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Centralidad de Cristo en san Pablo. Mons. J. Pujol

 

 

Vocación y conversión

 

San Pablo no tuvo un conocimiento directo de Jesús y, sin embargo, es considerado por muchos como el decimotercer apóstol. Insiste con frecuencia en que es un apóstol, que ha sido llamado por el Resucitado. image-faec73d51a3cd7be485631fb640c1263Cómo se produjo su experiencia con relación a Cristo? Tenía conocimiento del mensaje de Cristo y, como judío celoso, consideraba este mensaje inaceptable, más aún, escandaloso, y por eso sintió el deber de perseguir a los discípulos de Cristo, incluso fuera de Jerusalén. Precisamente, de camino a Damasco, a principios de los años treinta, Saulo, según sus propias palabras, fue atrapado por Cristo Jesús

 

San Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, cuenta la conversión del apóstol con detalle. El mismo san Pablo en sus cartas (1 Cor 9, 1; 2 Cor 4, 6) deja claro que su encuentro con Cristo no fue sólo una visión, sino también una iluminación (2 Cor 4, 6) y sobre todo una revelación y una vocación en el encuentro con el Resucitado. Por esto, san Pablo se considera apóstol por vocación, por voluntad de Dios (2 Cor 1, 1; Ef 1, 1), como para subrayar que su conversión no fue resultado de pensamientos o reflexiones, sino fruto de una intervención divina, de una gracia divina imprevisible (Benedicto XVI, Audiencia 25-X-2006).

 

Aunque se suele hablar de la conversión de san Pablo, es preciso recordar que con esta expresión no nos queremos referir propiamente a una conversión como un paso del ateismo, o la idolatría, al Dios verdadero y a la fe, sino como el descubrimiento del papel único de Cristo en el marco de la economía de la salvación.

 

San Pablo habla con orgullo de su pasado previo al acontecimiento de Damasco, porque se consideraba un fiel observante de la ley, con una esmerada formación en el judaísmo. Lo que llamamos su conversión será una vocación, una revelación de como Jesucristo no es un obstáculo para la fe de Israel, sino el pleno cumplimiento de los planes de Dios.

 

Como recuerda Benedicto XVI, en el epistolario paulino el nombre de Dios aparece más de 500 veces; y, a continuación, el nombre mencionado con más frecuencia es el de Cristo (380 veces). Por eso, si es difícil negar el cristocentrismo de Pablo, tampoco debe olvidarse su teocentrismo: Pablo vive en una estrecha relación con el Dios de Israel, en la fe monoteista, en la fidelidad de Dios a su alianza, en sus escrituras santas. En este marco, en el que YHWH (Jahvé) es invocado como el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo (2 Cor 1, 3) (Benedicto XVI, Audiencia 25-X-2006).

 

 

Imitación y configuración con Cristo

 

He comprobado que en estas Jornadas hay una sesión dedicada a estudiar de manera específica la teología de san Pablo. Quisiera fijarme en un punto central de su teología, su cristocentrismo, y de aquí sacar una serie de consecuencias pastorales para nuestra vida.

 

San Pablo enseña que Cristo es el modelo que el cristiano ha de imitar. El himno cristológico de la Carta a los Filipenses es, al mismo tiempo, una síntesis de la misión de Jesús y un programa de vida para sus discípulos: tened los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo (Phil 2, 5-11).

Al mismo tiempo, san Pablo no usa la expresión seguir a Cristo para hablar de la vocación cristiana. En su pensamiento, para esta realidad, hace servir la noción imitación de Cristo. La realidad contenida en este concepto es enseñada continuamente por el apóstol: se trata de la identificación total con Cristo, de la plena unión vital del creyente con Jesús. En la enseñanza paulina, la imitación de Cristo no es algo extrínseco, ni se mueve solamente en un plano ético, sino que está profundamente enraizada en el plano místico, en el ser (ontológico, podríamos decir), ya que el punto de partida de esta imitación es la configuración bautismal del cristiano con Cristo.

