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¿Por qué vale la pena casarse?

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Tomás Melendo

Catedrático de la Universidad de Málaga

 

¿Vale la pena casarse?

 

¿Para qué?

Bastantes jóvenes aseguran hoy que no ven razón alguna para contraer matrimonio. Se quieren, y en ello encuentran una justificación sobrada para vivir juntos. Estimo que están equivocados, pero los comprendo perfectamente.

Y es que las leyes y los usos sociales han arrebatado al matrimonio todo su sentido:

a) por una parte, la admisión del divorcio elimina la confianza de que se luchará por mantener el vínculo;

b) por otra, la aceptación social de “devaneos” extramatrimoniales, considerados casi como una “necesidad“, por no decir un “derecho“... o un “deber”, suprime la exigencia de fidelidad;

c) y, finalmente, la difusión masiva e indiscriminada de contraceptivos, unida a la afirmación de su total inocuidad –espiritual, psíquica y física–, desprovee de relevancia y valor a los hijos.

¿Qué queda, entonces, de la grandeza de la unión conyugal?, ¿qué de la arriesgada aventura que siempre ha sido?, ¿con qué objeto “pasar por la iglesia o por el juzgado“?

Vistas así las cosas, a quienes sostienen la absoluta primacía del amor habría que comenzar por darles la razón, para después hacerles ver algo de capital importancia, que otras veces ya he apuntado: es imposible quererse bien, en serio, sin estar casados.

 

Hacerse capaz de amar

Aunque pueda suscitar cierto estupor, lo que acabo de sostener es bastante cierto. En todos los ámbitos de la vida humana hay que aprender y capacitarse. ¿Por qué no en el del amor, que es a la par la más gratificante, decisiva y difícil de nuestras actividades? Jacinto Benavente afirmaba que «el amor tiene que ir a la escuela». Y es verdad. Para poder querer de veras hay que ejercitarse, igual que, por ejemplo, hay que templar los músculos para ser un buen atleta.

Pues bien, la boda capacita para amar de una manera real y efectiva.

Nuestra cultura no acaba de entender el matrimonio: lo contempla como una simple ceremonia (mejor cuanto más lujosa o extravagante), un contrato rescindible, un compromiso...

Algo que, sin ser falso, resulta demasiado pobre.

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En su esencia más íntima, la boda constituye una expresión exquisita de libertad y amor. El sí es un acto profundísimo, inigualable, por el que dos personas se entregan plenamente y deciden amarse de por vida. Es amor de amores: amor sublime que, en primer término, “redime” mi pasado; y, además y sobre todo, me permite “amar bien“, como decían nuestros clásicos: fortalece mi voluntad y la habilita para querer a otro nivel; sitúa el amor recíproco en una atmósfera más alta.

Por eso, si no me caso, si excluyo ese acto de donación total, estaré imposibilitado para querer de veras a mi cónyuge: como quien no se entrena o no aprende un idioma resulta incapaz de hablarlo.

A su joven esposa, que le había escrito: «¿Me olvidarás a mí, que soy una provincianita, entre tus princesas y embajadoras?», Bismark le respondió: «¿Olvidas que te he desposado para amarte?»

Estas palabras encierran una intuición profunda: el “para amarte” no indica una simple decisión de futuro, incluso inamovible; equivale, en fin de cuentas, a “para poderte amar” con un querer auténtico, supremo, definitivo... imposible sin el mutuo entregarse del matrimonio, sin casarse.

 

Casarse o “convivir“

No se trata de teorías. Cuanto acabo de exponer tiene claras manifestaciones en el ámbito psíquico.

El ser humano solo es feliz cuando se empeña en algo grande, que efectivamente compense el esfuerzo. Y lo más impresionante que un varón o una mujer pueden hacer en la tierra es aprender a amar.

Vale la pena dedicar toda la vida a amar cada vez mejor y más intensamente, porque solo para eso hemos venido a este mundo.

