Archivo > Número 34

Cristianismo y laicidad. Historia y actualidad de una relación compleja

Martin Rhonheimer 

Rialp

Madrid 2009

208 pág.

 

Martín Rhonheimer (Zürich, 1950), es profesor de Ética en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz en Roma. En este ensayo afronta cuestiones muy candentes en nuestro país y en muchas sociedades occidentales: el laicismo parece revivir en nuestras sociedades con un marcado tono anti-cristiano. ¿Qué es la verdadera laicidad del estado image-9b09373d7988d1f1ca3d809ae4e91849democrático? ¿Cuál es el papel de los cristianos y de la Iglesia en una sociedad no confesional? Son cuestiones que se tratan de forma muy sugerente en estas páginas y ayudaran al lector a situarse y coger coraje para afrontar el reto de participar y transformar el mundo en que vive, jugando –si se me permite el símil– con sus reglas del juego. De la mano del autor, ofrezco algunos de los temas que trata en su libro.

La esencia de lo que denomino “concepto político de laicidad” puede definirse como la exclusión de la esfera política y jurídica pública de toda normatividad que haga referencia a una “verdad” religiosa –justamente en cuanto verdad–; lo que trae consigo la neutralidad e indiferencia pública respecto a cualquier pretensión de verdad en materia religiosa. En materia de religión, un Estado laico no utiliza criterios de verdad, sino que trata a las religiones aplicando criterios de justicia política, que incluyen imparcialidad y neutralidad (p.115-116).

Más que introducirse en el Estado constitucional democrático, sometiéndose a la lógica de su organización política y jurídica, la Iglesia quiere coexistir con ese Estado, conservando su propia identidad, su libertad organizativa y su independencia. (...) Ahora bien, esa “coexistencia” con el Estado laico y esa presencia pública independiente no puede implicar una especie de interferencia con las instituciones estatales o incluso de oposición a su legitimidad. Es más, si la Iglesia actúa en la vida pública y ejerce, conforme a su autocomprensión, la tarea de maestra de humanidad y de moralidad, debe hacerlo siempre en pleno respeto a las normas del Estado laico, al que ella misma reconoce como un “valor adquirido” que “pertenece al patrimonio de civilización alcanzado” en la sociedad moderna. (...)

A fin de evitar cualquier “hipertrofia magisterial”, la Iglesia debe tomar conciencia una y otra vez de su específica misión y de su finalidad sobrenatural, limitándose a intervenir en aquello que, en la perspectiva de la dignidad del hombre y de su destino eterno, sea para ella realmente “innegociable” (p. 143-144).

El Estado –esto es, el proceso político– debe hallarse libre de constricciones institucionales por parte de la Iglesia. Y esta última ha de reconocer una libertad política que no está vinculada a formas de coerción dictadas por el poder espiritual de la Iglesia o de cualquier otra instancia religiosa.

En sentido inverso, la Iglesia debe gozar de la libertad de decir lo que considere oportuno a quienes ostentan el poder y a los ciudadanos, que en las democracias modernas son también ostentadores del poder. De esta forma, la Iglesia, con la autoridad que le es propia, ejerce un influjo en las conciencias de los ciudadanos. Cierto es que, en una democracia moderna, esa palabra influyente puede constituir un auténtico poder, pero no de tipo coercitivo, sino moral y cultural. Dicho poder sólo puede negárselo a la Iglesia un Estado que quiera erigirse en fuente última de valor, rectitud y justicia, por erigir en valor absoluto la relatividad y disponibilidad política de todos los valores y no tolerar junto a él ninguna voz capaz de relativizar su pretensión (p. 161).

La laicidad integrista pretende la autonomía de las instituciones políticas no sólo como autonomía política, institucional y jurídica, sino también –en un sentido comprensivo– como último criterio moral en el ejercicio de dicha autonomía (p. 127).

Por su propia naturaleza y a modo de principio, este tipo de laicidad tiende a anular la distinción entre poder y moralidad. Es decir, tiende a excluir, al menos implícitamente, el hecho de que existan criterios de valor objetivos, independientes del ejercicio práctico del poder político, según los cuales pueda enjuiciarse el ejercicio del poder. La laicidad de este segundo tipo, en efecto, no sólo combate a la religión, sino que se arroga una especie de “exclusivismo político”, en el sentido de que, en el discurso político, sólo acepta como criterio de moral y de justicia a aquellas instancias laicas que se hallan sometidas al control del proceso político, y en la medida en que forman parte de él: un proceso que, como es obvio, será idealmente democrático y, por tanto, estará regulado por el principio de mayoría (p. 121).

