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El mundo, responsabilidad de los cristianos. P. Rodríguez

El mundo, responsabilidad de los cristianos, a la luz de 1Cor 7, 20 Que cada cual permanezca en la vocación en la que ha sido llamado

Querría, ante todo, agradecer a los organizadores de las Jornadas de Castelldaura, en las que he participado tantas veces, dos cosas: el que hayan elegido como tema para este año San Pablo y el Año Paulino, de tanta significación en la Tarraconense, y el que hayan querido invitarme una vez más a intervenir en ellas, que es siempre motivo de alegría. Y aquí estoy con esta tema que me pedían: hablar sobre el mundo como responsabilidad de los cristianos en el contexto del Año Paulino, es decir, en el marco de la teología de San Pablo. La célebre expresión del Apóstol a la que aludo en el título puede ser, en efecto, un buen camino para abordar el tema desde el ángulo de mira en el que yo quiero situarme.

Porque, al hablar de mundo y de responsabilidad, en orden a captar su mutua relación, conviene tener en todo momento presente esa otra categoría más radical, que es la que nos propone san Pablo en este pasaje, la de vocación, que fundamenta esa responsabilidad y señala una tarea, una misión en el mundo. Esta categoría —vocación, que eclesiológicamente es con-vocación, ek-klesìa— proporciona su estatuto teológico a las otras dos y las hace íntimamente comprensibles. De ahí las dos partes de mi conferencia: primero, vocación desde el texto de San Pablo y, después el mundo, como responsabilidad. Advierto que mi reflexión se mueve en el plano eclesiológico-antropológico, en el nivel existencial del hombre cristiano, que es hombre (mundo) y cristiano (Iglesia) en una inescindible unidad. No en balde decía san Agustín: Ecclesia, mundus reconciliatus [1]. Vengamos, pues, al texto del Apóstol, que en realidad es toda la perícopa 1 Cor 7, 17-24, que tiene su momento emblemático en el citado vers. 20

 

1 Cor 7, 20: vocación cristiana

 

He aquí la perícopa:

1 Co 7, 17 Por lo demás, que cada uno permanezca en la condición que le asignó el Señor, en la que tenía cuando le llamó Dios. Así lo dispongo en todas las iglesias. 1 Co 7, 18 Fue llamado alguien cuando estaba circuncidado? Que no lo oculte. Ha sido llamado alguien cuando no estaba circuncidado? Que no se circuncide. 1 Co 7, 19 Nada es la circuncisión ni es nada la falta de circuncisión: lo importante es la observancia de los mandamientos de Dios. 1 Co 7, 20 Que cada uno permanezca en la vocación en que fue llamado. 1 Co 7, 21 Fuiste llamado siendo siervo? No te preocupes; y aunque puedes hacerte libre, aprovecha más bien tu condición; 1 Co 7, 22 porque el que siendo siervo fue llamado en el Señor, es liberto del Señor. Igualmente, el que fue llamado siendo libre, es siervo de Cristo. 1 Co 7, 23 Habéis sido comprados mediante un precio; no os hagáis esclavos de los hombres. 1 Co 7, 24 Que cada uno, hermanos, permanezca ante Dios en el estado en que fue llamado.

Nuestro versículo:

 

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• 1Cor 7, 20: la interpretación de Lutero y la del protestantismo ulterior

Conocida es la decisiva significación que este pasaje tuvo en la Reforma protestante, sobre todo a partir de la traducción de Lutero. Lutero no tradujo eklhsiV (en caracteres griegos) por Berufung (vocación, llamada), sino por Beruf (profesión): Ein jeglicher bleibe in dem Beruf, darin er berufen ist. Tiene su traducción un marcado carácter antimonástico. Beruf, profesión, en el sentido de oficio o trabajo profesional, quería indicar que, para vivir la vocación cristiana, no era necesario hacerse monje y profesar los consejos evangélicos, sino que se podía vivir como cristiano ejerciendo el oficio que cada uno tiene en la vida. No es cuestión de detenernos ahora en la profunda incomprensión teológica que implicaba en Lutero su condenación del monacato, pero lo que es indudable —y Lutero lo advirtió agudamente— es que una teología de la vocación que desee ser realmente cristiana no puede reducir la eklhsiV (en caracteres griegos) del Nuevo Testamento a un grupo de personas dentro de la Iglesia. Y esto, por la sencilla razón de que vocación es precisamente una palabra definitoria de la misma existencia cristiana.

El drama anejo al planteamiento del Reformador proviene de su doctrina de la justificación y de la corrupción de la naturaleza humana como fruto del pecado original. En efecto, su afirmación de que el hombre llamado permanezca en su oficio profesional no es en él consecuencia de una captación de la bondad básica que conserva el orden de la Creación a pesar del pecado original —esto, más bien, viene negado—; sino precisamente de la irrelevancia de todo lo humano histórico ante la acción de Dios, que es el que salva: por eso no hay que hacerse monje, porque el convento, en este sentido, seguiría siendo mundo, acción humana. La profesión y, en sentido más amplio, las estructuras de la sociedad humana, serán sólo ámbito para la respuesta cristiana a la llamada de Dios, que acontece por la fe en la interioridad invisible del espíritu humano, manteniendo ellas su propia dialéctica, que es en sí misma irrelevante para la salvación. En Lutero permanece siempre un dualismo entre los dos reinos, como ha demostrado Ratzinger a pesar del intento de Wingren por demostrar lo contrario [2]. La profesión, que apunta a la tierra y no al cielo, tiene la misma dialéctica de las obras: Las obras —dice Lutero [3]— se refieren a la tierra y pertenecen al cuerpo o al prójimo; por la fe, en cambio, te trasladas al cielo. Es la fe y no las obras (la profesión) las que valen para la vida eterna. Desde este planteamiento es muy difícil captar la interna relación que, en la economía de la salvación, se da entre vocación y trabajo profesional.