De ahí que, en realidad, sea lo único que merece nuestra dedicación: todo lo demás, todo, debería ser tan solo un medio para conseguirlo. «Al atardecer de nuestra existencia –repetía san Juan de la Cruz– se nos examinará del amor».

iY de nada más!, añado yo: todo lo que, en mi vida, no transforme en amor, resulta inútil, vano o incluso perjudicial.

Pues bien, cuando me caso establezco las condiciones para consagrarme sin reservas a la tarea de amar. Por el contrario, si simplemente vivimos juntos, y aunque no sea consciente de ello, todo el esfuerzo tendré que dirigirlo, a “defender las posiciones” alcanzadas, a que no se me vaya “el ganado (isin segundas!)... o la ganada (isin terceras!)”.

Todo, entonces, se torna inseguro: la relación puede romperse en cualquier momento. No tengo certeza de que el otro va a esforzarse seriamente en quererme, en acopiar las alegrías y superar los roces y conflictos del trato cotidiano: ¿por qué habría de hacerlo yo? No puedo bajar la guardia, relajarme, mostrarme de verdad como soy, no sea que mi pareja advierta defectos “insufribles” y decida que “hasta aquí llegaron las aguas”. Ante las dificultades que por fuerza han de surgir, la tentación de abandonar la empresa se presenta muy cercana, puesto que nada impide esa deserción.

La simple convivencia crea un clima psíquico que hace peligrar el objetivo fundamental y entusiasmante del matrimonio: aumentar, intensificar y mejorar el amor y, con él, la felicidad.

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¿Amor o “papeles”?

Todo lo cual parece avalar la afirmación de que “lo importante” es quererse. iY es que es verdad!

El amor es efectivamente lo importante. No hay que tener miedo a esta idea. Pero ya he explicado que no puede haber amor cabal sin donación mutua y exclusiva, sin casarse.

Los papeles, el reconocimiento social, no son de ningún modo lo importante; pero, en cuanto confirmación externa de la mutua entrega, resultan imprescindibles.

¿Por qué?

Desde el punto de vista social, porque mi matrimonio tiene repercusiones civiles claras, que aumentan todavía más con la llegada de los hijos: la familia compone –o debería componer– la clave del ordenamiento jurídico y el fundamento de la salud de una sociedad; es indispensable, por tanto, que quede constancia de que otra persona y yo hemos decidido cambiar de estado y crear una nueva familia.

Pero, sobre todo, la dimensión pública del matrimonio, la ceremonia religiosa y civil, la fiesta con familiares y amigos, las participaciones del acontecimiento, anuncios en los medios –isuperguay, si puede ser en la tele!–... todo deriva de la enorme relevancia que lo que están llevando a cabo tiene para los cónyuges. Si eso va a cambiar radicalmente mi vida, a hacerla mejor, si me va a permitir algo que es una auténtica y maravillosa aventura, me gustará que todos o, al menos, los auténticos amigos lo sepan: igual que pregono con bombo y platillo las restantes buenas noticias.

Igual, no.

Mucho más, porque no hay nada comparable a casarse: me pone en una situación inigualable para crecer interiormente, para ser mejor persona y tremendamente feliz (el que no se lo crea... que haga la prueba en serio).

¿Cómo no difundir, entonces, mi alegría?

 

¿Anticipar el futuro?

Es verdad que, a la vista de lo expuesto, bastantes se preguntan: ¿cómo puedo yo comprometerme a algo para toda la vida, si no sé lo que ésta me deparará?, ¿cómo puedo tener certeza de que elijo bien a mi pareja?

Se trata de una pregunta típica de los dos últimos siglos, en los que el afán de seguridad se ha desbordado más allá de lo propiamente humano –a veces con repercusiones psíquicas, incluso graves– y, a pesar de las proclamas en contra, de manera inversa al aprecio real por la libertad, que siempre lleva consigo algo de riesgo.

