Secciones > Secciones de las revistas > Temas de portada

¿Vale la pena casarse?

El secreto de la desgracia del ser humano, enseñaba Armando Segura en una conferencia a la que tuve ocasión de asistir hace unos años, es considerar el punto de partida como punto de llegada. Y el secreto de su felicidad, considerar el punto de llegada como punto de partida.

En efecto, seguía explicando, el ser humano, para ser esencialmente lo que es, vive fundamentalmente de lo que no existe. Lo que existe, lo que conoce, lo que tiene es siempre punto de partida, y el hombre que se limita a conservarlo (el conservador por naturaleza) es un desgraciado, pues no tiene tarea. O, peor aún, se tiene a sí mismo como tarea. La incapacidad de compromiso, de olvidarse de sí mismo para entregarse plenamente a otro (sea humano o divino) le condena a ser su propio destino.

El hombre sin tarea, sin misión, es el mayor desgraciado del mundo. Es el hombre que sólo se tiene a sí mismo, que no sueña, que no avanza, que sólo se repite. Es el drogadicto, el alcohólico, el adicto al sexo, para quien su tarea es la repetición y su punto de partida es siempre punto de llegada, ya conoce el final, siempre conoce el final al que está irremisiblemente atado.

Una de las grandes adicciones de nuestra postmoderna sociedad occidental es el propio yo. Y el propio yo es siempre punto de llegada, final conocido que construye un espíritu conservador, incapaz de ubicarse en el otro, que es la novedad, lo insondable, la auténtica aventura.

Inmersos en la ‘cultura del sentimiento’

Este interés desmedido en el propio bienestar genera una confusión muy perniciosa en el terreno del amor: la identificación entre sentimiento y amor, la confusión de la persona amada con el sentimiento que provoca. Nadie pone en duda que el sentimiento es amor, pero el amor no es solo sentimiento (es, ciertamente, pasión, pero también imaginación, memoria, voluntad, inteligencia…). Quien cae en esta confusión acaba inevitablemente enamorado de su propio enamoramiento, de la sensación de estar enamorado. Pensando amar a una persona, se ama en realidad a sí mismo, a su propia satisfacción personal.

Y la consecuencia de esta confusión no se hace esperar: si el destino de mi amor es “sentirme enamorado”, cuando deje de experimentar este afecto, pensaré que mi amor se ha extinguido y me veré impulsado a sustituir al amado y cambiarlo por otro que me haga sentir lo que anhelo.

Como explica Joan Costa Bou, el problema del amor no comprometido es que sitúa el centro de gravedad en mí mismo y no en la persona amada. Al no prometer un amor para siempre, yo me convierto en el criterio de valoración del otro: él o ella valen solo en la medida en que colman mis expectativas, en que satisfacen mi interés, por elevado que este sea. El otro está, pues, a mi servicio y se transforma, respecto a mí, en instrumento, en medio para que yo alcance la meta de mi propia realización. El amor auténtico y pleno ama al otro por lo que él es y no por lo que me aporta a mí. Entonces, sí, el amor se convierte en don, en entrega y se hace cabal. Esta es la lógica del amor, una lógica del todo o nada: o me entrego o le utilizo. Si no es don, es interés.

Es cierto que los dos que se aman, aclara el mismo autor, pueden estar de acuerdo en no comprometerse, pero esto no soluciona el problema, más bien lo agrava porque significa que los dos están de acuerdo no en amarse, sino en utilizarse mutuamente, en ser uno y otro (al menos en parte) instrumentos.

Ante el panorama de un amor para siempre, irrevocable, sin vuelta atrás, surge la respuesta de las relaciones prematrimoniales o, simplemente, cohabitacionales. A nivel de principios resulta difícil sostener que el ser humano no es capaz de amar para siempre, pues la experiencia de tantos matrimonios, de padres e hijos, incluso adoptivos, y de amigos que se aman para siempre no se puede ignorar. Sin embargo, surge un comprensible temor, un vértigo existencial ante un compromiso de por vida. Si tan exigente es el compromiso, si el amor cabal exige quemar las naves y no hay vuelta atrás, entonces hay que estar muy seguro de la decisión, no se puede tomar precipitadamente…, y la fórmula más extendida para contrastar las probabilidades de éxito de una unión específica y determinada parece ser hoy la cohabitación.

Cohabitar o casarse ¿da lo mismo?