 

Pero hay más, y siempre sin salir del versículo paulino. La traducción de klésis por profesión, trabajo profesional, iba a tener en la evolución posterior del pensamiento protestante importantes consecuencias. La traducción de Lutero, que se forja en fuerte diatriba contra el estado religioso, llevaba en su seno, paradójicamente, el germen de una radical secularización de la vocación divina. Fue Karl Barth, el gran teólogo protestante del siglo XX, el que lo mostró con todo rigor al criticar la interpretación que Karl Holl había hecho de la traducción de Lutero que comentamos[4]. Porque si se aplican y trasladan, sin más matices, a la profesión u oficio las características de la vocación divina, el carácter específico, sobrenatural, de ésta tiende a desaparecer y a diluirse en la profesión misma y en sus exigencias: las estructuras sociales, los proyectos de sociedad, las leyes inmanentes de la historia, los ideales nacionales o de clase —operativos a través de la actividad de los hombres, de las profesiones en su más amplio sentido— se subrogan ahora en la llamada de Dios, cuya voz trascendente se reduce a un impulso interior para el compromiso con la tarea histórica, cuyo dinamismo inmanente constituye propiamente la vocación del cristiano, la palabra con que Dios le llama. La teología de la secularización de los años del Vaticano II es elocuente testimonio de la filiación luterana de esta exégesis de San Pablo, escondida al principio en el texto del Reformador y progresivamente manifestada en el pensamiento y en la praxis posteriores. Decía Karl Barth que la historia del protestantismo en este punto es la del viejo adagio: Incidit in Scyllam, qui vult vitare Charybdin. Charybdis sería el intento de reservar el concepto de vocación a un grupo selecto dentro de la Iglesia; Scylla, la secularización de ese mismo concepto, su disolución humanista[5] .

 

Entre Charybdis y Scylla se situaba ya la interpretación de Lutero, que, al no hacer justicia a la sustantividad —a la bondad originaria— de la actividad humana en el mundo, al considerarla como mero ámbito histórico de la llamada transhistórica de Dios, contenía ya en germen, como antes dije, una nueva y necesaria protesta: la protesta de la realidad misma de los hombres y las cosas del mundo, del orden de la Creación, que también procede de Dios y que no recibía en el planteamiento de Lutero el honor debido. Sólo que esa necesaria protesta —en la dinámica de la Reforma— tomará el sesgo de una secularización de la klésis divina; una secularización que no sabrá afirmar la realidad secular del mundo sino reduciendo al silencio el orden trascendente de la Redención.

 

• El sentido originario del texto y la dialéctica "cosas de arriba" y "cosas de abajo" (cfr. Col 3,1)

Hemos de decirlo claramente: la klésis del Nuevo Testamento no es el trabajo profesional, sino la llamada a ser nueva criatura en Jesucristo, con todas sus consecuencias. Pasemos, pues, directamente a la interpretación del versículo paulino. La vocación divina, según San Pablo, no es —no se identifica con— la profesión secular: esto es completamente ajeno al pensamiento del Apóstol. Le es ajena tanto la interpretación reduccionista del secularismo moderno, como la consideración espiritualista luterana. Ambas interpretaciones se reconducen a una concepción que enfrenta o, en el mejor de los casos, yuxtapone los órdenes de Creación y Redención.

 

Lo que San Pablo enseña a los de Corinto es, sencillamente y ante todo, que la vocación divina, soberana, no implica ni exige un abandono del contexto social y humano en que se mueve la persona llamada: que el incircunciso no tiene que circuncindarse; que el casado no tiene que separarse de la mujer, y el soltero no tiene que casarse, etc. Más todavía, la expresión de Pablo —en táute menéto— es netamente positiva: no predica sólo el no-abandono, sino la permanencia, apuntando así a la validez de esas realidades humanas para este nuevo modo de existencia determinado por la llamada soberana de Dios, es decir, declarando su carácter de cosa querida por la Providencia de Dios. San Pablo, desde la novedad de Cristo, parece dar una nuevo horizonte al consejo bíblico: Sé constante en tus obligaciones, ocúpate de ellas, y envejece cumpliendo tu trabajo (Si 11, 20). Las partes parenéticas de las epístolas desarrollarán cumplidamente el profundo sentido moral que adquieren para el cristiano esas dimensiones de la vida humana. El módulo axiológico que dibuja el ethos cristiano ante la fase temporal de la existencia es, indiscutiblemente, para San Pablo, buscar las cosas de arriba (Col3,1).