Y la única respuesta posible, la que doy siempre que me hacen públicamente esta pregunta es: “de ningún modo”, “no hay ninguna manera de saberlo”, “el futuro es... el futuro”: indefinible por naturaleza, con el permiso de los “adivinadores de turno”, aunque son ya tantos que lo del turno es más bien utópico: se nos cuelan por todos lados y a todas horas.

A lo que suelo añadir, antes de que desaparezca el auditorio, que para eso está el noviazgo: un período muy aprovechable, que ofrece la oportunidad de conocerse mutuamente y empezar a entrever cómo se desarrollará la vida en común.

Después, si soy como debo, ya sé bastante de lo que pasará cuando me case: sé, en concreto, que voy a poner toda la carne en el asador para querer a la otra persona y procurar que sea muy feliz. Y si se trata de un propósito serio, y si hemos sido prudentes y nos conocemos lo bastante, será compartido por el futuro cónyuge: el amor llama al amor. Podemos, por tanto, tener la certeza de que vamos a intentarlo por todos los medios. Y entonces es muy difícil, casi imposible, que el matrimonio fracase.

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Observar y reflexionar

Ciertamente, esa decisión radical de entrega no basta para dar un paso de tanta trascendencia. Hay que considerar también algunos rasgos del futuro cónyuge.

¿Cuáles?

En primer término, por pura honradez, he de advertir que la viabilidad de un matrimonio nunca puede conocerse teniendo relaciones íntimas antes o en vez de la boda: como enseguida veremos, por más que choque contra la costumbre y las pretensiones generales, la situación que así se crea es tan artificial, tan abismalmente distinta de lo que sostendrá un matrimonio, que no existe modo peor de calibrar si debo o no casarme con aquella persona.

Los rasgos que debería tener en cuenta son siempre otros:

Por ejemplo, si “me veo“ viviendo durante el resto de mis días con aquella persona, incluso cuando esté sin arreglar, ronque o le crezcan los michelines; también, y antes, cómo actúa en su trabajo y con sus colegas, como trata a su familia, a sus amigos; si sabe controlar sus impulsos, incluidos los sexuales: porque, de lo contrario, nadie me asegura que será capaz de hacerlo cuando estemos casados y se encapriche con otro u otra; si me gustaría que mis hijos se parecieran a ella o a él (iqué horror!)... porque de hecho, lo quiera o no, se le van a parecer; si sabe estar más pendiente de mi bien (y de su bien real, por más que le cueste) que de sus simples y casi inacabables antojos...

En definitiva:

a) No hacer el menor caso a lo que promete.

b) Escuchar –con todo el romanticismo que desee, pero como quien oye llover– lo que me dice.

c) Prestar mucha atención a lo que parece que es.

d) Más todavía a lo que efectivamente hace, a cómo se comporta.

e) Y conceder un peso absoluto a su manera de obrar... justo cuando no está conmigo, puesto que cuando nos vemos, los dos nos encontramos dispuestos naturalmente –sin la menor malicia– a agradar, ya que se trata del momento más esperado del día, en el que ambos podemos y queremos dar lo mejor de nosotros mismos.

Por el contrario; si en su casa, con sus amigos, con sus compañeros de trabajo... se porta como un o una egoísta o como un o una déspota, si no tiene en cuenta los deseos y el bien real de quienes lo rodean, ¿quién puede asegurarme que no va a acabar así... también en la cama?


Relaciones anti-matrimoniales

Y aquí suele plantearse una de las cuestiones más decisivas y sobre las que impera mayor confusión. La necesidad de conocerse, de saber si uno y otra congenian, ¿no aconseja vivir juntos un tiempo, con todo lo que esto implica?

Se trata de un asunto muy estudiado y sobre el que cada vez se va arrojando una luz más clara.