La laicidad integrista ve en el fenómeno religioso un oponente, un enemigo del carácter laico del Estado. Y lo que es todavía más importante: ve en el fenómeno religioso un enemigo de la autonomía “laica” de la conciencia de los ciudadanos. La laicidad integrista viene a ser, pues, una especie de paternalismo, que intenta proteger al ciudadano de toda influencia religiosa –y de instituciones como la Iglesia católica–, porque estima que tal influjo es irracional y corrosivo de la libertad (p. 123).

La defensa alarmista de tal “integrismo laicista” contra las presuntas “intromisiones” de la Iglesia –o de los católicos– no constituye en realidad más que un juego de propaganda y de poder político. ¿Por qué? El quid reside en el simple hecho de que, a pesar de que también los “católicos” –y la Iglesia misma– proponen políticas y legislaciones que resultan sustancialmente justificables conforme a una razón pública laica, los “laicos” se empeñan en considerarlas “no laicas”; y, por tanto, tampoco generalizables, ni aptas para ser impuestas mediante el proceso democrático. ¿Y por qué dicho empeño? Pues únicamente porque son planteadas por “católicos” o, como a veces sucede, son defendidas oficialmente por la Iglesia, motivo inmediato para cargar pesadamente con el baldón de ser posturas de tipo “religioso”.

Así las cosas, en diversas ocasiones, la defensa del carácter laico del Estado por parte del “integrismo laicista” se reduce a rechazar de entrada un verdadero debate público sobre los argumentos proferidos por ciudadanos “no laicos” o por la Iglesia (p. 125-126).

Lo que exige un punto de vista laico no es acallar a la Iglesia y su voz, que habla en nombre de una verdad superior, abrazada por muchos ciudadanos, sino someter la acción de la Iglesia en la escena política pública a las reglas comunes, políticas, civiles, válidas para todo actor en la esfera pública; dejándole, eso sí, plena libertad para expresarse y hacer valer sus razones en el debate político (aun cuando con esto ejerza un verdadero poder, en el sentido de una autoridad espiritual que, según los casos, será más o menos reconocida y seguida) (p. 130).

El ideal de ciudadanía secular democrática de un cristiano podría ser lo que me gustaría denominar “secularidad cristiana”. “Secularidad cristiana”, según yo la entiendo, significa desarrollar la propia identidad cristiana y realizar la propia vocación cristiana en el contexto de una sociedad –y de una comunidad internacional– cuyas instituciones públicas están definidas de forma secular, aceptando plenamente –con la información y a la luz que proporciona la experiencia histórica– esa secularidad como un valor político y considerando esa aceptación parte integrante de la propia autocomprensión como cristiano (p. 187).

La secularidad cristiana, así definida, significa ser capaz de vivir una especie de “identidad diferenciada” o “doble” como cristiano y como ciudadano (...) “Doble identidad” significa la capacidad (exigida a todos los ciudadanos) de cooperar políticamente en condiciones de desacuerdo, incluso profundo, sobre valores morales esenciales y, con ello, afrontar constructiva y pacientemente configuraciones concretas de pluralismo que el cristiano, en tanto que tal, podría considerar ajenas al verdadero bien común de la sociedad y necesitadas de cambio. Por ejemplo, lo que Juan Pablo II denominó “cultura de la muerte” (p. 188).

“Doble identidad” significa la disposición a reconocer la legitimidad procedimental de las decisiones democráticas incluso cuando contradigan las propias convicciones fundamentales acerca del bien y, por tanto, a apoyar a instituciones políticas como legítimas incluso cuando, en determinados casos, generen decisiones que uno mismo considere profundamente injustas y corruptoras del bien común. Esto, finalmente, implica la disposición a anular esas decisiones o enmendar esas instituciones solamente con medios legales, democráticos, tratando de convencer a otros ciudadanos de la racionalidad de las propias demandas, lo cual, en realidad, refuerza la legitimidad de las instituciones democráticas (pp. 188-189).

La antes mencionada “doble identidad” como cristiano y como ciudadano no significa que sea necesario renunciar al carácter transformador del mundo que es propio del cristianismo, ni que los cristianos no tengan que hacer una contribución específica como cristianos a la conformación social y política de este mundo y, así, al contenido de la ciudadanía. Muy al contrario: la fe cristiana, basada en la fe en la encarnación del Verbo Divino, está llamada a seguir siendo una fuerza transformadora del mundo, pero ello en un mundo secularizado y de un modo secular. (p.189).

El verdadero “poder” del cristianismo y de la Iglesia reside, a día de hoy, en la acción de los fieles cristianos que, con la conciencia cristianamente formada, actúan como “sal de la tierra” y “luz del mundo” en el seno de la sociedad, en todos los ambientes. Un proyecto de nueva evangelización no debe, por eso, abolir los fundamentos de la moderna laicidad del Estado (p. 158).

Isidor Ramos

  • 19 marzo 2010
  • Martin Rhonheimer
  • Número 34

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