Sin embargo, las estadísticas se empeñan en acreditar lo contrario de lo que se pretende: “A pesar de la creciente popularidad de la convivencia previa al matrimonio, hace tiempo que ha quedado demostrado que la mayoría de las parejas que han vivido juntos antes del matrimonio tienden a romper su relación después de casarse. Según un informe del National Center for Health Statistics norteamericano, los hombres y mujeres que han vivido juntos antes de casarse tienen menos probabilidades de celebrar juntos el décimo aniversario de su boda que quienes no lo hicieron: el 54% de los que eligieron la cohabitación previa llegan a ese décimo año, mientras que los que esperaron al matrimonio son el 67%” (IFFD Papers nº 5).

Es cierto que no podemos estar seguros de que esta estadística responda al fenómeno de la cohabitación en sí o sea consecuencia del perfil psicológico de las personas que deciden cohabitar, pero no lo es menos que tampoco existen datos que acrediten lo contrario, que la cohabitación contribuya a una mayor estabilidad y felicidad en la pareja.

¿Cuáles son las razones que conducen a esta decepción? Analicemos algunas:

La inversión de los términos. Se da una fuerte paradoja: se quiere presentar una visión romántica y sentimental del amor sin compromiso o a modo de prueba (nos queremos tanto y queremos estar tan seguros de que nuestro amor funcionará que necesitamos convivir ya), cuando, en realidad, la cohabitación previa o sustitutiva del compromiso de un amor para siempre acaba subordinando el amor romántico a los aspectos más prácticos y utilitaristas de la relación. Se produce una inversión de los términos: ¡se fundamenta y hace depender el amor de la capacidad de convivencia!, cuando la ecuación debería ser la contraria: ¡es la convivencia la que ha de subordinarse al amor! Es la capacidad de amar la que permitirá convivir y no la capacidad de convivencia la que permitirá amar. El enunciado no es: ‘si somos capaces de convivir, te amaré’, sino ‘si te amo, seremos capaces de convivir’. Todos los que han amado de verdad (padres, hijos, hermanos, comunidades religiosas...) han procedido así: primero han decidido amar y, entonces, se han hecho capaces de convivir.

• En efecto, el amor capacita para la convivencia: no soy el mismo antes que después de casarme. Como ha argumentado Tomás Melendo, el ‘sí’ del matrimonio me eleva a un grado de amor del que antes no era capaz. El matrimonio contraído mediante una promesa de amor para siempre me hace capaz, competente para amar. Aunque el modo normal de adquirir la virtud pasa por la repetición de actos, hay niveles de virtud, explica este autor, que solo se alcanzan a través de un acto, de una decisión, de una determinación. Por ejemplo, el valor para lanzarse en paracaídas no depende tanto de la repetición de saltos cuanto de una determinación de la voluntad en un momento preciso y determinado. Algo similar sucede con el matrimonio. Ese ‘sí’ de una vocación y entrega de por vida me transforma como persona y me sitúa en disposición de poder amar. A partir de este momento ya no exigiré que tú cambies y te aproximes a mí, sino que seré yo el que lo haga para ir hacia ti, para ponerme a tu servicio e intentar hacerte feliz conmigo.

La prueba es imposible. Las personas no se prueban como quien prueba un electrodoméstico, y la relación de amor no se puede probar: es un imposible antropológico y cronológico pretender probar una relación de futuro con una persona en función de una relación actual. El ser humano es proyectivo, dinámico, futurizo (según expresiones de Julián Marías), y evoluciona con el tiempo. También las circunstancias que le rodean cambian. ¿Cuándo acaba la prueba? No es lo mismo sin hijos que con hijos, con trabajo que sin trabajo, a los 30 que a los 60, sano que enfermo, alegre que depresivo, con arrugas que sin ellas..., ¡tendríamos que estar toda la vida probando! No, el amor matrimonial no puede probarse. Las personas se aceptan tal como son y serán, en el grado de amor que a cada una corresponde (al cliente como cliente, al amigo como amigo, al amado como amado, como cónyuge), pero no se prueban.

