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El hombre ante el misterio de Dios. Curso de teología natural. L.Romera

Luis Romera

Ediciones Palabra (Colección Albatros)

Madrid 2009

283 pág.

Como señala en la introducción, la intención del autor no es elaborar un tratado, sino abrir una reflexión que acerque al lector a la temática de la teología natural. Indica también que el desarrollo contará como telón de fondo con la doctrina de Sto. Tomás de Aquino.

 

Y al hilo de una tercera advertencia preliminar –“el presente volumen pretende ser un curso”- hace un comentario image-cb4e8a403491c3af8b6420f95ac4bb25donde expresa un principio que orienta el pensamiento del autor en la estructuración de la materia: “No es coherente con el ser de la persona cultivar una razón escindida en razón científica, pensamiento filosófico, razón práctica y fe, todo ello de un modo disgregado” (pp.6-7). En efecto, el autor a lo largo de todo el trabajo muestra la unidad de la actividad de la razón, y su apertura irrestricta a lo inteligible, como condición, por otra parte, para abrirse a la trascendencia.

 

En consecuencia, justifica que es perfectamente admisible incluir la fe como fuente de conocimiento, dado que el pensamiento filosófico “ha recibido indicaciones por parte de la fe cristiana que le han permitido, en cuanto filosófico, alcanzar resultados inéditos. Algunas de esas ideas, de indudable importancia, son susceptibles de ser argumentadas filosóficamente y, en consecuencia, propuestas a todo hombre” (p. 7). No obstante, puntualiza que, en el desarrollo de la exposición “las elaboraciones intelectuales, ..., responden a lo propio de la filosofía, concretamente, de la metafísica” (ibid.).

Por último, el autor es consciente de que la temática acerca de la existencia de Dios, o más exactamente, ante la realidad de Dios, incluye una incidencia existencial, que ha de tenerse en cuenta. Acercarse seriamente a la cuestión filosófica de Dios supone aceptar enfrentarse con cuestiones que demandan una implicación personal.

La obra se estructura en cinco capítulos, pero desde el punto de vista del desarrollo conceptual, podríamos agruparla alrededor de tres grandes núcleos.

En primer lugar, un análisis fenomenológico-existencial, que muestra a la persona como un ser abierto respecto a si mismo y a lo otro (las realidades del mundo, los demás), abierto igualmente a la trascendencia, y como alguien que se interroga a partir de la experiencia de la finitud: “Una de las vías que conducen a abrirse a la dimensión radical de la existencia personal y ajena, y a plantearse interrogantes últimos, radicales y de carácter global, es la experiencia de la finitud” (p. 25). Experiencia de finitud que lleva a considerar la temporalidad del ser propio y ajeno, a preguntarse sobre el origen del ser y el sentido último de la existencia, y a través de ello descubrir diversos caracteres que pertenecen a lo que podríamos llamar la ontología de la experiencia existencial humana, como son la distensión, la fugacidad, la provisionalidad, o la insuficiencia (cfr. p. 27).

Por medio de este análisis fenomenológico-existencial, que busca objetivar los elementos que caracterizan la experiencia interior de la persona, el autor establece la base para fundamentar la racionabilidad de la apertura a la dimensión religiosa, que radica en dar respuesta a la pregunta por el sentido y finalidad de la libertad, cuando esta se enfrenta a su finitud (cfr. p. 29).

Un segundo núcleo, es mostrar lo que denomina el oscurecimiento de Dios. En él, el autor realiza un análisis crítico de las posturas filosóficas –se concentra básicamente en la modernidad- que niegan esa posibilidad, o simplemente niegan la misma existencia de Dios. Se trata, entendemos, de mostrar previamente cuáles son las dificultades con las que se enfrenta el intento de fundamentar objetivamente el conocimiento de la existencia y ser de Dios, a la vez que mostrar las insuficiencias de tales posturas.

Para ello, el autor elige autores que constituyen momentos que son clave en el desarrollo del pensamiento filosófico respecto a la materia, dado que sus posturas expresan con claridad y de modo suficiente los elementos esenciales del agnosticismo y del ateísmo contemporáneos. Este segundo núcleo se contiene en el cap. II, y se presenta en el contexto del fenómeno del secularismo. Recoge el planteamiento crítico de Kant, la 'muerte de Dios´ en Nietzsche, y el existencialismo ateo de Sartre. También comenta el indiferentismo (“La ausencia de Dios”) y la subjetivización (“El eclipse de Dios”). Debe notarse, la precisión en la exposición de las respectivas doctrinas y la claridad en el análisis de sus limitaciones.

El tercer núcleo puede dividirse en tres partes. En primer lugar, mostrar la necesidad de la metafísica, como base de fundamentación para alcanzar un conocimiento objetivo de la existencia y ser de Dios. Esta cuestión previa es de decisiva importancia, y de ella depende la justificación de la consistencia científica de la argumentación.

