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San Pablo, un gigante de la comunicación. J.R. Ayllón

Un converso especial

 

Como reza el título sugerido para esta ponencia, San Pablo es un gigante de la comunicación. Pero ser un comunicador excepcional no es suficiente para cambiar el mundo como él lo hizo. Necesitó la concurrencia de una circunstancia también excepcional: ser el primero en anunciar a los cuatro image-1697a1320ad119830f86b733a668afa3vientos un mensaje tan revolucionario como increíble y verdadero: que "uno es Dios y uno también el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo como rescate por todos".

 

Hemos visto cómo la novedad del color de un Presidente norteamericano –Barack Obama- ha multiplicado el impacto de su mensaje. En otro orden de magnitudes, la enorme fuerza del anuncio paulino se vio multiplicada por el tremendo efecto sorpresa de su novedad. Esa circunstancia insólita es la que me gustaría comentar en esta breve intervención, cuyo resumen también podrían ser estas palabras: Saulo de Tarso no habría llegado a ser San Pablo –no habría tenido, ya en vida, la prodigiosa proyección internacional que tuvo- si no hubiera dedicado su vida a anunciar al mundo la Buena Nueva: un mensaje esencialmente bueno y radicalmente nuevo.

 

Antes me permitirán recordar que todo comunicador necesita un mensaje bien asimilado, una forma para presentarlo y un público para recibirlo. En el caso de un gigante de la comunicación me parece que se requiere, además, una auténtica pasión por propagar el mensaje. Como es sabido, esa pasión nace en Saulo de Tarso cuando se encuentra con Cristo en el camino de Damasco. Ese misterioso cara a cara le proporcionará, al mismo tiempo, un extraordinario conocimiento personal del Hijo de Dios y una extraordinaria misión apostólica. Esa dosis de anabolizante espiritual producirá en Saulo un músculo apostólico que le convertirá, de la noche a la mañana, en otra persona. Así, el que ayer perseguía a muerte a los cristianos, hoy declara algo inaudito:

 

       Para mí el vivir es Cristo, y el morir una ganancia.

       Todo lo estimo como pérdida y lo considero basura ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor.

 

A partir de su milagrosa conversión, Pablo domina su mensaje y es dominado por el afán de darlo a conocer. "Si otros pueden llamarse apóstoles, porque lo son, yo más", llega a decir. Y "aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, he sido yo quien os ha engendrado", nada menos que "por mandato de Dios y de Jesucristo". Por eso, "iAy de mí si no evangelizara!"

 

 

 

 

Autoridad moral e intelectual de San Pablo

Todo comunicador de un mensaje moral necesita autoridad moral. San Pablo la posee, y en grado máximo: por participación directa de la misma autoridad de Dios y por responder a su vocación con todas sus energías.

 

A esa autoridad moral se suma la intelectual. Dicen que la fe levantó las catedrales medievales. En realidad –corrige Gilson- fue la fe y la geometría, porque sin mucha geometría habría sido imposible sostener bóvedas, cúpulas y torres de piedra por encima de los 60, de los 80 y de los 100 metros de altura. Paulo de Tarso no habría sido San Pablo sin fe, pero tampoco sin cultura. De hecho, su excelente transmisión de la fe la lleva a cabo a través de las mejores formas culturales del momento: un estoicismo y un epicureísmo que pertenecen a la fecunda estela socrática.

 

       Lo invisible de Dios es conocido desde la creación del mundo mediante las criaturas.

       Teniendo qué comer y con qué vestirnos, contentémonos con ello.

       En lo que dependa de vosotros, tened paz con todos los hombres.

       Caminemos con decoro, como en pleno día.

       Llevamos un tesoro en vasos de barro.

       Aunque se corrompa nuestro hombre exterior, nuestro hombre interior se renueva de día en día.

 

Si no le hubiera resultado familiar el pensamiento grecolatino, San Pablo jamás habría podido pronunciar el magistral discurso del Areópago ateniense, donde cita a Epiménides y Arato, dos poetas filósofos griegos. Ni habría salpicado sus escritos con expresiones que denotan un profundo conocimiento de la condición humana, similar al que apreciamos en la mejor tradición sapiencial de la Antigedad, desde los poemas épicos de Homero a los ensayos de Séneca.

 

Si juzgamos con el criterio de la calidad literaria, el clasicismo grecolatino es tal vez lo más alto que ha producido la cultura humana. Pero en San Pablo hay mucho más que clasicismo porque, desde el punto de vista sapiencial, la Biblia es muy superior a cualquier obra griega o romana. Los clásicos antiguos desconocen el Antiguo Testamento, y ésa es una laguna no pequeña. En cambio, los primeros escritores cristianos conocen bien la herencia clásica y mejor la Sagrada Escritura. Por esa formación doble San Pablo es capaz de expresar lo que ni siquiera pudieron imaginar Séneca o Virgilio:

  

Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la Tierra.
¿No sabéis que sois templos del Espíritu Santo?
Revestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir las insidias del diablo.
Una sola cosa importa: que llevéis una vida digna del Evangelio de Cristo.
Si hemos muerto con Cristo, creemos también que viviremos con Él.