Se piensa, equivocadamente, que la relación sexual añade algo sustancial a ese conocimiento mutuo. La verdad es que la relación sexual, y tanto más cuanto más joven se es, puede dificultar más que aclarar el conocimiento del otro como persona. El sexo no es un juguete, es un arma poderosa y un adictivo potente, como sabe bien la industria pornográfica, que amenaza con nublar las otras facultades y empañar la elección. El sexo parece disculparlo todo y tiene una fuerza invasiva y atractiva que desvía la atención de lo verdaderamente personal. Otra consecuencia del uso de la sexualidad sin compromiso es que surge una dependencia del placer sexual difícil de vencer, un ligamen corporal –genital– que fácilmente se confunde con una relación interpersonal plena. Todas nuestras facultades quedan ‘tocadas’, hipotecadas por esta experiencia, que permanecerá en nuestra memoria, desorientará nuestra inteligencia y debilitará nuestra voluntad. En el futuro, nuestra libertad estará comprometida porque esa experiencia, aunque no lo percibiéramos, habrá implicado a toda nuestra persona y condicionará nuestra futura capacidad de decisión. No de manera plena, naturalmente, pues la libertad humana es capaz de rehacer el pasado. Pero el esfuerzo será mayor, habrá que desandar el camino andado, lo que no siempre es fácil. Es decir, la relación sexual, aunque se frivolice y se juegue con ella, ejerce siempre su fuerza unitiva al nivel de la persona toda, de modo que lo que constituye una ventaja y una ayuda cuando se instaura un amor definitivo, puede transformarse en una rémora cuando ese amor no es para siempre, al limitar nuestra libertad y no permitirnos decidir de manera exenta.

A esta entrega del cuerpo –de la intimidad corporal– sin la entrega de la persona –de la intimidad personal (que incluye el tiempo, el futuro)–, Ricardo Yepes la ha bautizado como la "sonrisa falsa". En efecto, una sonrisa falsa es un grupo de músculos faciales que se mueven para expresar lo que no sienten, lo que no son; de la misma manera, el cuerpo que se entrega sin el alma, sin la persona entera en que consiste, con todo su pasado, su presente y su futuro, parece afirmar: 'me entrego a ti por entero', pero, en realidad, contiene una reserva: 'no te entrego mi alma, mi persona'.

El noviazgo tiene su importancia

Por estas razones, como ha destacado José Noriega, la tarea del noviazgo no es la prueba de la persona, que no es posible, sino la verificación del amor. Se trata de un período cuyo principal objetivo es ayudarse a adquirir las virtudes necesarias para lograr la posterior comunión matrimonial de vida y de por vida.

El mismo José Noriega ha llamado la atención sobre el peligro que supone un noviazgo centrado solo en discernir si esa es la persona adecuada con quien compartir la vida. Esta postura desconoce que, antes de que la radical novedad del amor acontezca, no tenemos una idea clara de nuestro destino, de la vida plena a que estamos llamados. Esperar encontrar una persona que responda a un retrato robot confeccionado previamente bloquea la experiencia del amor, que aparece siempre como una revelación, como una llamada (vocación) inédita e impide reconocer a la persona amada en su propia, única y exclusiva personalidad.

Insiste este autor en que la tarea principal del noviazgo consiste en verificar: (i) que la revelación en que el amor consiste ha acontecido también en la otra persona y ambos ven y van en pos de la misma verdad, (ii) que se va dando una concordia mutua en los caminos a recorrer para alcanzar esa verdad, y (iii) que los dos van integrando sus dinamismos (sexualidad, afectividad, inteligencia, memoria, voluntad, imaginación...) en el amor mutuo.

Marta Brancatisano, lo expresa con palabras más poéticas: “La idea de una prueba ni siquiera se nos ocurría, es más, era contraria a aquella idea de desafío, del todo por el todo, que se adaptaba al amor como un guante. El amor verdadero era otra cosa, era aquello que se ofrecía a la forja del tiempo, de todo el tiempo de una vida, en el momento de la decisión definitiva, el del matrimonio (…) Es una metodología que exige el ‘para siempre’, o de lo contrario no funciona. Entre los que consideran que el ‘para siempre’ es imposible y sobrehumano se encuentran los escépticos. Olvidan que han vivido y deseado un amor que desde el principio y por definición era sobrehumano”.

Javier Vidal Quadras Trías de Bes

Secretario de la International Federation for family Development (IFFD)

Bibliografía citada

BRANCATISANO, Blanca, La Gran Aventura, Grijalbo, Barcelona, 2000.

COSTA BOU, Joan, notas de su conferencia: Per qué hem de casar-nos?

IFFD Papers, núm. 5 Chicago Tribune, ‘Living together, loving together, divorcing together’ (6 de julio de 2010) www.iffd.org

MELENDO, Tomás y MARTÍ, Gabriel, Elogio de la Afectividad, Ediciones Internacionales Universitarias, Pamplona, 2009.

NORIEGA, José, El Destino del Eros, Palabra, Madrid, 2005.

YEPES STORK, Ricardo y ARANGUREN Echevarría, Javier, Fundamentos de Antropología, Eunsa, 2001.

  • 24 octubre 2014
  • Javier Vidal Quadras Trías de Bes
  • Matrimonio, sentimiento, casarse, cohabitar, noviazgo
  • Temas de portada

Comparte esta entrada