Archivo > Número 35

Recordando la Carta Apostólica ''Novo Millenio Ineunte''

Al empezar una nueva década

Diez años después del Gran Jubileo del año 2000 vale la pena revisar su mensaje y el de la Carta apostólica Novo Millenio Ineunte (NMI), publicada por Juan Pablo II el 6 de enero de 2001, al concluir el Jubileo. “Jesucristo es el mismo, image-26db6ebeb68c149cc1d48d8f94c8adddayer, hoy y siempre” (Hb 13,8) fue el lema escogido para el Gran Jubileo. Tanto este lema como la citada Carta Apostólica nos invitan a afrontar la nueva década desde un profundo optimismo y, a la vez, con maduro realismo.

 

Un legado muy valioso

En la Nova Millenio Ineunte, Juan Pablo II valoraba la experiencia Jubilar, fijándose en algunos hechos fundamentales y en su aportación a la vida de la Iglesia:

– Celebrando el año 2000, hemos sido más conscientes del Misterio de Dios que ha entrado en nuestra historia para salvarnos desde dentro, y que eso es característico del cristianismo.

– Nos ha hecho más humildes, nos ha movido a pedir sinceramente perdón. Hemos pedido la purificación de la memoria, que nos hace más fuertes para caminar hacia el futuro.

– Hemos contemplado con gratitud el rostro de Cristo en los santos y los mártires, que enciende en nosotros del sincero deseo de imitarlos y tomarlos como intercesores.

– Hemos vivido de una manera plástica que somos Iglesia peregrina, que, como dice san Agustín, vivimos «entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios»

– Los jóvenes han profundizado en el verdadero rostro de Cristo: exigente y verdadero.

– Un sinfín de peregrinos de todas las clases sociales y edades han podido vivir la experiencia Jubilar: niños, ancianos, enfermos, trabajadores, artistas, profesores, políticos, periodistas, militares, religiosos y clero, familias, presos, etc.

– Hemos saboreado los frutos de la apertura más generosa y profunda al ecumenismo.

– Se ha avivado la preocupación por los países más pobres.

– Todo ello sin olvidar el Congreso Eucarístico Internacional y el Acto de Consagración a María y la peregrinación del Papa a Tierra Santa.

El Gran Jubileo nos aportó un legado muy valioso. En palabras del Papa Juan Pablo II, “el núcleo esencial de la gran herencia que nos deja, no dudaría en concretarlo en la contemplación del rostro de Cristo: contemplado en sus coordenadas históricas y en su misterio, acogido en su múltiple presencia en la Iglesia y en el mundo, confesado como sentido de la historia y luz de nuestro camino.” (NMI, 17)

Vivimos muy deprisa y con frecuencia somos olvidadizos, pero el Gran Jubileo no puede quedarse en un evento histórico, sino que tiene que proyectarse hacia el futuro. Ha de ser recordado y actualizarlo, como ha de serlo también este documento programático que es la Carta Apostólica antes citada, cuyo mensaje central puede fijarse en que “Cristo es el fundamento y el centro de la historia, de la cual es el sentido y la meta última” (NMI 5). Este es el planteamiento definitivo sobre el cual construir la propuesta pastoral de la Iglesia.

Con la Encarnación, Cristo mismo ha tomado las riendas de la historia de los hombres, y nos invita a colaborar con Él. Siguen siendo actuales, y siempre lo serán, las animantes palabras del Siervo de Dios Juan Pablo II: “iCaminemos con esperanza! (...) El Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años por amor al hombre, realiza también hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para verla y, sobre todo, tener un gran corazón para convertirnos nosotros mismos en sus instrumentos.” (NMI 58)

 

Realismo: Sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf. Jn 15,5)

Hay un pretendido realismo, que se limita a ver la Iglesia con ojos humanos y con un agudo sentido crítico. De este modo, los problemas de la Iglesia se describen desde la más pura exterioridad y su solución estaría en reformar las formas de expresión, y además urgentemente. Que si la Iglesia tiene un lenguaje anacrónico, aburrido, repetitivo, que el hombre de hoy no entiende y rechaza; que si se ha perdido la línea evangélica con tanto discurso moralizante; que si los sacerdotes deben casarse o las mujeres acceder al sacerdocio...

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Según este planteamiento esos serían los motivos de muchos abandonos y de que no pocos cristianos se vuelven hacia otras espiritualidades. Pero, ¿es realista este enfoque? ¿No es más bien una interpretación muy sesgada de unos pocos datos objetivos? En todo caso, le falta algo fundamental: es imprescindible contar con Cristo.

No nos engañemos, querer afirmar la fe en Cristo y a la vez negar algunas de sus enseñanzas fundamentales, al tiempo que se vive sin una íntima unión con Cristo y sin la fuerza de la esperanza, lleva a deslizarse hacía el desánimo y hasta enfermar con riesgo de esquizofrenia. 

Es cierto que siempre se puede mejorar el lenguaje y el modo de anunciar el Evangelio, pero no a costa de adulterar la Buena Nueva. La moral cristiana es la moral del amor, pero es también la moral que sigue a Quien es la Verdad. Es “caridad en la verdad” como nos ha recordado el Papa Benedicto XVI en su última encíclica. Pero la caridad incluye la justicia y, con ella, bienes humanos fundamentales como el respeto a toda vida humana desde la concepción hasta la muerte natural; y el respeto a la naturaleza intrínseca del matrimonio, unión de varón y mujer, con dos notas fundamentales: fidelidad e indisolubilidad.