Para ilustrar esta superioridad paulina bastaría una sencilla comparación. En un momento de cruda sinceridad, Homero, el gran educador de toda la Hélade, llega a decir que lo peor en la vida de un hombre es haber nacido, y –en consecuencia- lo mejor sería morir cuanto antes. San Pablo, en el polo opuesto y con una luz muy diferente, nos asegura que las tribulaciones de esta vida nos conquistan, sobre toda medida, un premio eterno en la gloria.

 
Novedad radical del mensaje


Sin embargo, decíamos que la extraordinaria formación intelectual de San Pablo no explica su éxito evangelizador. Es condición necesaria, pero no suficiente. Como comunicador, el apóstol de los gentiles posee cualidades excepcionales, pero no más ni mejores que las cualidades poseídas por muchos hombres y mujeres que no cambiaron el mundo como él lo hizo. Sócrates, Pericles, Aristóteles o Cicerón contribuyeron a dejarnos el legado incalculable de las leyes escritas, la libertad política y la libertad intelectual. San Pablo, más allá de las conquistas mencionadas, es el primer gran pregonero de la verdadera trascendencia; de la luz que una humanidad sumida en la caverna platónica buscaba desesperadamente desde la noche de los tiempos; de lo único que el mundo percibía como más importante que la misma vida: el auténtico sentido de la vida.

Hasta San Pablo, en el corazón del paganismo bullían unos dioses que disimulaban la paradójica ausencia de Dios. Ausencia en forma de nostalgia, que intentaba ser curada con imaginación y fantasía. Así, Homero otorga plasticidad literaria a los dioses olímpicos, aunque con ello impide que los ríos paralelos de la mitología y la filosofía mezclen sus aguas.

Mucho antes que San Pablo, al menos desde Sócrates, la filosofía intuye con fuerza la existencia de un Dios por encima de los dioses. Es la impresión, sobrecogedora y sutil, de que el Universo tiene un solo Autor, y de que la especie humana tiene un Padre que justifica una unidad moral. Séneca y los estoicos lo veían cada vez más claro, pero no tenían pruebas. Porque nadie tenía pruebas.

El hombre antiguo nunca niega como un ateo. Pero tampoco afirma como un cristiano. Siente confusamente la presencia de fuerzas superiores, y ello le lleva a suponer, imaginar e inventar personificaciones y teofanías más o menos afortunadas. En el fondo, a ser juguete de su propia ilusión. Pero un día San Pablo habla a los atenienses del altar que han levantado al dios desconocido, y les revela la identidad de ese Dios a quien adoran sin conocer. Por sorprendente que parezca, hasta ese día, todos los dioses de la humanidad, también los griegos, eran verdaderamente desconocidos.

La oscuridad de la mitología estaba pidiendo a gritos el resplandor de una teología racional. Si los padres de la ciencia afirmaron que toda investigación había de apoyarse en los hechos, mucho antes los padres de la Iglesia habían elevado su edificio teológico sobre dos hechos empíricos: la evidencia humana del pecado y la existencia histórica de Cristo. El primer arquitecto de ese edificio es, sin ninguna duda, San Pablo, que afirma un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, al tiempo que nos promete sobreabundancia de gracia donde abundó el pecado.

Los clásicos resultan admirables en muchos aspectos, pero un cristiano posee modelos y criterios superiores. A modo de ejemplo, aunque la jovialidad de romanos como Catulo es envidiable, descubrimos que está hipotecada a la fugacidad del carpe diem, de forma que todo lo que sobrepasa el presente resulta temible. Digamos la verdad: cuando el hombre antiguo piensa el mundo a fondo, se llena de zozobra. Porque más allá de los dioses -que son simplemente despóticos- está el Hades, que es el mismo reino de la muerte.

 

El hombre antiguo sufre también un escepticismo crónico, que nace de la impotencia y desesperación con que eleva sus manos hacia las estrellas, mientras las civilizaciones, cimentadas en la sangre y el llanto de generaciones innumerables, se hunden sucesivamente y sin remedio. Los antiguos, ya lo hemos dicho, vislumbraron que el mundo obedece a un plan, trazado seguramente por algún extraño e invisible Ser. Lo que jamás pudieron imaginar es el hecho más extraordinario y único de la historia humana: que el misterioso Hacedor del mundo ha visitado el mundo en persona.