 

Con referencia a ello, enseña Juan Pablo II: Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más profunda. Ser discípulo de Jesús, significa hacerse de acuerdo con Él, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz (cf. Phil 2, 5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (cf. Ef 3, 17), el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con Él; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros. Inserto en Cristo, el cristiano se convierte en miembro de su cuerpo, que es la Iglesia (cf. 1 Cor 12, 13. 27). Bajo el impulso del Espíritu, el bautismo configura radicalmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la muerte y resurrección, lo reviste de Cristo (cf. Gal 3, 27) (Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, n.21).

 

Para hablar de la identificación del bautizado con Cristo, san Pablo usa las preposiciones griegas en y con. También hace uso de la frase en el Señor para expresar la íntima unión del creyente con Cristo glorioso: significa estar con Él en una misteriosa comunión de vida. Se trata de una condición objetiva, realmente presente en todos los cristianos desde el momento del bautismo, que es debida a la misteriosa presencia de Cristo resucitado en el alma del cristiano mediante el Espíritu Santo; por esto, vivir en Cristo es, por parte del cristiano, hallarse al alcance de la salvación obrada por Cristo, es decir, estar bajo el influjo vital y salvífico de Cristo glorioso.

 

Quizás para san Pablo, el título más significativo para un cristiano sería el que está en Cristo. Así escribe a los Romanos, Saludad a Ampliato, amadísimo mío en el Señor. Saludad a Urbano, nuestro colaborador en Cristo, y a mi amadísimo Estaquis. Saludad a Apeles, de fe probada en Cristo. (Rom 16, 8 y sigue con los saludos hasta el v. 16). El apóstol quiere decir aquí que estas personas eran cristianas antes que él. Y en la descripción de lo que sucedió después de la experiencia de Damasco, dice que fue a las regiones de Siria y de Cilicia, pero no me conocían personalmente las iglesias de Cristo que había en Judea (Gal 1, 22).

 

San Pablo utiliza, al mismo tiempo, una serie de vocablos formados con el prefijo con; padecer - con (Rom 8, 17), crucificado - con (Rom 6, 6), morir - con (2 Cor 7, 3), sepultado - con (Rom 6, 4), resucitado - con (Ef 2, 6), vivir - con (Rom 6, 8), vivificado - con (Ef 2, 5), plantado – con (Rom 6, 5), herederos - con (Rom 8, 17), configurados - con (Phil 3, 10), formado - con (Rom 8, 21), glorificado - con (Rom 8, 17), reinar - con (2 Tim 3, 10). Es preciso darse cuenta que la solidaridad significada con el prefijo con tiene un doble origen: como realizado ya por la obra de Cristo, y como cosa que el cristiano ha de realizar en el plano moral prolongando la obra divina.

Para san Pablo esta identidad del cristiano con Cristo no es un simple título, sino una auténtica configuración en su ser.

 

 

El cristiano actúa con los ojos fijos en Jesús

 

La vida de Pablo, como la nuestra, recibe una nueva orientación: no consiste en mirar hacia uno mismo, al propio status o a las propias obras, sino hacia Cristo: mi vida terrenal, la vivo gracias a la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mi (Gal 2, 20).

 

Así, pues, el cristiano ya no vive para sí mismo, para su propia justicia. Vive de Cristo y con Cristo; dándose a sí mismo; no buscándose ya y haciéndose a sí mismo. Esta es la nueva justicia, la nueva orientación que nos da el Señor, que nos da la fe. Delante de la cruz de Cristo, expresión máxima de su entrega, ya nadie puede gloriarse de sí mismo, de su propia justicia, conseguida por sí y para sí mismo.

En otro pasaje, san Pablo, haciéndose eco del profeta Jeremías, aclara su pensamiento: Si alguno se gloría, que se gloríe en el Señor (1 Cor 1, 31; Jer 9, 22ss); o también: En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme en nada sino es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo; en la cruz, el mundo está crucificado para mí, y yo, para el mundo (Gal 6, 14) (cf. Benedicto XVI, Audiencia general, 8-XI-2006).