 

Pero, iatención!, el misterio, el secreto de la vida cristiana radica en que esas cosas de arriba se alcanzan desde aquí abajo, viviendo en esta tierra: no es lícito interpretar el binomio cosas de arriba-cosas de abajo como si incluyese en sí la minusvaloración del quehacer terreno. Estos quehaceres de la tierra no son para San Pablo, sin más, cosas de abajo: pasan también a ser cosas de arriba cuando el cristiano, por la gracia de la vocación, los hace portadores del peso eterno de la gloria (2 Cor 4,17). Por eso Pablo insiste en el cumplimiento fiel de los deberes sociales y cívicos (Col 3,18; Eph 5,22-6, 9; Rom 13,1-7, etc.). El cristiano es señor del mundo y de sus cosas (1 Cor 3,21-22) ydebe buscar por todas partes quaecumque sunt vera (Flp 4,8) cuanto hay de bueno, de noble y de bello, viviéndolo para el Señor (Col 3,23), para la gloria de Dios (1 Cor 10,31), en el nombre del Señor Jesús (Col 3,17), como corriendo en dirección a la meta, teniendo a la vista el premio eterno (Flp 3,14). De este modo la tarea en el mundo —las cosas de abajo— puede tener el sabor de las cosas de arriba. Así se ve cómo, para Pablo, la tarea humana en el mundo no es ni mero ámbito tolerado, ni un absoluto que usurpa los atributos de la vocación divina[6].

 

Desde estos textos paulinos, que fundamentan una perspectiva integradora de Creación y Redención, cabe una mirada teológica al pasaje de San Pablo que comentamos, que permite atisbar el nexus mysteriorum en el seno de la vocación y que podría expresarse así: la situación humana —la profesión, el puesto en la vida, las relaciones familiares, sociales, políticas y culturales— del hombre o de la mujer llamados en Cristo, son asumidos —iporque son válidos!— en el movimiento redentor de la llamada divina, para ser integrados en la respuesta de fe que la nueva criatura debe dar a Dios en su existencia cristiana.

 

Dicho desde una teología de la vocación: el acto de Dios que llama (vocación en sentido activo), si es escuchado y correspondido, transforma la vida humana —la totalidad de esa vida en sus diferentes dimensiones—; la transforma, digo, en vocación (vocación en sentido terminativo), es decir, en existencia cristiana, en vida vivida como vocación. De este modo, vida humana y vocación divina se recubren en el cristiano.

 

Veamos ahora, por qué nos ayudará la recepción de esta doctrina paulina, como la Iglesia ha hecho.

 


• La integración del doble plano de Creación y Redención en el Vaticano II

 

Esta visión de las cosas es la que se respira por todas partes en los documentos del Concilio Vaticano II, comenzando por las grandes Constituciones Lumen Gentium y Gaudium el Spes, ydespués en el extenso Magisterio de Juan Pablo II yBenedicto XVI.

Teológicamente, esta doctrina es una manifestación del antiguo y decisivo axioma gratia non tollit sed perficit naturam, la gracia no destruye la naturaleza, sino que la sana y eleva, axioma de una gran trascendencia en la situación actual de la cultura. Pero en el orden existencial e histórico, esa visión de lo que es ser cristiano en el mundo no ha sido ante todo algo deducido por la ratio teológica, sino primariamente inducido en la vida del Pueblo de Dios por el Espíritu Santo, que ha suscitado pioneros y santos que empujan vitalmente al Pueblo de Dios. Permitidme que traiga a nuestra conversación algunos textos de san Josemaría Escrivá, que, al decir de Juan Pablo II[7], anticipó esa teología del laicado del Concilio y del posconcilio a la que acabo de aludir.

 

He pensado siempre —explicaba san Josemaría en 1968— que la característica fundamental del proceso de evolución del laicado es la toma de conciencia de la dignidad de la vocación cristiana[8]. Esa dignidad arranca de la llamada universal a la santidad, que está indisolublemente unida, en la vivencia de San Josemaría —siguiendo a San Pablo—, a la valoración de la profesión, de la situación en el mundo, como marco y camino para la misión cristiana en el mundo: No nos ha creado el Señor para construir aquí una Ciudad definitiva (cfr. Heb 13,14) [...]. Sin embargo, los hijos de Dios no debemos desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas, para [...] llevar a todos los estratos de esta humanidad nuestra el sentido sobrenatural, de modo que unos y otros nos empeñemos en elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la profesión y oficio. De esta forma, todas las ocupaciones humanas se iluminan con una esperanza nueva, que trasciende el tiempo y la caducidad de lo mundano[9].

 

La vocación cristiana otorga, en efecto, su verdadero valor a la profesión y al trabajo humano: El trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios, que, al crear al hombre, lo bendijo diciéndole: 'Procread y multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar, y en las aves del cielo y en todo animal que se mueve sobre la tierra´ (Gen 1,28). Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora[10].

 

Es la doctrina que proclama la Const. Lumen Gentium en el ya famoso capítulos sobrelos laicos: Allí —se refiere el Concilio a las condiciones ordinarias de la vida humana— están llamados por Dios para que, desempeñando su propia tarea guiados por el espíritu del Evangelio, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento[11].

 

Esta aptitud del mundo para ser santificado y esta capacidad del trabajo para ser medio y camino de santidad no provienen sólo de la bondad que conservan, a pesar del pecado de origen, en el orden de la Creación; se basan, ante todo, en el misterio mismo de Cristo: En rigor, no se puede decir que haya nobles realidades exclusivamente profanas, una vez que el Verbo se ha dignado asumir una naturaleza humana íntegra y consagrar la tierra con su presencia y con el trabajo de sus manos[12]. Esta fundamentación cristológica es capital para comprender el sentido católico de la vocación cristiana y del trabajo humano. El Concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et Spes, lo ha expresado con una frase que fue emblemática para Juan Pablo II: El Hijo de Dios, con su Encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con sus manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre (GS 22/b)[13].