Juan Pablo II habla de la necesidad de actuar con dinamismo y promover iniciativas, pero sin caer en un “activismo” que deja de lado el trato con Dios. “Ahora tenemos que mirar hacia delante –afirma en la NMI–, debemos «remar mar adentro», confiando en la palabra de Cristo: Duc in altum! Lo que hemos hecho este año no puede justificar una sensación de dejadez y menos aún llevarnos a una actitud de desinterés. Al contrario, las experiencias vividas deben suscitar en nosotros un dinamismo nuevo, empujándonos a emplear el entusiasmo experimentado en iniciativas concretas.” (NMI, 17) Y añade: “Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del «hacer por hacer». (NMI 17)

Juan Pablo II nos recuerda cuál es el verdadero realismo, que va más allá de unos pocos datos empíricos y de teorías de corte sociológico o historicista. La historia es dada a los hombres para que vayan forjando su destino con libertad. Pero solos no podemos andar bien. Cristo ha entrado en la historia de los hombres como un hombre más. Pero como Dios, ha tomado las riendas y redirige con fuerza el itinerario de esta historia humana que debe acabar en Dios. Juan Pablo II insiste en que el verdadero protagonista de la historia de los hombres es Cristo, hombre y Dios.

El planteamiento pastoral de Juan Pablo II incluye que todos tomemos consciencia de la llamada universal a la santidad y demos primacía a una auténtica vida cristiana de unión con Cristo. En concreto, insiste en la oración y en la primacía de la gracia. Estas son sus palabras:

En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf.Jn 15,5).

Cristo ha estado, está y estará presente y actuante en nuestra historia a través de su Iglesia; es decir, a través de los hombres y mujeres que, no solo caminan hacia Cristo, sino con Cristo. Es Cristo quien camina en nuestra historia, y nosotros somos invitados a seguirle. Es como si quisiéramos invitar a una fiesta al anfitrión de la fiesta, cuando somos nosotros los invitados. Por tanto, lo más importante no es sólo lo que pensemos o decidamos qué hacer, sino que nos demos cuenta de que Cristo está ahí, de que nos invita a caminar con Él.

Lo más importante no parece, pues, la elaboración de análisis sociológicos acerca de lo que ocurre en el mundo y en la Iglesia. Eso puede ayudar, pero lo decisivo no son las encuestas ni las estadísticas de la situación actual, ni organizar conferencias y debates para salpicar. La solución no está en reclutar expertos para que nos hagan estudios y propuestas para llevar a cabo una reforma de la Iglesia a fondo. Menos aún, es aceptable una relectura del Evangelio para ver qué piedras hay que tirar. No debemos confundir querer que la Iglesia sea creíble, con hacer una Iglesia que sea cómoda y fácil para el hombre de hoy.

Si la historia es de Cristo y la conduce Él, tendremos que rebajar los calores de la soberbia, ser dóciles y preguntar qué hay que hacer y cómo cada uno puede contribuir a hacerlo. Juan Pablo II nos propone empezar por ser contempladores de Cristo. Sólo así podemos ser testimonios de lo que hemos experimentado de verdad.

“Los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizá cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio? Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro.” (NMI, 16)

Juan Pablo II nos invita a contemplar y confesar a Cristo como Hijo del Padre, en su identidad profunda y en su Misterio. Recuerda que “para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del «rostro» del pecado. «Quien no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Co 5,21). (NMI 25). Cristo nos presenta además su “rostro doloroso” (NMI, 26) y también el “rostro del resucitado” que nos llena de alegría y optimismo. “La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que lloró por haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: «Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado por él: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1,21). Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy.”(NMI, 27).

 

La experiencia de los Apóstoles

 Los apóstoles fueron testigos primeros de la experiencia de Dios en la historia, del Cristo encarnado, y lo siguieron. Según su promesa, sabemos que Cristo no ha dejado de estar presente caminando firme en nuestra historia. La Iglesia, los creyentes reunidos con Cristo, es el lugar propio de la experiencia de esta presencia, y en ella aprendíamos y nos animábamos. Algunos han caído en la tentación de sospechar e incluso de rechazar a la Iglesia, y ahora se sienten perdidos: a nuestro alrededor han ido espesándose las brumas de la duda y de la propia infidelidad, de las contradicciones con el mundo en el cual vivimos; muchos no ven a Cristo con claridad suficiente para poderle seguir.

La experiencia de los apóstoles les obligó a confesar gozosamente la resurrección de Cristo, la radical victoria y la fuerza de su persona humana y divina. La realidad es que Cristo se ha demostrado más fuerte que todas las tinieblas, que todos los pecados de los hombres y que todo el mal del mundo junto. Lo que se impone, por tanto, es dejarnos humildemente encontrar por Él.

La tarea de la Iglesia, su actividad pastoral y el apostolado de los fieles laicos, ha de contar, por fortuna, con la ayuda de Dios. Es el Espíritu que viene en nuestra ayuda (cf. Rom 8, 1).

Como recuerda la Novo Millenio Ineuntes, “a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos con nuestras solas fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14). (NMI 20)          

Joaquim Fluiach

Sacerdote de La diócesis de Terrassa

Rector de la Parroquia de Santa María de Caldes de Montbui

  • 12 julio 2010
  • Joaquim Fluriach
  • Número 35

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