 

En un mundo en que lo importante es la realización personal y que ésta se entiende con frecuencia centrada en el yo, en el triunfo, en la adquisición de bienes materiales, en los honores, las palabras de san Pablo tienen una gran actualidad: nuestra identidad consiste en ser hijos de Dios; nuestra meta, la identificación con Cristo. Lo que hemos de buscar es el cumplimiento de la voluntad de Dios, y una manifestación será preguntarnos con frecuencia, qué he de hacer? Hemos de actuar con la mirada puesta en Cristo, en el cielo.

 

Este pensamiento nos impulsará a no encerrarnos en el círculo del propio yo, que es el gran enemigo de la identificación con Jesucristo, sino girar en torno a Dios, en pensar en los otros por Dios, de manera que, al final del día, descubramos que no hemos pensado en nosotros mismos, que se han hecho realidad las palabras de san Pablo: Ya no soy yo el que vivo; es Cristo quien vive en mi (Gal 2, 20).

 

 

Como aplicarlo a nuestra vida

 

Benedicto XVI, inspirándose en el pensamiento y en el ejemplo de san Pablo, concreta como aplicar esta profunda realidad en nuestra vida cotidiana.

 

Primero: la fe ha de mantenernos en una actitud constante de humildad delante de Dios, más aún, de adoración y alabanza enn relación con Él. En efecto, los que somos cristianos solo nos debemos a Él y a su gracia.

 

Segundo: dado que nada ni nadie puede tomar el lugar de Cristo, es preciso que a nada ni a nadie rindamos el homenaje que le rendimos a Cristo. Ningún ídolo ha de contaminar nuestro universo espiritual; en caso contrario, en lugar de gozar de la libertad dada, volveríamos a caer en una forma de esclavitud humillante.

 

Tercero: nuestra radical pertenencia a Cristo y el hecho de que estemos en Él ha de infundirnos una actitud de total confianza e inmensa alegría. En definitiva, hemos de exclamar con san Pablo: Si tenemos a Dios con nosotros, a quién tendremos en contra? (Rom 8, 31). Y la respuesta es que ni la muerte ni el futuro, ni los poderes, ni el mundo de arriba ni el de abajo, ni nada del universo creado nos podrá separar del amor de Dios que se ha manifestado en Jesucristo, Señor nuestro (Rom 8, 39).

Por tanto, nuestra vida cristiana se apoya en la roca más estable y segura que puede imaginarse. De ella obtenemos toda nuestra energía, como escribe precisamente el Apóstol: Me veo capaz de todo gracias a aquel que me hace fuerte (Phil 413) (Benedicto XVI, Audiencia General 8-XI-2006).

 

 

Identificación con Cristo en la Cruz

 

San Pablo insiste en que esta identificación pasa por la cruz. Une a menudo el prefijo con a algunas palabras para connotar la participación del cristiano en la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Así, escribe en la carta a los Romanos: Por el bautismo hemos muerto y hemos sido sepultados con él, porque, así como Cristo por la acción poderosa de Dios, resucitó de entre los muertos, también nosotros emprendamos una nueva vida (Rom 6, 4) y, poco más adelante, añade: nuestro yo dominado por el pecado (el hombre viejo) ha sido crucificado con él (Rom 6, 6; cf. Gal 2, 20). En la misma carta aparecen otras expresiones de este tipo, por ejemplo Si somos hijos de Dios, también somos herederos: herederos de Dios y herederos con Cristo (co-herederos), ya que sufriendo con él, también seremos glorificados con él (Rom 8, 17).

 

La Cruz es, según san Pablo, sabiduría y poder, lo que parece absurdo en la obra de Dios es más sabio que la sabiduría de los hombres, y lo que parece débil en la obra de Dios es más fuerte que los hombres (1 Cor 1, 25). La Cruz revela de manera inefable el amor de Dios a los hombres. San Pablo y los cristianos con él, viven del misterio de la reconciliación, porque encuentran la fuerza en la humildad del amor y la sabiduría, en la sencillez de renunciar a sí mismos para buscar con solicitud el bien de los hermanos.