 

En el misterio de Cristo está, pues, radicalmente sanado y elevado al orden de la gracia todo hombre y toda noble realidad humana. Hará falta que ese misterio objetivo de santificación se haga realidad subjetiva en cada persona humana. La doctrina católica de la regeneración bautismal, al presentar la interna justificación del cristiano, es decir, su configuración con Cristo por la fe y el sacramento, fundamenta la unidad existencial de Creación y Redención. El hombre cristiano —dice de nuevo la Const. Gaudium et Spes—, al estar interiormente regenerado, puede realizar con su trabajo obras plenas de sentido humano que apuntan a la vida eterna [14].

Aquí se ve cómo en esta teología se anudan los motivos antropológicos y cristológicos. En este concepto abarcante, católico, de vocación cristiana se entrecruzan los dos planos de la Creación y de la Redención, en cuya unidad se manifiesta la oikonomia divina[15].Todo aparece penetrado por la gracia y el amor de Dios: no hay nada profano y, sin embargo, nada aparece sacralizado, sino santificado desde dentro. Aquí desaparecen los dualismos. La presencia del misterio de Cristo en el cristiano da unidad a la vocación del hombre, y puede hacerse eco a 1 Cor 7, 20 diciendo a los cristianos: Vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de vuestra vocación divina[16].

 

Esa perspectiva tiene grandes consecuencias: pone de relieve la universal llamada a la santidad y al apostolado de todos los cristianos, más aún, de todos los hombres, pero defiende, frente a la hermenéutica luterana, la excelsa función que tienen en la Iglesia la vida religiosa y el camino de los votos; pregona el carácter sobrenatural y trascendente de la llamada de Dios, pero rechaza que la profesión humana sea sólo el receptáculo externo de la llamada; afirma la validez del trabajo secular humano en el contexto de la vocación divina, pero se niega a absolutizarlo, identificándolo con ella.

 

El mundo como responsabilidad moral del cristiano


•Dimensiones teológicas del "mundus hominum" (GS, 2)

Llegados aquí debemos afrontar ya de manera directa el mundo como responsabilidad moral del cristiano. Al situar el tema en la perspectiva antropológico-teológica de la vocación cristiana, hemos podido establecer, en esa existencia determinada por la vocación, una dimensión que hemos nombrado de diferentes maneras: profesión, situación, relaciones familiares y sociales, historia, etc. De este modo hemos ido configurando implícitamente lo que entendemos por mundo, pero ahora debemos fijarlo de modo explícito.

 

Los exegetas y los teólogos se han ocupado abundantemente del tema, exponiendo los sentidos y acepciones que en el lenguaje bíblico y teológico tiene la palabra mundo y sus expresiones equivalentes: cielos y tierra, saeculum, kosmos, ta panta, creación, criatura, género humano, etc. Los datos fundamentales, por lo demás, son de sobra conocidos. Ellos muestran la riqueza de matices que se da en las diferentes perspectivas —cosmológica, antropológica, soteriológica, eclesiológica— con las que es abordado el tema en la Revelación bíblica. De ahí la ambigedad que acompaña a la palabra y al concepto mundo, si no se aclaran los términos.

 

A nuestros efectos, es interesante retener estas tres dimensiones:

 

a) la bondad radical del mundo en cuanto creación de Dios, atestiguada de modo solemne en los primeros capítulos del Génesis; bondad que inhiere en la naturaleza misma de las cosas y del hombre y que está llamada a expresarse en la dinámica histórica de la doble relación hombres-cosas y hombres entre sí; bondad, por otra parte, de un mundo que está llamado por Dios a un destino sobrenatural;

 

b) la presencia del pecado en el mundo como fruto del acto del hombre (Rom 5,12) y el consiguiente sometimiento del mundo al demonio, el dios de este mundo (2 Cor 4,4): de ahí el enfrentamiento a Dios que se da en aquel dinamismo histórico, que en vez de expresar la bondad de su origen, expresa el pecado; y de ahí también la palabra mundo en su acepción peyorativa, tan abundante en los escritos de San Pablo y de San Juan;

 

c) y, sin embargo, Dios ama al mundo, nos dice San Juan (3,16): tanto, que le dio a su Hijo unigénito, que es la luz del mundo (8,12), la vida del mundo (6,33), el Salvador del mundo (3,17); ese mundo, en el que domina el pecado, no es irremediablemente malo: por eso no es destruido, sino amado, iluminado, vivificado y, finalmente, salvado por Dios en Cristo.

 

En efecto, el mundo del que el cristiano forma parte y que, a la vez, se le presenta como su responsabilidad y su tarea moral tiene esa triple dimensión que hemos descrito. Es el mundus hominum que la Constitución Pastoral Gaudium et Spes 2/b describe con esas palabras: El mundo, esto es, la entera familia humana con la totalidad de las cosas entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia del genero humano, sellado por el esfuerzo del hombre, por sus derrotas y sus victorias; el mundo, que, según la fe de los creyentes en Cristo, ha sido creado y es conservado por el amor del Creador; ha caído, ciertamente, bajo la esclavitud del pecado, pero Cristo, con su muerte y Resurrección, rompiendo el poder del demonio, lo ha liberado, para que, según el designio divino, se transforme y llegue a su consumación.