Un buen resumen del status quaestionis sería el que sigue: está estadísticamente comprobado que la convivencia previa al matrimonio nunca produce efectos beneficiosos: inunca!

Por ejemplo:

a) los divorcios son mucho más frecuentes –parece que el doble– entre quienes han convivido antes de contraer matrimonio;

b) las actitudes de los jóvenes que empiezan a tener trato íntimo empeoran notablemente, y a ojos vista, desde ese mismo momento: se tornan más posesivos, más celosos y controladores, más desconfiados y gruñones... incluso más feos.

 

Pero, ¿por qué?

La causa, aunque profunda, no es difícil de intuir. El cuerpo humano es, en el sentido más hondo de la palabra, personal; y quizá muy especialmente sus dimensiones sexuales. En consecuencia, la image-eec123c5dbe471be5a1d4d3bb1e145b7sexualidad sabe hablar un único idioma: el de la entrega plena y definitiva.

Pero, en las circunstancias que estamos considerando, esa total disponibilidad resulta contradicha por el corazón y la cabeza, que, con mayor o menor conciencia, la rechazan, al evitar un compromiso de por vida.

Surge así una ruptura interior en cada uno de los novios, manifestada psíquicamente por un obsesivo y angustioso afán de seguridad, cortejado de recelos, temores, rencores y suspicacias, que acaban por envenenar la vida en común.

Por otro lado, como consecuencia de lo anterior, uno y otra empiezan a sentirse mal... y buscan de nuevo “estar juntos” como medio para evitarlo; el malestar se calma momentáneamente, mientras duran las relaciones, para luego crecer con más fuerza, “estar otra vez más juntos“, aumentar la desazón persistente, en una especie de espiral fatídica que culmina casi siempre con la separación... iy peor si no es definitiva!

De ahí que, en contra del uso habitual, a este tipo de relaciones prefiera llamarlas “anti- o contra-matrimoniales“.

 

Para conocerse de veras

Por otro lado, resulta ingenua la pretensión de decidir la viabilidad de un matrimonio por la “capacidad sexual“ de sus componentes: icomo si toda una vida en común dependiera o pudiera sustentarse en unos actos que, en condiciones normales, suman unos pocos minutos a la semana!

Pero es que la mejor manera de conocer a nuestro futuro cónyuge en ese ámbito consiste, como antes sugería, en observarlo en los demás aspectos de su vida, y tal vez principalmente en los no se relacionan directamente con nosotros: reflexionar sobre el modo cómo se comporta en su hogar, trabajo o estudio, con sus amigos o conocidos... y con sus “enemigos“, pues en algún momento de nuestra vida matrimonial seremos considerados como tales, etc.

Pues si en esas circunstancias es generoso, afable, paciente, servicial, tierno, desprendido..., puede asegurarse, sin temor al engaño, que a la larga esa será su actitud en la vida cotidiana y en las relaciones íntimas.

Mientras que la “comprobación directa“, e incluso la forma de tratarnos, por responder a una situación claramente “excepcional“ –el noviazgo un tanto “lanzado“–, no solo no proporciona datos fiables sobre su futuro, sino que en muchos casos más bien los enmascara.

Por eso, frente a una opinión muy difundida, cabría afirmar que “vivir (y acostarse) juntos” es la mejor manera de no saber en absoluto cómo va a actuar la otra persona durante el matrimonio.

Repito que no se trata de una mera ficción ni una suerte de “invento piadoso” para desaconsejar esa convivencia: como acabo de apuntar, resulta bastante fácil caer en la cuenta de que la situación que se crea en tales circunstancias es absolutamente artificial... y muy diversa de lo que será la vida en común, día a día –no solo “noche a noche”–, cuando ambos estén casados.

 

¿Probar a las personas?