 

 

El proceso de identificación con Cristo

 

a) Esta identificación con Cristo se realiza sacramentalmente como un don recibido en el bautismo que se desarrolla con la gracia. El cristiano, unido a Cristo por la fe y los sacramentos, queda situado bajo la potencia santificadora de Jesús. Y, en consecuencia, transformado, convertido —aunque en apariencia no cambie nada (su vida está escondida con Cristo en Dios: Col 3, 3)— en un hombre nuevo, en una nueva criatura. Esta realidad ontológica-sacramental tiene —está llamada a tener— amplias repercusiones sacramentales. La identificación con Cristo, realizada a nivel sacramental, aspira, en virtud de su propia dinámica, a desembocar en amor a Cristo y, por tanto, en unión con Cristo y, en Cristo, con Dios Padre.

 

Esta vida divina, que Cristo trajo a la tierra hace dos mil años, se inicia en las almas mediante el bautismo; por esto san Pablo exhorta a redescubrir la grandeza de este sacramento que nos convierte en hijos de Dios, siguiendo las palabras que dirige a los Gálatas: todos los que habéis estado bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo (Gal 3, 27). iQué inefable don divino el del bautismo! El bautismo como sacramento, es decir, como signo visible de la gracia invisible, es la puerta a través de la que Dios actúa en el alma —también en la del recién nacido— para unirla así mismo en Cristo y en la Iglesia. Lo hace partícipe de la Redención. Le infunde la vida nueva (...). Por esto, el bautismo es como un nuevo nacimiento, por el cual un hijo de hombre se convierte en hijo de Dios (Juan Pablo II, Audiencia General, 25-III-1992).

 

b) Al mismo tiempo, san Pablo señala que esta gracia invisible que actúa en el cristiano es consecuencia de una acción divina que actúa en nuestro interior y que nos va transformando en Jesucristo. Por eso, al apóstol le interesa no solamente la presencia operativa del Espíritu Santo, su influjo en el actuar de un hijo de Dios, como se pone de manifiesto en el libro de los Hechos, sino también su influjo en el ser del cristiano. En efecto, subraya repetidamente que el Espíritu habita en nosotros (cf. Rom 8, 9; 1 Cor 3, 16), ya que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo.

 

Por tanto, para el Apóstol, el Espíritu nos penetra hasta lo más profundo de nuestro ser. Es este sentido escribe: porque la ley del Espíritu que da la vida en Jesucristo, te ha liberado de la ley del pecado y la muerte (...). Porque vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos que os haga volver a caer en el temor, sino el Espíritu que nos hace hijos y nos hace gritar: 'Abba, Padre´ (Rom 8, 15).

 

Considerando que somos hijos, podemos llamar Padre a Dios. El cristiano, según san Pablo, posee una interioridad rica; su relación con Dios Padre es como la de Jesús con su Padre celestial: ininterrumpida, de entrega, llena de una gran confianza. Aquí el apóstol nos plantea un reto: como conseguir transformar este don objetivo —la filiación adoptiva— en una realidad subjetiva, decisiva para nuestro pensar, para nuestro actuar, para nuestro ser (Benedicto XVI, Audiencia 15-XI-2006).

 

Permitidme un ejemplo de lo dicho anteriormente, referido al actuar cristiano. El apóstol —que vive en Cristo, que se sabe Cristo— no es sólo un maestro que enseña la verdad. La predicación del Evangelio requiere amar a aquellos a quienes se dirige, pero no sólo con el afecto de un pedagogo, sino con el amor de un padre; o, mejor aún, con el de una madre que atiende todas las necesidades de su hijo, pero mira más allá del momento presente.

 

El ejemplo de san Pablo es conmovedor: Como apóstoles de Cristo, os habríamos podido hacer sentir el peso de nuestra autoridad. Sin embargo, nos comportamos entre vosotros con ternura, como una madre que da calor a sus hijos. Os teníamos tanto afecto, que estábamos dispuestos no sólo a daros el evangelio de Dios, sino incluso la propia vida. Hasta tal punto llegaba nuestro amor (2 Tes 2, 7-8)

 

San Pablo no se limitó a predicar en la sinagoga o en otros lugares públicos, o en las reuniones litúrgicas cristianas. Se ocupó de buscar y tratar a cada una de las personas en particular, con la calidez de una confidencia amistosa, hablaba con cada uno, y le enseñaba cómo tenía que comportarse en su vida de manera coherente con la fe: Ya sabéis que, igual que un padre trata a sus hijos, a cada uno de vosotros os exhortábamos, os animábamos y os urgíamos a vivir de una manera digna de Dios, que os llama a su Reino y a su gloria (1 Tes 2, 11-12).

