistad, porque es una de las manifestaciones más nobles del corazón humano y tiene en sí algo de divino”.

Pilar Ferrer

Doctora en Teología

Profesora de la Universidad Católica de Valencia

  • 01 marzo 2011
  • Pilar Ferrer
  • Número 38

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