Pero se puede ir más al fondo: no es serio ni honrado “probar” a las personas, como si se tratara de caballos, de coches o de ordenadores. Las personas son algo tan grandioso que, en su presencia, solo cabe la veneración y el amor; por ellas arriesga uno la vida, «se juega a cara o cruz –como decía Marañón–, el porvenir del propio corazón», la vida entera.

Además, la desconfianza que implica el ponerlas a prueba no solo genera un permanente estado de tensión, difícil de soportar, sino que se opone frontalmente al amor incondicional –incondicionado e incondicionable– que está en la base de cualquier buen matrimonio: y si no hay base o punto de apoyo, el matrimonio... se cae.

A lo que cabe añadir otro motivo, todavía más determinante: no se puede realizar ese “experimento”, es materialmente imposible, aunque parezca lo contrario: porque la boda cambia muy profundamente a los novios; no solo desde el punto de vista psicológico, al que ya me he referido, sino en su mismo ser: los modifica hondamente, los transforma en esposos, les permite amar de veras: iantes no es posible ese amor! 

* * * * *

El amor es lo que importa

Más de una vez he oído explicar la grandeza del amor que se pone en juego en el momento de la boda haciendo ver que no se trata de un acto de amor como cualquier otro, sino de algo especialísimo, realmente grandioso, porque lleva consigo la osadía de hacer obligatorio el amor futuro: si antes de la boda los novios se amaban de forma radicalmente gratuita, sin compromiso alguno, en el preciso momento del “sí” se aman tanto, con tal locura e intensidad, que son capaces de comprometerse a amarse de por vida.

Siendo esto verdad, no lo es menos algo que con frecuencia ni tan siquiera se nombra... A saber: que el sí matrimonial es capaz de originar la obligación gozosa de amarse para siempre, en las duras y en las maduras, porque simultáneamente hace posible esa entrega incondicionada.

 

Y “eso”, ¿no es una locura?

La reflexión sobre los excesivos fracasos matrimoniales que observamos en la actualidad, y más todavía la mayor frecuencia con que rompen los lazos quienes se han unido en convivencia cuasi-matrimonial pero sin casarse, me han llevado a advertir que la pretensión de obligarse a amar de por vida a otra persona, con total independencia de las circunstancias por las que una y otra atraviesen, si no fuera acompañada de un robustecimiento de la recíproca capacidad de amar, resultaría, en el fondo, una soberana ingenuidad, casi una demencia.

En parte para atraer la atención de quienes me escuchan, y sobre todo porque estimo que el ejemplo es correcto, aunque atrevido, suelo ilustrar ese deber-capacitación con el mandamiento máximo y máximamente nuevo que Jesucristo impuso a sus discípulos en la Última Cena.

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Y añado, con todo el respeto posible y una pizca de humor, que semejante pretensión sería una auténtica chifladura si el Señor, en el momento de establecer el precepto, no incrementara de manera casi infinita la capacidad de amar del cristiano, o previera los medios para fortificarla y hacerla crecer.

¿Cómo, si no, pedir a unos simples hombres que quieran a los demás como el mismísimo Dios los ama: «Como Yo os he amado»?

Pues algo análogo, no idéntico, sucede en el momento de la boda, también la que se sitúa en el ámbito natural. En el mismo momento en que pronuncian el de manera libre y voluntaria, los nuevos cónyuges no solo se obligan, sino que sobre todo se tornan mutuamente capaces de quererse con un amor situado a una distancia casi infinita por encima del que podían ofrecerse antes de esa donación total. Por el contrario, sin ese sí que los “hace aptos”, la pretensión de obligarse resultaría casi absurda.

 

Lo importante

Cuando mis amigos o alumnos afirman, con más o menos agresividad y “buscándome las cosquillas”, que lo importante para llevar a buen puerto un matrimonio es el amor, les respondo sin titubear que sin ninguna duda: estoy mucho más convencido que cualquiera de ellos.

(Es más, considero que el haber centrado la clave de la vida conyugal en el amor mutuo, dejando de lado otras razones menos fundamentales, es una de las ganancias o conquistas teóricas más relevantes de los últimos tiempos respecto al matrimonio).

