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La auténtica pastoral no se opone a la moral: es la caridad que obra la verdad

Al referirse a aspectos morales de la familia y del matrimonio hay quien contrapone el tratamiento pastoral a la moral, relativizando esta última e introduciendo excepciones morales por razones pastorales. Es una postura errónea como trataremos de mostrar a continuación.

“Realizando la verdad en la caridad” (Ef 4,16). San pablo nos presenta con fuerza un “hacer la verdad” expresado en un único verbo “avlhqeu,w”, que generalmente significa “decir la verdad” como expresión de sinceridad y que aquí, tiene que ver con hacer. Esto nos habla de una relación con Dios ya que lo que Dios dice se cumple. “En efecto, en la historia de la salvación no hay separación entre lo que Dios dice y lo que hace; su Palabra misma se manifiesta como viva y eficaz (cfr. Heb 4,12), como indica, por lo demás, el sentido mismo de la expresión hebrea dabar[1].

El cristiano, por la caridad habla también con sus acciones. En un único momento comprende la verdad y la pone en práctica. Existe una verdad que indiscernible de su “hacerse” y tiene que ver con el amor. Estos dos sentidos de verdad se comprenden en relación a Cristo. La acción de Jesucristo es la “medida” de la acción del cristiano y de la Iglesia. La Dei Verbum lo explica cuando dice que Cristo realiza la revelación: “gestis verbisque intrinsece inter se connexis[2], esto es una estructura sacramental que consiste en obras y palabras[3]. Todo ello cuenta con el valor performativo de una “verdad que se obra”.

Diferencia y unidad entre verdad doctrinal y pastoral: acercarse a la luz

La lógica amorosa nos ilumina el valor de tal “verdad a hacer”. Santo Tomás, al exponer el conocimiento amoroso, explica la diferencia entre el conocimiento intelectivo y el propio del amor. En el primero, el conocimiento acaba en el cognoscente que recibe la verdad; el segundo termina en la otra persona a la que se dirige la intención del amante. Como es obvio la verdad pastoral pertenece a este segundo tipo. La lógica extática del amor hacia el amado, posibilita la identidad del amante que se encuentra en la relación con el amado. Allí descubre lo que está llamado a ser. En la identidad filial de la Persona de Cristo esta verdad se halla en su forma suprema por la unidad única que se da en Él de identidad y misión[4].

Comprobamos, pues, la diferencia existente entre una verdad pastoral que responde a la lógica amorosa de ser respuesta, de la verdad doctrinal nacida del conocimiento de unas proposiciones sobre Dios que tienen un valor indudable. La dinámica interna del don de la que proceden ambas hace que las entendamos como manifestaciones de una única verdad, la de la autocomunicación divina que se dona a sí mismo al hombre para su salvación. No tiene sentido, entonces, enfrentarlas dialécticamente.

“Quien obra la verdad, se acerca a la luz” (Jn 3,21). Aquí se expresa una dimensión esencial de “obrar la verdad”: la implicación del sujeto en su afirmación como crecimiento personal. Se trata aquí de insertarse en la obra de Cristo: la salvación del hombre[5]. Tarea imposible fuera del don de Cristo. Por ello, la clave de la sentencia reside en su final: “se acerca a la luz”. La verdad de la que hablamos ahora es la unión con Cristo por la que el cristiano llega a la comunión con el Padre. Es la fuente de una vida nueva que vivifica todas las comuniones humanas en su valor de bien. Aquí hallamos un profundo sentido relacional de la verdad. Nos ayuda a entenderlo la definición de verdad práctica aristotélica, que sigue Santo Tomás y establece la diferencia entre, la “adecuación de la inteligencia a la cosa” –verdad teórica–, de la práctica que se realiza “por conformidad al apetito recto[6]. El apetito, mediante su propio dinamismo afectivo, sostiene el movimiento de la acción y pide la realización de un acto, no el juicio de la inteligencia. Esto implica una verdad que puede ser conocida y razonada, pero que no consiste en la adecuación a una realidad ya dada, sino que tiene como específico concluir en una acción, esto es, una realidad por hacer. Es incomprensible esta tensión desde parámetros estáticos, nos hallamos ante una verdad dinámica, que implica la voluntad y, con ella, al sujeto que obra.

La verdad pastoral es, por consiguiente, práctica, su lógica no procede de la deducción aplicativa de principios, sino de la rectitud del afecto que la origina que parte de lo contingente y concreto. Su medida es el amor y no una actitud ante la ley. No quita las exigencias de la justicia que norma la ley, sino que actúa como justicia suprema y es capaz de ofrecer el perdón que sana lo cual es imposible para la justicia[7].