 

En ese mundo vive el cristiano, es parte de él; y estando ocupado en la faena de vivir, le sorprende la vocación divina, la llamada de Dios a ser nueva criatura en Cristo. Pues bien, lo característico de la nueva criatura, en el horizonte en que ahora nos situamos, es que está hecha con la materia de ese mundus hominum, el cual, precisamente en la nueva criatura, logra su verdadera perfección y sentido, pues Cristo, el Redentor del hombre, es el Señor y Cabeza no sólo de la Iglesia, sino de ta panta, de todas las cosas (Eph 1,22). De ahí que el mundo, el mundo de los hombres, sea para el cristiano no ya sólo ámbito de su vocación, ni siquiera algo apto y válido para desarrollarla, sino tarea cristiana, llena de profundo contenido sobrenatural o, para hablar en términos más exactos, misión aparejada a la vocación.

 

El hombre cristiano en el "mundo de los hombres": misión

• El misterio del hombre a la luz del misterio de Cristo


En el acontecimiento teológico-eclesiológico de la vocación cristiana, hay un doble momento: por una parte, una luz de revelación, que esclarece el sentido mismo del orden de la Creación, que se centra en el hombre. Es el tema de la Const. Gaudium et Spes 22/a, que se hizo central en la encíclica Redemptor hominis: el misterio del hombre sólo se ilumina en el misterio del Verbo Encarnado... Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al mismo hombre y le descubre la sublimidad de su vocación.

 

Pero, junto al momento revelador e inseparable de él, la gracia de la vocación es, a la vez, una comunicación de gracias divinas para redimir y salvar al hombre y al mundo que hacen los hombres. Cristo, por medio de la Iglesia, en el acontecimiento de la vocación comunica la vida divina al hombre y, de esta manera, difunde en el mundo el reflejo de su luz, sanando y elevando la dignidad de la persona humana, consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y una significación mucho más profundas (GS 40/c). De ahí que el que sigue a Cristo, hombre perfecto, se perfeccione cada vez más en su propia dignidad de hombre (GS 41/a).

 

Ambos momentos de la relación entre vocación y mundo —que podemos llamar momento iluminativo y momento comunicativo de gracias— van a ser decisivos a la hora de comprender el mundo como tarea moral del cristiano, o quizá mejor, como misión, misión cristiana.

 

En esta tarea el criterio fundamental es Cristo mismo. Él es, podríamos decir, la proto-norma, en el sentido de que es la estructura misma de su ser —Verbo de Dios hecho hombre— la que determina el criterio orientador para la existencia cristiana en el mundo. Cristo, Verbo de Dios y Dios como el Padre, asume la naturaleza humana, y de esta manera, en el orden de la Redención, pronuncia un sí radical intrahistórico al hombre y al mundus hominum, que confirma el sí protohistórico de Dios en el acto creador. Esa naturaleza humana asumida por el Verbo es perfecta, absque peccato, dice san Pablo (Heb 4,15). Por medio de su operación divino-humana tendrá lugar la Redención, que el hombre —por la gracia— se apropia en su vocación. En el misterio de Cristo, primero es, pues —si nos es lícito hablar así—, el Hijo en su preexistencia trinitaria; y, en un segundo momento, se da la asunción de la humanidad en la Encarnación, perfecta desde la concepción virginal.

En cambio, en el misterio del cristiano, primero es el hombre y su mundo, con bondad radical por la creación divina, pero degradados por el pecado de origen y los pecados personales con sus secuelas estructurales y colectivas. Sólo en un segundo momento recaerá sobre ese hombre y su circunstancia la misericordia de Dios en la vocación divina, que le llama a ser nueva criatura en Cristo y a identificarse con Él. Por eso, lo asumido en el movimiento redentor de la llamada divina es una realidad ambivalente; buena en su origen, atravesada después por el pecado en su operatividad; una realidad, por tanto, que, en el momento mismo en que se integre en la vocación —y después a lo largo de toda la vida—, debe ser sometida al juicio de la fe, a un discernimiento cristiano purificador que separa el oro de la ganga. Cuando Él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, a la justicia y al juicio (Jn 16, 9).


• El discernimiento cristiano del mundo

A través del momento revelador que se da en la vocación se hace presente en la existencia cristiana el juicio escatológico de Cristo. Al ser sorprendido por la llamada de Dios, el hombre comienza a mirar a la luz de Cristo su vida y su tarea en el mundo. Y descubre dos cosas. Primera, que Dios le llama a servirle y santificarse a través del mundo, que no sólo es el ámbito en el que el hombre vive —decíamos—,sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora y, por tanto, que esas realidades en las que está inmerso —trabajo profesional, familia, responsabilidades sociales y políticas— están llamadas no por táctica, sino por vocación, a participar de la nueva criatura. Pero, al reasumirlas en la vocación, hay un segundo descubrimiento: la novedad cristiana —que pone ante los ojos del cristiano el Camino, que es Cristo— le desvela, en la fe, el verdadero sentido de todas ellas; desvelamiento que, por contraste, hace aparecer en toda su crudeza los egoísmos, el desamor, las injusticias: en definitiva, los frutos del pecado que están adheridos al mundo en el que se debe santificar porque de él forma parte.

 

El seguimiento de Cristo, en consecuencia, junto al gozoso asumir las realidades del mundo, exige en sus discípulos un discernimiento crítico de esas realidades. El ejercicio de ese discernimiento es, precisamente, el primero y más radical de los aspectos del mundo como responsabilidad y misión del cristiano. Discernimiento que se constituye en un verdadero servicio al mundo, al mundo de los hombres, al hombre mismo, pues consiste, nada más y nada menos —son palabras de san Josemaría Escrivá—, en restituir al mundo la bondad divina de su recto orden[17], en que el hombre vuelva a encontrar —dice Juan Pablo II— la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad[18].Cristo —agrega el Papa poco después—, por medio de la Cruz, ha vuelto a dar definitivamente al hombre la dignidad y el sentido de su existencia en el mundo, sentido que había perdido en gran medida a causa del pecado. Bien se dan cuenta Vds. de que este aspecto de la existencia cristiana en el mundo tiene hoy una importancia difícil de exagerar.