Pero inmediatamente añado que, para poder amarse con un amor auténtico y del calibre que exige la vida en común para siempre, es absolutamente imprescindible haberse habilitado para ello; y que semejante capacitación es del todo imposible al margen de la entrega radical que se realiza al casarse.

Con otras palabras: lo importante, desde el punto de vista antropológico, no son ni “los papeles” ni “la bendición del cura”.

(Personalmente, considero una inaceptable usurpación y, por eso, me niego en rotundo a que me case ningún funcionario del Estado ni sacerdote alguno: me caso yo –y mi mujer– y justo y sólo porque quiero y quiere ella; ningún otro está capacitado para hacerlo por mí; solo el libre consentimiento de los cónyuges realiza esa unión, con todos los efectos antropológicos que lleva aparejados).

Sin embargo, para que lo importante –el amor– sea efectivamente viable resulta del todo necesaria la acción de libre entrega por la que los cónyuges se dan el uno al otro en exclusiva y para siempre.

Estamos, lo digo especialmente para los conocedores de la filosofía, aunque todos podamos entenderlo, ante un caso muy particular del nacimiento de un hábito bueno o virtud: que, para más inri, es justamente la virtud de la “castidad conyugal”, tan denostada.

 

Virtud... iqué aburrimiento!

No quiero insistir en que el hábito y la virtud tienen mucha menos relación con la repetición de actos, que a menudo conduce a la rutina o incluso a la ma­nía, que con la potenciación o habilitación de la facultad o facultades que vigorizan.

Es decir, el hábito y la virtud, con independencia absoluta de su origen, nos tornan mejores y, de forma muy directa, nos permiten obrar a un nivel muy superior que antes de poseerlos.

La cuestión resulta muy fácil de ver en las habilidades de tipo intelectual, técnico o artístico, llamadas en filosofía hábitos dianoéticos: solo quien ha aprendido durante años a dibujar, a proyectar edificios y jardines o a interpretar correctamente al piano (y el resultado de esos aprendizajes son distintos hábitos o capacitaciones de un conjunto de facultades) es capaz de realizar tales actividades de la forma correcta y adecuada, con facilidad y gozo, y sin peligro próximo de equivocarse... a no ser que le de la gana hacerlo mal (cosa no tan infrecuente).

Lo mismo ocurre con las virtudes en sentido más estricto, que son las de orden ético. Quien ha adquirido la virtud de la generosidad, pongo por caso, no solo se desprende fácilmente de aquello –iel tiempo, en primer lugar!– con lo que puede hacer más feliz a otro, sino que se siente inclinado a realizar ese tipo de acciones y, iahí es nada!, disfruta como un enano al realizarlas.

De ahí que la vida éticamente bien vivida no sea una especie de carrera de obstáculos tediosa y sin norte, un “más difícil todavía” carente de término, sino que, precisamente a causa de a las virtudes, compone una senda de disfrute progresivo, en el que incluso el dolor y el sacrificio se tornan gozosos.

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La génesis de las virtudes

Una de las diferencias que se han señalado tradicionalmente entre hábitos dianoéticos (técnicas, artes, etc.) y éticos, es que algunos de aquellos pueden lograrse con un solo acto –ahí se encuadra, por ejemplo, la tan clara como difícil de comprobar adquisición del “uso de razón”–, mientras que las virtudes propiamente dichas requieren de una repetición de actos realizados cada vez con mayor amor.

Propongo una leve corrección a esta doctrina. Por un lado, porque la experiencia demuestra que, en ocasiones, una persona adquiere el valor o pierde el miedo como resultado de una única acción, más o menos arriesgada: por ejemplo, lanzarse a la piscina después de meses de dudarlo o saltar en paracaídas por vez primera... y experimentar la emoción que inclina a volver y volver a saltar, pero ahora ya sin miedo.