 

Todas las religiones suponían a sus dioses, pero suponer no es conocer, y por eso ninguna de ellas podrá compararse a la religión del Verbo encarnado, anunciada por San Pablo. Pablo, además, es el primer apóstol que entiende la universalidad del mensaje cristiano y, en consecuencia, de su propia misión. Hasta ese momento, todas las religiones del mundo se habían circunscrito al ámbito de un pueblo o un imperio. En este sentido, la revolución religiosa de San Pablo empieza por una revolución de mentalidad, de punto de vista, que –con cierta libertad- podríamos comparar a la revolución cosmológica de Coopérnico.

 

Cambia el punto de vista porque ha cambiado la misma realidad. Desde el primer Domingo de Resurrección, ya no basta con decir que Dios está en su cielo. Aquel mismo día se corrió el rumor de que Dios había bajado a nuestro mundo para poner las cosas en su sitio. Desde aquella mañana, todo lo que llamamos mundo antiguo queda definitivamente superado: la mitologías y las filosofías, los dioses y los héroes, y también los sabios.

 

Con una comparación sugerente, Chesterton explica que una llave presenta una forma compleja porque ha de entrar en un hueco irregular y adaptarse a él. Si San Pablo se hubiera lanzado a predicar cuatro simplezas sobre la paz, la tolerancia y la bondad de espíritu, su predicación no hubiera tenido el menor efecto sobre nuestro magnífico y laberíntico manicomio. Pero la llave cristiana es realmente compleja, y gracias a ello tiene también una cualidad muy simple: consigue abrir la puerta. Ésa es la llave que San Pablo exhibe ante el mundo, la única que consigue abrir el portón de nuestra caverna y nos permite salir al día luminoso de la libertad.

 

Chesterton también constata que nadie había imaginado la posibilidad de Dios viviendo entre los hombres, hablando con funcionarios romanos y recaudadores de impuestos. Pero la mano del Dios que había moldeado las estrellas se convirtió de repente en la manecita de un niño que gimotea en una cuna. Ese hecho, admitido en bloque por la civilización occidental durante dos milenios, es lo más asombroso que ha conocido el hombre desde que apareció sobre la faz de la Tierra. Y el honor de haber sido el primero en pregonarlo le corresponde a San Pablo. Quienes aplican el oído a su mensaje sienten que dice verdades, mientras por el otro oído sienten que las filosofías, las mitologías y las religiones dicen cosas que parecen verdades.

 

 

Estrategia misionera

En Corinto, al final de su tercer viaje misionero, San Pablo escribe a los romanos para comunicarles que piensa pasar por Roma, de camino a España. La justificación de este viaje es una afirmación asombrosa, que tomada literalmente resultaría más que hiperbólica y denotaría una vanidad exagerada. El Apóstol afirma que, desde Jerusalén hasta el Ilírico, todo lo ha llenado con el Evangelio de Cristo, de forma que no le queda campo de acción en la mitad oriental del Imperio.

 

Sería ridículo pensar que San Pablo considera cristianos a los pobladores de estas inmensas regiones, o que intenta decirnos que las ha recorrido palmo a palmo. Por el contrario, su forma de expresarse trasluce un plan evangelizador ejecutado sistemáticamente durante doce años: la fundación de pequeñas comunidades misioneras, que difundirán el Evangelio por todo el territorio circundante. Por ello, esa primera semilla de San Pablo suele sembrarse en ciudades desde las que -por su situación, por su importancia política o comercial- será fácil llegar a las poblaciones menores de la región.

 

San Pablo no permanece mucho tiempo en el mismo lugar, y procura no volver por segunda vez, porque está convencido de que el fuego que ha encendido se propagará necesariamente. La razón de su convencimiento es simple: las comunidades creadas no son pasivas, sino evangelizadoras, con sentido de misión. Así, cuando funda una comunidad cristiana en Éfeso, considera que la evangelización de toda la provincia solo es cuestión de tiempo. Y eso fue lo que sucedió, pues desde Éfeso –en vida del Apóstol- se fundaron comunidades en Colosas, Hierápolis y Laodicea. Para los primeros cristianos, creer en el Evangelio era difundir el Evangelio. Así se entiende que San Pablo sea apóstol de apóstoles, formador de activistas cristianos, si damos al término activista el sentido de persona absolutamente decidida a ser fermento.

 

Esta estrategia misionera de San Pablo –la fundación de comunidades evangelizadoras muy activas- no habría sido posible sin una cuidadosa selección y preparación de colaboradores, tanto hombres como mujeres. San Marcos, San Lucas, Silas, Tito y Timoteo son los más relevantes del centenar de nombres citados en las cartas de San Pablo y los Hechos de los Apóstoles. Con razón escribe Barbaglio que "Pablo supo movilizar alrededor de su proyecto misionero a muchas personas, y programar un trabajo articulado y eficaz de propaganda. Fue un óptimo organizador y un sabio planificador, líder carismático de equipos misioneros" altamente operativos y eficaces.