Por el contrario, desde un principio legalista de la ley moral, al final se busca una creatividad pastoral para evitar el peso excesivo de la ley en los casos extremos, por medio de la epikeia. Es debido al olvido del sentido profundo de la ley moral, dirigir la acción por la “verdad del bien”, una verdad que surge desde dentro de la acción, desde la rectitud del apetito con toda su concreción y dinamicidad[8]. Se esclarece el error de querer buscar “excepciones” al contenido de las leyes morales que falsifica el contenido de la misericordia.

Reconocer una dignidad como valor absoluto

Con la parábola del Buen Samaritano nos hallamos con un modo de “obrar” una verdad, en este caso, la verdad de la misericordia. El punto clave que permite comprender la acción del Buen Samaritano es que: “al verlo [al herido] se movió a misericordia” (Lc 10,33). Sin duda, es una perspectiva pastoral: “un corazón que ve”.

Podemos establecer una diferencia radical de la acción pastoral con el altruismo[9]. La verdad de la acción altruista reside sólo en que acaba en la otra persona porque se ha elegido desinteresadamente. En cambio desde la perspectiva cristiana la verdad de la obra se define por el afecto del que surge, el don de Dios inicial de la misericordia en el corazón del fiel.

El amor del Samaritano nace de lo concreto de un vínculo afectivo, algo que prima sobre la abstracción de la formulación de cualquier ley. Eso sí, la acción del Buen Samaritano es debida, expresión de la obligación de un vínculo humano que reclama urgencia. En definitiva, la misericordia que le mueve, no quita la justicia, sino que la ilumina desde una luz más potente. El encuentro pide curar, no solo rezar, tiene una clara especificidad moral. Cualquier hombre comprende el valor de este acto de misericordia, aunque le pueda costar ponerse en la posición del samaritano.

Además cuenta con un valor objetivo: puedo comunicar un bien a otro por medio de un acto, porque es, a la vez, un bien para mí y para él. Supera así la condición meramente subjetiva y su objetividad operativa permite la comunicación entre las personas. Es un requisito imprescindible para la visión pastoral misionera participar de la lógica de esta comunicación en el bien, tal como lo expone el Papa Francisco: “Allí está el manantial de la acción evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?”[10].

El sentido de obligación que se percibe consiste en “hacerse prójimo del herido”, aquello que solo se realiza cuando se actúa. No se trata del bien en cuanto realidad ontológica personal, sino de la persona agente que “se hace buena” obrando el bien[11]. Aquí, dentro de una acción contingente y limitada, el bien de la misma alcanza un cierto valor absoluto; no porque realice el máximo bien, sino porque manifiesta la dignidad moral de la persona. Es el bien que nunca se puede dañar: nadie puede querer jamás que una persona se convierta en mala al obrar. Con ello, se pueden determinar la existencia de actos intrínsecamente malos que nunca pueden ser realizados y cuyo conocimiento dirige la acción.

La tradición cristiana ha sido consciente que en sus acciones el hombre se juega su salvación, porque están selladas por el signo de la Alianza. La acción pastoral está orientada constitutivamente a esta salvación y, por ello, ha de tener en cuenta en primer lugar el sujeto que la realiza[12].

Así se enfrenta a modelos de praxis radicalmente relativistas en lo que concierne a la moral. Tanto en el marxismo como en el existencialismo se atribuye a la acción una capacidad “creativa” que superaría cualquier tipo de norma; pero ignoran el sujeto agente, que es el que en verdad contiene la valoración moral de la acción humana. En el marxismo se postula la existencia de un sujeto colectivo absolutizado, la clase social, que desprecia la dignidad inherente a la persona individual. El existencialismo, por su parte, absolutiza la libertad individual que sólo ve en la otra persona un límite[13]; no entiende de qué forma la acción hace crecer moralmente al agente.

La verdad de la acción pastoral: curar las heridas  

La renovación pastoral que se realizó en torno al Concilio y que ha inspirado nuestras estructuras pastorales actuales, se configuró a partir de un nuevo concepto de acción pastoral en el que el sujeto era la Iglesia misma en cuanto su relación con el mundo. La especificación de la acción pastoral, se realiza aquí como respuesta a situaciones actuales percibidas en los análisis sociológicos. Esta actitud de centrarse en las preguntas del mundo hace que la Iglesia siempre vaya detrás de los problemas y, a veces, no tenga un carácter propositivo y evangelizador. La cultura actual presenta nuevas cuestiones constantemente y, con ello, la Iglesia pierde la iniciativa cultural hacia el mundo.