 

El momento revelador de la vocación comporta por tanto, para el cristiano, una grave y gozosa responsabilidad respecto a los demás hombres, sus hermanos: comunicarles el sentido de la existencia en el mundo, subrayando la bondad y legitimidad de sus nobles proyectos y señalando a la vez el grado de desorden y de pecado que en ellos se introduce. Cuando el cristiano, en medio de su actividad en el mundo, afirma y explica con toda naturalidad, por ejemplo, que el aborto es un crimen nefando, que el matrimonio es de un hombre con una mujer y de suyo indisoluble, que el trabajo humano no es un mero factor de la producción, y que el derecho de libertad religiosa no puede ser conculcado —por poner ejemplos de máxima actualidad—, el cristiano no está exponiendo puntos de vista de una determinada confesión religiosa, sino defendiendo en el seno del debate cultural lo que entiende ser la dignidad del hombre en cuanto hombre. Un silencio cobarde en estas y otras materias semejantes manifestaría una falta del sentido mismo de lo que es la fe cristiana y de su misión acerca del mundo. Por eso, una comprensión completa de la vocación divina implica esta dimensión moral de la existencia, que constituye de alguna manera al cristiano —por decirlo con una expresión de Heidegger para todo hombre— en pastor del mundo y servidor del mundo (cfr. Gen 2,15; 4,9). Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo

[19].

 

Si la proclamación de la verdad sobre el hombre, que hemos considerado como momento revelador de la vocación cristiana, apunta sobre todo a la energía de la fe, el momento de comunicación de gracias entronca directamente con la caridad, con el Amor. Es el tema de Benedicto XVI en la segunda parte de la Deus Caritas est, anticipado así en Gaudium et Spes 42/c: Las energías que la Iglesia puede comunicar a la actual sociedad humana —leemos en la Constitución Gaudium et Spes— radican en la fe y en la caridad aplicadas a la vida práctica.

 

Porque el cristiano, como pastor del mundo, no puede limitarse al anuncio y proclamación de la verdad sobre el hombre, sino que debe amar con obras al hombre, lo que exige un comprometerse seriamente en la gestión misma de las tareas del mundo para que éstas se realicen continuamente —dice la Constitución Lumen Gentium— según el espíritu de Jesucristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y Redentor (LG 31/b).

El texto conciliar subraya que es ésta una función propia de los laicos. Esta dimensión comprometida de la vocación cristiana es la que nos hace entender que el cristiano no es alguien que se hace presente en el mundo, sino que, siendo de Cristo, es del mundo, sobre todo a través de su trabajo. Requisito fundamental —dice Benedicto XVI— es la competencia profesional, pero por sí sola no basta (Deus Caritas est, n. 31). Hay, pues, que plantear a fondo la santificación del trabajo profesional.


• Santificación del trabajo y santificación del mundo

San Josemaría Escrivá sintetizó la tarea de que hablamos en esta expresión, tan conocida:

 

"santificar cada uno el propio trabajo, santificarse en el trabajo y santificar a los otros con el trabajo".

 

Es este un punto del mensaje espiritual del Fundador del Opus Dei que ha sido muy estudiado y conocen Vds. perfectamente[20]. No me detendré en él. Quiero sin embargo hacer notar cómo el mundo, en cuanto responsabilidad y misión del cristiano, es una exigencia inmanente a estas enseñanzas.

 

Esos tres elementos de la santificación del trabajo no son tres realidades distintas, sino tres aspectos o dimensiones de un único proceso —la existencia secular cristiana—, que miran al sujeto mismo, a los demás hombres y a las realidades objetivas que el trabajo humano construye en su dinamismo santificado y santificador. Pero es significativo el orden en que las expresa. San Josemaría quiere sin duda subrayar que la santidad personal (santificarse en el trabajo) y el apostolado (santificar con el trabajo) no es algo que se alcanza mientras se trabaja, o con ocasión del trabajo, como sí éste fuera externo a ellas, sino precisamente a través del trabajo, que queda así inserto en la dinámica del vivir cristiano. Es, pues, el trabajo algo llamado a ser santificado por sí mismo.

 

Esta primera dimensión —santificar el trabajo— es la que especialmente nos interesa en el contexto de nuestro tema. Porque buena parte de esa tarea moral del cristiano en el mundo en que vive consiste en realizar con calidad humana y sobrenatural su trabajo. Y esto, desde los aspectos más materiales de las tareas cotidianas hasta las complejas relaciones sociales que el trabajo genera. Se trata de que en la ciudad terrena —en esas realidades objetivas que son fruto del trabajo— quede grabada la ley de Dios[21]. Escribe Benedicto XVI: El deber inmediato de actuar en favor de un orden justo en la sociedad es más bien propio de los fieles laicos. Como ciudadanos del Estado, están llamados a participar en primera persona en la vida pública[22].

 

La tarea moral de que hablamos está, pues, en el núcleo de la santificación del trabajo humano, e implica, entre otras muchas cosas, aquella valoración critica de que antes hablábamos, ese sopesar los ambientes y modos de convivencia social y política en los que el cristiano se inserta, para saber qué grado de desorden —de pecado— se encuentra en ellos y actuar, en consecuencia, promoviendo, cuando sea necesario, una generosa reforma de las instituciones sociales y políticas.