 

c) El influjo de la fe. Para llegar a esta identificación con Jesús, aspiración y meta de la persona cristiana, en primer lugar hemos de creer firmemente en Él, adherirnos firmemente a los planes que dispone para cada uno de nosotros. San Pablo nos ayuda a entender que la fe ha de informar no sólo la inteligencia, sino también la voluntad y el corazón; nuestro ser entero.

 

Afirma que la justificación —el don de Dios por el cual somos librados de nuestros pecados e incorporados a la comunión de vida con la Trinidad Beatísima— precede a toda obra o mérito humano. Procede de una elección pura y gratuita del Amor divino. En su carta a los Romanos, por ejemplo, escribe san Pablo: el hombre se hace justo gracias a la fe, al margen de las obras de la Ley (Rom 3, 28). Y a los Gálatas: Sabemos que nadie es justo delante de Dios en virtud de las obras que manda la Ley, sino que lo es por la fe en Jesucristo. Por eso, nosotros hemos creído en Jesucristo, y somos justos no por las obras de la Ley, sino por la fe en Cristo, ya que nadie puede ser justo en virtud de las obras que manda la Ley (Gal 2, 16).

 

El Apóstol, a la luz de la fe, comprendió que su vida tenía que recibir una nueva orientación. También nosotros hemos de seguir un camino de fe, para poder vivir en Cristo. Te lo dice san Pablo, alma de apóstol: Justus ex fide vivit. —El justo vive de la fe—. Qué haces que dejas que se apague este fuego? (San Josemaría, Camino, 578). Precisamente porque esta virtud la recibimos como don gratuito, hemos de implorarla de Dios con humildad. Este primer paso, constantemente renovado, se vuelve siempre más necesario para avanzar por el camino de la vocación cristiana. Se lo pedimos al Señor cada día.

 

 

Renovar el mundo en el espíritu de Cristo

 

Al lado de los dos niveles, el ontológico y el teologal, a los que nos hemos referido hasta ahora, la identificación con Cristo implica un tercer nivel, íntimamente relacionado con nuestro estar situados en el transcurso de la historia: la participación en la misión de Cristo, y por tanto, en el anuncio del Reino de Dios.

 

Anunciar el mensaje de salvación traído por Cristo proclamando el amor infinito de Dios Padre, que atrae hacía Sí en Cristo y en el Espíritu; y llevar a término esta tarea con la palabra, con el ejemplo y con el testimonio de la propia vida, es una consecuencia inmediata de nuestro ser en Cristo. De esta manera, proclamar el mensaje de Cristo en una sociedad que no lo conoce no es algo artificial o superpuesto a la vida del cristiano, sino una consecuencia de la particular unión con Cristo que todo cristiano ha de vivir. Y el cristiano lo hará impulsado por el mismo celo de san Pablo, que lo movía a predicar el evangelio en aquellos lugares en los que no era conocido y que lo llevaron hasta el extremo de la tierra entonces conocida, llegando a evangelizar nuestra península, entre otros lugares, y Tarragona.

 

Si el cristiano permanece unido a Cristo por la fe, ha de dejar que su vida se manifieste en nosotros de manera que pueda decirse que cada cristiano no es ya alter Christus, otro Cristo, sino ipse Christus, iel mismo Cristo! Por medio nuestro, esparce por todas partes el buen olor de su conocimiento. Porque nosotros somos el perfume que Cristo ofrece a Dios y que se esparce entre los que se salvan y entre los que se pierden: para unos es olor de muerte que lleva a la muerte; para los otros, olor de vida que lleva a la vida (2 Cor, 2, 14-16).

 

La calidad de nuestro trabajo, la caridad con que lo realizamos, el entramado de virtudes humanas y sobrenaturales que el cristiano pone en juego... todo esto manifiesta la unión del cristiano con el Señor y forma al mismo tiempo una figura que los demás perciben y valoran.