Y me parece que el acto único de la entrega matrimonial consciente y decidida tiene un efecto muy parecido: otorga a quienes se casan el vigor y la capacidad para amarse de por vida a una altura y con una calidad que resultan imposibles sin esa donación absoluta.

Cosa no difícil de comprender si recordamos que el fin de toda vida humana es el amor entregado, y que la ofrenda que se realiza en el matrimonio (igual que la que se hace a Dios de forma definitiva), por encarnar de manera privilegiada esa tendencia al amor, no puede sino fortalecer la capacidad de amar, hasta el punto de situarla a una distancia casi infinita de la que los novios tenían antes de la boda.

No se trata de una cuestión psicológica, como algunos me han comentado  o preguntado, aunque también pueda reflejarse en esos dominios; sino de algo infinitamente más serio. Estamos ante un cambio abismal, comparable por ejemplo a lo que en filosofía denominamos el primum cognitum o la llegada del “uso de razón”: aquel hábito que permite –en un momento difícil de precisar, pero sin duda existente–, conocer la realidad tal como es, con independencia de sus beneficios o desventajas para mí, y no solo, como los animales y los niños de muy poca edad, en lo que cada una supone para mi propia satisfacción o malestar.

De esta suerte, igual que puede hablarse de un hábito primero en los dominios del conocimiento, que lleva a conocer de un modo radicalmente superior al que se tiene antes de su formación (es lo que llamo primum cognitum o habitus entitatis), es legítimo referirse a un hábito muy concreto de la voluntad –lo denominaría, si no fuera una cursilada, habitus sponsalis amoris–, que hace posible amar de una forma inédita y muy ennoblecida: conyugalmente.

Hasta el extremo de que hay que afirmar que la persona que lo genera –justo en el instante y como producto de la entrega sin reservas– es capaz, en general, de fijar definitivamente el objeto de sus amores en aquel (o Aquel) a quien se ha entregado y, en el caso del matrimonio, de transformar el cuerpo sexuado en vehículo eficaz (de la culminación) de la entrega de la propia persona... cosa imposible antes de casarse.

 

Habilitarse... más o menos

Me explico con un poco más de detalle. A veces entendemos la respon­sabilidad como la cuenta que habremos de dar, isi nos pillan!, por lo que hemos hecho mal; o del premio que recibiremos por lo bueno que hay en nuestra vida... y que nosotros nos encargamos de dejar muy claro.

De nuevo es una visión correcta, pero muy pobre. Ante cualquier acción que realizamos, nuestra persona responde de inmediato mejorando o empeorando, haciéndonos más capaces de obrar de nuevo, mejor y con más facilidad, en el mismo sentido, bueno o malo: quien se acostumbra a robar se va haciendo un ladrón; el que miente, un mentiroso; el que emprende grandes empresas en bien de los demás, una persona magnánima; quien se entrena siete horas en el gimnasio –si no perece en el intento– un auténtico “cachas”, etc.

Esa respuesta, que nos marca queramos o no, es la verdadera responsabilidad: el modo como nuestro ser responde y se modifica en función de nuestras actuaciones.

Pongámonos en el supuesto de acciones buenas. Cada una de ellas nos mejora y nos hace más capaces de realizar fácilmente, con gusto y sin equivocarnos el mismo tipo de operaciones. Pero no todas nos capacitan con la misma intensidad.

Quien presta sus apuntes a un compañero, se hace un poco más generoso; quien dedica toda una tarde a explicarle lo que no comprende, bastante más; quien, sin que se note, está constantemente pendiente –aunque a él le cueste sangre– de que sus amigos hagan lo que deben, con gracia y sin hacérselo pesar... ies un tío grande, maestro en generosidad y en muchas otras virtudes (no digo «tía grande», no por pusilánime, sino porque ellas se llaman a sí mismas «tío»: viva la juventud y la no-juventud que quiere parecer joven)!