 

• Trabajo humano, pluralismo y nueva evangelización
 

Al hablar de santificación del trabajo y del mundo como tarea moral me parece necesario, finalmente, subrayar lo siguiente: esa acción del cristiano en el mundo —profesión, vida familiar, actividad social y política, etc.— es el terreno específico de su libertad personal[23]. Porque la situación escatológica, en que la vocación divina coloca al hombre cristiano, no altera el estatuto propio de las realidades sociales, que son el marco específico de la libertad personal y de las opciones libres —y, por tanto, responsables— de los individuos, sean cristianos o no. La novedad de lo cristiano está, sobre todo, en la luz y en el impulso que la fe otorga al hombre nuevo para que ejerza esa libertad y tome esas opciones en la perspectiva del amor de Dios y del servicio a los hermanos.

 

Esto quiere decir, desde el punto de vista eclesiológico, que las virtualidades de la unción bautismal capacitan a cada cristiano para discernir personalmente las exigencias del Evangelio en el orden personal y social. Cristo, en la conciencia de cada hombre cristiano, le interpela y le exige: todo creyente tiene luces propias que recibe de Dios, gracia de estado para llevar adelante la misión especifica que, como hombre y como cristiano, ha recibido[24]. Dicho en términos del Concilio Vaticano II: A la conciencia bien formada de los laicos toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena (GS 43/b). O con palabras de Benedicto XVI: La misión de los fieles es, por tanto, configurar rectamente la vida social, respetando su legítima autonomía y cooperando con los otros ciudadanos según las respectivas competencias y bajo su propia responsabilidad[25] (Deus caritas est, 29).

 

Ese discernimiento de las realidades del mundo, de que antes hablábamos, es ejercicio de la libertad personal: de ahí la importancia del principio de la responsabilidad personal, sobre la que se basa toda la moral cristiana[26]. San Josemaría Escrivá lo ejemplificó de manera inequívoca en la homilía Amar al mundo apasionadamente: Un hombre sabedor de que el mundo —y no sólo el templo— es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura adquirir una buena preparación intelectual y profesional, va formando —con plena libertad— sus propios criterios sobre los problemas del medio en que se desenvuelve; y toma, en consecuencia, sus propias decisiones que, por ser decisiones de un cristiano, proceden además de una reflexión personal, que intenta humildemente captar la voluntad de Dios en esos detalles pequeños y grandes de la vida[27].

 

De ahí el connatural pluralismo a la hora de las soluciones concretas que puedan darse a los problemas sociales y políticos. Esas decisiones concretas son, en efecto, propias de cada uno, ejercicio de libertad civil: mundo, en última instancia. El impacto que esas decisiones —culturales, sociales, políticas— tengan en la dinámica real de la sociedad dependerá de su calidad técnica y del grado de aceptación que consigan en la vida real. Pero, aunque provengan —en las personas que las proponen— de un intento de fundamentación en la ética del Evangelio, nunca pretenderán imponerse como imperativos de la Iglesia, lo que significaría una equivocada instrumentalización de la tarea humana del cristiano.

 

Pero el principio de responsabilidad personal, consecuencia de la libertad también personal, tiene una importante implicación, ya insinuada en lo que acabamos de decir: las decisiones son personales, cierto; pero sólo serán cristianas si proceden en consonancia con la conciencia bien formada, o lo que es lo mismo, del intento humilde de captar la voluntad de Dios y de escuchar la palabra de los Pastores. De ahí que sea exigencia del momento revelador que se da en la vocación cristiana la fidelidad a la doctrina de fe y moral de la Iglesia, especialmente a la doctrina social católica. Ésta será siempre criterio inspirador de la valoración crítica que el cristianismo haga de las concretas circunstancias históricas y de las posibles transformaciones de las estructuras sociales y políticas del mundo. Más aún, ante la ambigedad de ciertas soluciones o, incluso, ante soluciones contrarias al Evangelio, el principio de responsabilidad personal pide la intervención del Magisterio oficial de la Iglesia que, con su palabra clara y normativa, se constituye en interpelación a la conciencia del cristiano para que decida libremente desde su conciencia ahora iluminada por la palabra de la fe. Por eso pertenece a la estructura interna de la libertad cristiana la responsabilidad personal e, indisolublemente unida a ella, la fidelidad al Magisterio de la Iglesia. Lo cual no lleva a una actitud monolítica, sino a poner de relieve la existencia de una identidad cristiana en la historia, desde la cual se construye el pluralismo que enriquece.

 

Acabo ya. A la vista de la situación que ofrecen nuestras sociedades occidentales, me parece que todos estaremos de acuerdo en que se impone una nueva evangelización de nuestros modos de convivencia. Esto es evidente a partir de las implicaciones de la vocación cristiana, que hemos considerado. Sobre todo lo es si miramos a Cristo, criterio y fuente —protonorma, decíamos— de la existencia humana y cristiana. Lo diremos también con San Pablo: ies un deber que me incumbe! iAy de mí si no evangelizara! (1 Cor 9, 16) Una nueva evangelización, cuyo más urgente contenido es devolver al hombre la dignidad y el sentido de su existencia en el mundo (Redemptor Hominis). Hace un par de décadas, esta tarea de recristianizar la cultura se entendía con frecuencia como un retorno a la imagen de la sociedad del Antiguo Régimen. Nada más lejos de la propuesta cristiana. La nueva evangelización arranca de la decisión de configurar las actuales realidades sociales desde el Amor Misericordioso de Dios, que en Cristo se ha hecho Camino, Verdad y Vida para todos los hombres. Lo cual no pide retorno a proyectos históricos del pasado, sino retornoal Evangelio: conversión personal a Cristo mismo; retorno y conversión que exigen no un conservadurismo político-social sino una creatividad que, logre que las nuevas formas de convivencia se configuren, como dice el citado texto de Lumen Gentium, según el plan de Dios Creador y Redentor.