 

Llevado triunfalmente por Dios (cf. 2 Cor 2, 14), el Apóstol va difundiendo por todas partes el buen olor de Cristo, de manera parecida a la manera como se difundía el olor del incienso que se quemaba en el camino del general triunfador. También el cristiano, al luchar para vivir coherentemente con su fe, lleva con él el aroma de Jesucristo: Cada cristiano debe hacer presente a Cristo entre los hombres; debe obrar de tal manera que quienes lo traten perciban el bonus odor Christi, el buen olor de Cristo; debe actuar de modo que, a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro (san Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 105).

 

Y, como en el caso del Maestro —que será motivo de que en Israel muchos caigan y muchos otros se levanten; será una bandera combatida (Lc 2, 34)—, también el buen olor difundido por sus discípulos es para unos causa de salvación y para otros de condena. El Evangelio esparce por todas partes —explica un Padre de la Iglesia— un perfume agradable y precioso, aunque haga que algunos mueran cuando lo reciben, como consecuencia de su incredulidad. No es, por tanto, al Evangelio al que haya de culpar de la ruina de algunos, sino a su propia corrupción; yo diría incluso que la pérdida de los malos testimonia en favor de la dulzura de esta miel espiritual. La pérdida de unos, no menos que la salvación de los otros, rinde un solemne homenaje a la virtud eficaz del Evangelio. Las vistas débiles y enfermas son deslumbradas porque el sol resplandece más vivo. Así, Jesucristo había venido al mundo para ser la ruina y la resurrección de muchos (san Juan Crisóstomo, Hom. sobre 2 Cor 5).

 

A san Pablo, no se le pasan por alto las dificultades que el cristiano encuentra en su camino cuando pretende ser coherente con el Evangelio, y se refiere a los enemigos de la cruz de Cristo (Phil 3, 18). Pero, siguiendo el ejemplo del Apóstol, los cristianos han de tener el valor saludable, apostólico, de predicar con sencillez y naturalidad las exigencias amables de nuestra vocación, sin miedo a chocar con las costumbres paganizadas que hay en los ambientes en los que ha de moverse. Por el contrario: manifestarán el Cristo que son, por su vida, por el Amor que mueve sus vidas, por el espíritu de servicio, por el afán de trabajo, por su comprensión, por su alegría.

 

Cuando un cristiano, plenamente consciente de su identificación con Cristo, se obstina en actuar como Cristo, es lógico que tropiece con dificultades, que choque con el ambiente descristianizado que hay en tantos lugares. Le pasó a Nuestro Señor, y no es el discípulo más que el maestro (cf. Mt 10, 24). Somos del mundo, pero no mundanos. Somos del mundo y vivimos en el mundo para santificarlo, para reconducirlo a Dios.

 

Un peligro no pequeño consiste en pretender ocultar la condición de cristiano movido por una falsa naturalidad, cuando las circunstancias del ambiente no resulten favorables. Hallamos numerosos pasajes de la vida de san Pablo en los que su predicación chocaba frontalmente con el ambiente de su tiempo y no por eso dejó de anunciar el evangelio; chocar con el ambiente será, muchas veces, una señal distintiva del auténtico cristiano. El cristiano no puede camuflarse, adoptando hábitos o costumbres contrarias a su ser en Cristo. Sin fanatismos de ninguna clase, que no pueden surgir cuando hay abundancia de caridad, no nos inhibimos delante de los clamores de los que se comportan como enemigos de la cruz de Cristo, que sigue constituyendo para muchos locura o escándalo (cf. 1 Cor 1, 8).

 

Este afán apostólico ha de llevar al cristiano a ofrecer la propia vida uniéndola a la entrega y al sacrificio de Cristo, completando en su carne lo que —digámoslo con las palabras de san Pablo— falta a los sufrimientos de Cristo en bien de su cuerpo que es la Iglesia (Col 1, 24).

 

 

Mons. Jaume Pujol

Arzobispo de Tarragona y primado

 

 

 

  • 31 julio 2009
  • Mons. Jaume Pujol, Arquebisbe de Tarragona i Primat
  • Número 31

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