La auténtica novedad de la parábola del Buen Samaritano es distinta. La misericordia que le mueve es verdadera, porque sabe curar. Esta es la verdad a la que apunta su acción. La importancia de la lectura cristológica está en la unión afectiva del médico con el enfermo, la misericordia alcanza entonces el sentido de la redención según la profecía de Isaías: “sus heridas nos han curado” (Is 53,5; 1 Pe 2,24). El buen médico no solo sabe medicina, sino que sabe curar. Nadie se pone en manos de un médico que no tenga los conocimientos adecuados. La comprensión real de la verdad del hombre, es esencial para comprender las enfermedades del espíritu que le aquejan y es imprescindible para una buena pastoral.

La misión de curar es una razón esencial para la unión entre lo doctrinal y lo pastoral. La enseñanza de la doctrina, si se hace bien, por su valor iluminativo y purificador, renueva profundamente a las personas en su corazón. Todo pastor conoce que el peor enemigo de la vida cristiana es la ignorancia de la verdad revelada. Y esta carencia, de por sí, mueve la caridad que especifica últimamente el acto pastoral.

El imperativo final de Cristo al interlocutor que le ha dado ocasión de la parábola del Buen Samaritano no procede a modo de un gobernante que impone su voluntad sobre el súbdito, más bien apunta a ser consciente del amor que nace del interior de la misericordia. El hecho de ser una respuesta a esta invitación, cambia internamente el horizonte de la acción cristiana, aparece ahora el sentido central de dar testimonio de la verdad, irreductible a la efectividad de lo realizado. Ahora se actúa como hijos de Dios y se manifiesta en una doble dimensión.

La primera, es lo absoluto de la dignidad de la persona implicada en la acción, como es el caso del martirio[14]. Este acto sublime es obra de la misericordia, allí el hombre al cumplir excelentemente el plan de Dios, lo convierte en luz del mundo y “semilla de cristianos”[15].

La segunda es su vinculación a la fe, a la raíz de donde nace el obrar cristiano.

Todo se dirige al fin, como fruto del don del Espíritu, a la “gloria del Padre”, la participación plena de la vida que se nos ha dado en el Hijo. La misión de Cristo consiste pues en “reunir a los hijos de Dios dispersos” (Jn 11,52), para que haya “un solo rebaño y un solo pastor” (Jn 10,16). Esto concede la acción pastoral la dimensión de testimonio esencial en la vida cristiana que nos hace testigos de única verdad: “para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16).

Juan José Pérez Soba

Catedrático de Pastoral Familiar

Instituto Juan Pablo II para la familia, Roma



[1] Benedicto XVI, Ex.Ap. Verbum Domini, n. 53.

[2] Concilio Vaticano II, Cons.Dog. Dei Verbum, n. 2.

[3] Recordemos: Francisco, C.Enc. Lumen fidei, n. 40: “la fe tiene una estructura sacramental”.

[4] Cfr. Benedicto XVI /J. Ratzinger, Jesús de Nazaret, I, La esfera de los libros, Madrid 2007, 49.

[5] Cfr. G. Bertram, “e;rgon”, en ThWNT II, 631-653.

[6] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 57, a. 5, ad 3. Se refiere a: Aristóteles, Ética a Nicómaco, l. 6, c. 2 (1139a30-31).

[7] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 21, a. 4.

[8] Cfr. L. Melina, “«Verità sul bene». Razionalità pratica, etica filosofica e teologia morale. Da «Veritatis splendor» a «Fides et ratio»”, en Anthropotes 15 (1999) 125-143.

[9] Cfr. S. J. Pope, The Evolution of Altruism and the Ordering of Love, Georgetown University Press, Washington, D.C. 1994.

[10] Francisco, Ex.Ap. Evangelii gaudium, n. 8.

[11] Juan Pablo II, C.Enc. Veritatis splendor, n. 78: “, el acto es bueno si su objeto es conforme con el bien de la persona en el respeto de los bienes moralmente relevantes para ella”.

[12] Cfr. Juan Pablo II, C.Enc. Veritatis splendor, n. 78: “para poder aprehender el objeto de un acto, que lo especifica moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa”.

[13] Lo que se denomina: Juan Pablo II, C.Enc. Evangelium vitae, n. 18: “una idea perversa de libertad”.

[14] Hemos de referirnos a la reflexión que aparece en: Juan Pablo II, C.Enc. Veritatis splendor, nn. 90-94.

[15] Tertuliano, Apologeticum, 50,13 (PL 1,534).

  • 19 octubre 2014
  • Juan José Pérez Soba
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