El desarrollo del recurso a la metafísica ocupa el capítulo III, y tiene como elementos clave la noción tomista de ser como acto y el proceso intelectual de la resolución metafísica. Resolución metafísica que nos permite el recorrido “ascendente” hacia Dios, porque parte de unas realidades que captamos de modo directo, pero que se manifiestan como no autosuficientes, para remontarse hacia la Realidad por antonomasia de la que proceden (cfr. pp. 154 ss). Este estudio de la capacidad de la metafísica para fundar la existencia de un Absoluto, de un Infinito, puede también considerarse como la vía metafísica, ontológica, de acceso a Dios. De hecho, el autor denomina a este capítulo El planteamiento metafísico del conocimiento de Dios.

La segunda parte de este tercer núcleo –cap. IV- está dedicada a exponer los itinerarios del pensamiento filosófico hacia Dios. Se concentra en la exposición y comentario de las vías a priori que se dan en el pensamiento moderno, de Descares a Leibniz, de Spinoza a Hegel. Cita también el planteamiento de San Anselmo, al que considera, no obstante, un caso aparte, porque para éste “la razón se abre a la fe en una 'circularidad´ entre ambas que garantiza que la razón alcance su propia plenitud como inteligencia: “Creo para entender; pues (...) 'si no creyese, no entendería´” (p. 172).

Pero el mayor espacio lo dedica a la exposición y comentario de las vías tomistas. Se extiende en el comentario de la radicalidad de la resolución metafísica (pp. 188 ss). Y dedica el resto de este capítulo (pp. 207-227) a las pruebas de carácter antropológico.

La última parte de este tercer núcleo ocupa el capítulo final, y trata acerca de quién es Dios. Señala su infinitud y total trascendencia, a la vez que su inmanencia en las criaturas, juntamente con el recurso a la analogía como medio de alcanzar un cierto conocimiento de Dios, sin dejar nunca de ser conscientes de que la esencia de Dios se mantiene incognoscible.

Y, finalmente, se abre una reflexión, en la que se plantea la posibilidad de acceder al carácter personal de Dios desde una concepción metafísica, que incorporaría la contribución de la antropología, siempre respetando las exigencias de la analogía.

Nos parece interesante ampliar algo más este último aspecto del recorrido realizado por el autor, y apuntar brevemente cómo fundamenta su afirmación del posible acceso al carácter personal de Dios. La reflexión toma como base el pensamiento de Aristóteles. En primer lugar, cita lo que denomina “indicaciones significativas”, en las que el filósofo griego apunta a la noción metafísica de acto para elevarse al conocimiento de Dios.

En este orden, Dios no es pensado “como un principio abstracto y neutro, al que se accede desde una ontología de ideas, ni consiste en una instancia amorfa; por el contrario, es designado con el término substancia, ofreciendo una clave para precisar el enfoque de un pensamiento que pretende dirigirse hacia la trascendencia recurriendo a la analogía “ (p. 267). Para el Estagirita, comenta el autor del trabajo, “la substancia por excelencia es el hombre y, en tal caso, su sentido es más cercano al de 'sujeto´ (subsistente dotado de una identidad que se expresa en su actuar) que al de 'mero substrato´” (ibid.).

Por otra parte, en las diferentes modalidades de acto que identificamos en la realidad, se constata una gradación en su carácter o perfección de acto (desde los seres inertes, pasando por los seres vivos, cuyo ápice es el hombre). Desde aquí, Aristóteles, tomando como referente al hombre, y recorriendo a su modo las vías de la negación y la eminencia, llega a afirmar, respecto a Dios: “Y su modo de ser es excelente; ese modo de existir que a nosotros nos es dado sólo por breve tiempo. Pues bien, Él es siempre así –mientras que para nosotros eso no es posible- ya que su acto es también placer” [Met. XII, 7, 1072 b 14-16 (p. 269)][1].

Así pues, se muestra que el pensamiento racional, filosófico, puede llegar a vislumbrar de algún modo el carácter personal de Dios, aunque es claro, sin embargo, que “la conciencia de un Dios personal y creador aparece con fuerza, nitidez y según toda la riqueza de su alcance en el marco de la revelación hebraica y cristiana. No obstante, la razón, estimulada por lo revelado que asume por fe, elabora reflexiones filosóficas, según el estatuto epistemológico propio de la misma, gracias a las cuales muestra que el hombre, con las luces de su inteligencia, es capaz de atisbar la índole personal de Dios y su acción creadora” (p. 272).

Pensamos que la obra consigue realizar de modo excelente el objetivo de acercarnos al misterio de Dios, mostrando la capacidad de la razón para acceder objetivamente a su ser y existencia. Y lo lleva a cabo -y es una característica de la obra que conviene subrayar-, con notable profundidad, precisión y claridad en la exposición, análisis y desarrollo de los temas. Por ello, nos encontramos ante un libro que responde perfectamente al intento del autor, de ofrecer los elementos intelectuales que nos sitúen y permitan el itinerario personal hacia Dios.

Fernando Rodríguez J.


[1]Por placer, Aristóteles parece entender felicidad, ya que un poco más adelante, en el mismo lugar citado, afirma: “De manera que esto [la actualidad de la inteligencia como posesión de lo inteligible], más que otra cosa, parece ser ese algo divino que posee la inteligencia, y la contemplación es el placer supremo y el bien absoluto” (nota del autor de la recensión).

  • 10 diciembre 2009
  • Luis Romera
  • Número 33

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