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Una puntualización importante

Pero todos estos ejemplos cuadrarían mejor con el incremento paulatino de la capacidad de amar que, cuando queremos bien, vamos generando en nosotros.

Hay otros casos que se sitúan más cerca del que estamos considerando, aun sabiendo que un ejemplo es solo eso: algo que, si está bien escogido, ayuda a entender la realidad que pretendemos ilustrar, pero que no se identifica con ella.

Me refiero, por concretar, y en negativo, a que quien no se decide a tirarse desde un trampolín, venciendo con ello el miedo que inicialmente lo acogota, nunca estará en condiciones de saltar de nuevo, con gusto y soltura, mejorando progresivamente la técnica y el estilo.

O, en positivo, y apurando un poco más la analogía, a la firme decisión que lleva, después de un tiempo de aprendizaje, a lanzarse por primera vez en caída libre desde un avión, gracias a un acto de valor que vence el miedo connatural a realizar ese salto; o, en una línea no muy lejana, a dar el paso definitivo para entrar a ejercer una profesión de alto riesgo en beneficio de los demás (pienso, entre otros, en los bomberos o los equipos de salvamento), haciendo caso omiso del temor que suscita el poner la propia vida en peligro con relativa frecuencia.

En estas circunstancias y en otras similares, ese notable acto de virtud, al multiplicar el vigor de las facultades respectivas, coloca a quien lo realiza en un nivel superior que antes de llevarlo a cabo, y lo faculta para irse superando en el ejercicio cada vez más perfecto de las actividades, que antes no eran posibles y ahora ya sí lo son.

 

La gran aventura

Y casi en el término de esa línea ascendente se sitúa el de la boda.

Como apuntaba, varón y mujer son seres-para-el-amor; y la culminación y mayor expresión de todo amor es la entrega. Cuando esa entrega es sincera, profunda, total y de por vida –cosa que se manifiesta en un solo acto, el de la boda–, ¿cómo no va a responder nuestra persona incrementando de una forma impensable su capacidad de querer?

iAhí se encuentra la razón antropológica más de fondo de la necesidad de casarse! El motivo más entusiasmante para decir un sí que nos permita iniciar la gran aventura del matrimonio: el camino que nos llevará hasta nuestra plenitud personal y nuestra felicidad.

¿Que eso suena demasiado utópico? iQué lástima!, porque entonces no se comprende lo que es una aventura. Lo propio de ella es que:

· Quienes la emprenden se pongan una meta alta, en apariencia inalcanzable, pero que vale la pena.

· No tienen ninguna seguridad de que van a alcanzar su objetivo; de lo contrario, ¿dónde queda la gracia de la aventura?

· Una vez que la inician, no permiten que las dificultades y los contratiempos, también los imprevistos, sofoquen la ilusión inicial ni les impidan recrearse en lo que ya han logrado.

· La mirada fija en el fin, en el triunfo hace que, a cada paso, renueven las energías y las agallas para seguir adelante.

Si enfocamos de este modo el matrimonio, contando con las fuerzas que nos proporciona el habernos casado, será ciertamente un camino de rosas, en el que la apariencia y la fragancia de las flores logren que casi no advirtamos los pinchazos de las espinas (iqué cursilada!, pero como no lo ha leído mi mujer...).  

No lo será, sin embargo, si por ignorancia o dejadez o desprecio hemos decidido que la boda constituye un mero trámite y no nos hemos capacitado para querer con un amor relevante, aventurado y venturoso; más todavía, con ese acto-omisión nos vamos paulatinamente haciendo incapaces de amar de la forma correcta. 

Por el contrario, si, mediante el matrimonio, conseguimos que lo importante sea efectivamente el amor, no cabe la menor duda de que ivale la pena casarse!

  • 23 marzo 2012
  • Tomás Melendo
  • Especial 12

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