 

De Julio César -otro genio de la comunicación y la organización- sabemos que escogía y formaba cuidadosamente a sus secretarios, y que los movía más que a las legiones, haciéndoles cruzar el Mediterráneo en todas las direcciones. Con su cualificación y lealtad, esa cohorte de estrechos colaboradores logró que César pudiera legislar, fiscalizar y hacer justicia en el último rincón de las provincias romanas.

 

Las formas del mensaje paulino

Uno de los peligros de la adjetivación es caer en la grandilocuencia. Sin embargo, creo que es exacto decir que San Pablo transmite el Depósito de la fe con un convencimiento absoluto, con una fidelidad total y con un entusiasmo enorme. Además, junto a su radical novedad, ese mensaje nos llega presentado por el apóstol con una sorprendente perfección formal. En ella me parecen destacables cuatro características:

 

       La calidad literaria

       El tono magisterial

       La adecuación al público receptor

       La condensación sintética

 

Aunque Pablo afirma que ha sido enviado a "evangelizar sin elocuencia, para que no se desvirtúe la Cruz de Cristo", vemos que al hablar y escribir demuestra conocer a fondo la preceptiva literaria y la oratoria forense, que le sirven para lograr los tres fines que también guiaron a Demóstenes, Pericles, Cicerón o Julio César:

 

       Exponer con claridad

       Argumentar con precisión

       Ganarse al público con vehemencia

 

En el mundo grecolatino, la buena educación buscaba, ante todo, la expresión culta y elocuente, y la retórica era considerada la ciencia fundamental de los hombres libres. Si hoy somos consumidores de cine, televisión e internet, los contemporáneos de San Pablo eran consumidores de oratoria. Y no se admiraba por separado la brillantez de la palabra y la inteligencia de pensamiento, sino la unión de ambas cualidades. Para Aristóteles, la retórica –hablada o escrita- era el arte de conjugar cabeza, corazón y carácter: logos, pathos y ethos. En las cartas y discursos de San Pablo, la sabia combinación de los elementos citados pone de manifiesto tanto la fina educación del autor como su trabajo minucioso sobre los textos, sin espacio para improvisaciones.

Por tono magisterial entiendo la delicada y difícil manera de exponer, propia de quien ha de enseñar, exhortar y corregir con autoridad. Así, junto a la máxima delicadeza empleada con Filemón, o el cariño desbordante que demuestra a personas y comunidades, el Apóstol llama insensatos a los Gálatas, y no le tiembla el pulso a la hora de escribir que el hombre animal no capta las cosas de Dios, que la ciencia hincha, o que ningún fornicario, impuro o avaro tiene parte en el reino de Cristo.

 

Con respecto al arte de adecuarse a diferentes públicos y situaciones, San Pablo es capaz de emplear con soltura una docena de registros:

       Puede hablar y escribir en hebreo, latín y griego.

       Puede elegir un grado de dificultad muy alto, alto, medio o pequeño.

       Puede adoptar un tratamiento teológico, filosófico o pastoral.

       Y puede dirigirse y adaptarse perfectamente a judíos versados en la Escritura; a griegos cultos, desconocedores de la tradición judía; y a paganos incultos.

 

Destaco, por último, la forma sintética que emplea San Pablo con profusión, y que otorga a su comunicación una enorme eficacia. La tarea de sintetizar requiere analizar previamente, examinar a fondo y comprimir un amplio conocimiento en una frase, a veces en dos palabras. Una síntesis perfecta es la que –en su brevedad, claridad y elegancia- se nos graba de forma inolvidable:

 

       Veni, vidi, vici.

       Ser o no ser: ésa es la cuestión.

       Dios ha muerto: iViva el superhombre!

       Si Dios no existe, todo está permitido.

       La religión es el opio del pueblo.

       Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.

       Ama y haz lo que quieras.

       Concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida.

       Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor.

 

San Pablo, con su profundo conocimiento del mensaje cristiano, su pasión pastoral y su elegancia retórica, nos ofrece síntesis comparables a las citadas:

 

       No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero.

       Lo invisible de Dios se hace visible a través de las criaturas.

       Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación.

       La piedad es útil para todo.

       Gustad las cosas de arriba, no las de la tierra.

       Los judíos piden signos, los griegos buscan sabiduría, nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado.

 

       Bonum certamen certavi, cursum consumavi, fidem servavi.

 

José Ramón Ayllón 

 

Novelista, escritor y filósofo

 


 

  • 31 julio 2009
  • José Ramón Ayllón. Novel·lista, escriptor i filòsof
  • Número 31

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