 

Lo que no puede admitirse es que la constatación de la historicidad de aquellas formas de cristiandad y de su no adecuación al presente histórico —cosas que afirmo sin dificultad— lleve a renunciar a una interna cristianización de las estructuras de la sociedad. Esa renuncia sería, en realidad, renuncia a la dimensión pública y social de lo cristiano[28]. Pero esa dimensión es consecuencia insoslayable de la lex incarnationis, que se expresa en la vocación cristiana y en la doctrina de la santificación del trabajo. Si prosperase aquella renuncia, el cristianismo ya no sería la religión de Cristo, el Verbo hecho hombre, hombre verdadero, sino una religión espiritualista, de meras interioridades, a la que podría juzgarse por el viejo argumento soteriológico de los Padres griegos, a propósito de la íntegra humanidad asumida por el Hijo de Dios: lo que no ha sido asumido, no ha sido salvado.Quedaría sin redimir y salvar la dimensión social del hombre, y estaríamos así renunciando al mundo como responsabilidad y misión del cristiano. Pero el que vive de la fe y está dispuesto a seguir la vocación en Cristo, ése, necesariamente se compromete con la misión que la vocación lleva aparejada.

 

 

Pedro Rodríguez

 

Profesor de Teología Dogmática

Facultad de Teología de la Universidad de Navarra

 


 

[1] Sermón 96, n. 8 (CGS).

 

[2] G. Wingren, Luthers Lehre vom Beruf, Mnchen 1952.

 

[3] Texto de un sermón de 1525, que dice en el original: Opera zihe auff erden et pertinent in corpus vel proximum, fide in coelum veharis... (Weimar Ausgabe, 17/I, p. 106).

 

[4] K. Barth, Kirchliche Dogmatik, III/4, Zrich 1957, pp. 689-697.

 

[5] Cfr. ibidem, pp. 692.

 

[6] Cfr. para esta interpretación de San Pablo, A. García Suárez, Eclesiología, catequesis, espiritualidad, Pamplona 1998, pp. 191-219.

 

[7] Homilía, 19 de agosto de 1979; texto en L'Osservatore Romano, 20 de agosto de 1979.

 

[8] Conversación con el director de 'L´Osservatore Romano´, en Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, 1ª ed., Madrid 1968, n. 58.

 

[9] Amigos de Dios, n. 312.

 

[10] Es Cristo que pasa, cit., n. 47.

 

[11] Lumen Gentium, 31/b.

 

[12] Es Cristo que pasa, cit., n. 120.

 

[13] Cfr. Juan Pablo II, Redemptor Hominis, 8.

 

[14] Cfr. Gaudium et Spes 22/d.

 

[15] Vid. sobre el tema Pedro Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, Pamplona 1987, pp. 124-218.

 

[16] Es Cristo que pasa, cit., n. 46.

 

[17] Josemaría Escrivá, Carta 15-VIII-1953, n. 13.

 

[18] Juan Pablo II, Redemptor Hominis, n. 10.

 

[19] Es la célebre fórmula de la Epístola a Diogneto, cap. 6.

 

[20] Tomo la frase tal como la citaba el entonces Cardenal Karol Wojtyla en una conferencia pronunciada en Roma el año 1974, a la que tuve el honor de asistir: El autor me autorizó a publicarla en España: L´evangelizzazione e l´uomo interiore, Scripta Theologica 7 (1975) 335-352; cita en 352.

 

[21] K. Wojtyla, L´evangelizzazione e l´uomo interiore, cit.

 

[22] Benedicto XVI, Enc. Deus Caritas est, n. 29. El texto continúa: Por tanto, no pueden eximirse de la "multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común" (Christifideles laici, 42).

 

[23] La misión de santificar ab intra el mundo —ha escrito Álvaro del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia. Bases de sus respectivos estatutos jurídicos, 2ª ed., Pamplona 1981, p. 212—, y concretamente las acciones encaminadas a res temporales secundum Deum ordinare, pertenece al ámbito personal de libertad del laico.

 

[24] Conversaciones, cit., n. 59.

 

[25] Deus caritas est, 29.

 

[26] Conversaciones, cit., n. 47.

 

[27] Ibidem, n. 116.

 

[28] Vid. sobre este tema, de una extraordinaria vigencia en nuestras días, la conferencia del Card. Ratzinger en el Congreso Das europäische Erbe und seine christliche Zukunft, Mnchen 1984, al que asistí y que bajo el título Cristianismo y democracia pluralista tuve el gusto de traducir para Scripta Theologica 16 (1984) 815-830; recogida después, bajo el título Orientación cristiana en la democracia pluralista?, en J. Ratzinger, Iglesia, ecumenismo y política, BAC 494, Madrid 1987, pp. 223-242.

 

 

 

 

 

  • 05 agosto 2009
  • Pedro Rodríguez
  • Número 31

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