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¿Es comunista el Papa Francisco?

En la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium (en adelante, EG), de 24 de noviembre de 2013, el Papa Francisco critica el sistema económico vigente en los países occidentales y en la mayoría de los emergentes, censurando, por ejemplo, la “confianza burda e ingenua (…) en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante” (n. 54), las “ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera” (n. 56) o a la negación “del derecho de control de los Estados, encargados de defender el bien común” (n. 56), y afirmando que “esa economía mata” (n. 53) o “el sistema social y económico es injusto en su raíz” (n. 59). Esto ha provocado muchas reacciones, positivas o negativas, dependiendo principalmente del color político del comentarista. Y en el acaloramiento del debate mediático, algunos han afirmado que las ideas del Papa son marxistas.

 

Aquí no pretendo llevar a cabo un análisis detallado de las ideas económicas del Papa Francisco; solo quiero dar una interpretación muy personal de la EG, desde el punto de vista de un católico que se ha dedicado profesionalmente durante muchos años a la entender y explicar la economía capitalista liberal. Debo señalar desde el principio que el Papa habla como líder religioso, no como economista ni como político –y no parece preocuparle la precisión del lenguaje lo cual ha provocado cierta confusión.

  

 

Lo que preocupa al Papa Francisco

 

El método de la EG no es el de las ciencias sociales, sino el del “discernimiento evangélico”: “la mirada del discípulo misionero, que se ‘alimenta a la luz y con la fuerza del Espíritu Santo’” (n. 50). En el documento se dirige “a los fieles cristianos para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora” (n. 1), y justifica su denuncia de los fallos que observa porque “algunas realidades del presente, si no son bien resueltas, pueden desencadenar procesos de deshumanización difíciles de revertir más adelante” (n. 51) –es decir, estamos ante dinámicas sociales que pueden ser desestabilizadoras-, y porque “pueden detener o debilitar los dinamismos de renovación misionera de la Iglesia” (n. 51).

Lo que le preocupa es, pues, la salvación eterna de las almas, así como la dignidad de la persona. Afirma, por ejemplo, que “no puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa” (n. 53). Esta afirmación ha llamado la atención de los economistas porque, con sus criterios consecuencialistas, el impacto de la caída bursátil sobre el bienestar de la humanidad puede ser mucho mayor que el de la muerte de un indigente. Pero el Papa no se mueve con el criterio utilitarista del mayor bienestar para el mayor número de personas.

Su análisis empieza detectando problemas: un anciano sin techo muere de frío, una persona pasa hambre, otra no tiene empleo ni oportunidades de una vida digna… (cf. nn. 52ss). Las ciencias sociales ofrecen soluciones útiles pero incompletas, porque no consideran el bien de todo el hombre y de todos los hombres. Para el Papa, esos problemas muestran la existencia de “una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano!” (n. 55); en ellos percibe un atentado contra la dignidad de la persona humana y una violación de sus derechos básicos.

La clave del análisis de la EG es que, detrás de los problemas más graves (que no suelen ser los que atraen más la atención de los medios de comunicación) hay, a menudo, actitudes y comportamientos personales o colectivos, y estructuras sociales, económicas y políticas, que son la causa profunda de aquellos problemas: si “muere de frío un anciano en situación de calle” (n. 53), ‘alguien’ está incumpliendo o ha incumplido un deber ético. El problema que el Papa identifica debería sonar como una potente alarma, porque los fallos éticos tienen consecuencias: primero, para los que los causan, porque están ‘aprendiendo’ a desentenderse de sus deberes y deteriorando sus virtudes; segundo, para otras personas, a las que se causa un daño o se da un mal ejemplo; tercero, para la sociedad, porque las acciones personales inciden en la cultura, en las leyes positivas y en las estructuras, y cuarto, tiene consecuencias para la Iglesia, porque esos procesos “pueden detener o debilitar los dinamismos de renovación misionera” (n. 51). En definitiva, el Papa Francisco se lamenta de que “algunas realidades del presente, si no son bien resueltas, pueden desencadenar procesos de deshumanización difíciles de revertir más adelante” (n. 51).

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Volviendo al problema del indigente que muere de frío, el Papa parece esperar que todos nosotros nos preguntemos cuál es nuestra responsabilidad (cf. nn. 187-188) para solucionar la necesidad inmediata (que no pase otra noche a la intemperie) y para buscar soluciones más duraderas y a más largo plazo. Cuáles serán esas soluciones lo deja a la responsabilidad de cada uno, como ciudadano, experto o político, sin olvidar a la persona afectada, que debe sentirse responsable y dueña de su propio futuro, en la medida de sus posibilidades.

 

 

De los problemas a los diagnósticos y a las soluciones

 

A la vista de lo anterior, parece razonable que el Papa Francisco dedique muchas páginas de la EG a identificar problemas (cf. nn. 52ss.), remontándose a sus causas éticas. Mencionaremos aquí algunos ejemplos. Uno: “hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil” (n. 53): un problema económico y político, con un claro contenido moral. Otro: con la exclusión “se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar”, con lo que “queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera” (n. 53): esto es también un diagnóstico ético. Tercero: “para poder sostener un nivel de vida que excluye a otros (…) se ha desarrollado la globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe” (n. 54): el fallo ético bloquea la salida, la capacidad de solucionar los problemas.

Y un ejemplo más: “algunos todavía defienden las teorías del ‘derrame’, que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo” (n. 54). Esta reticencia del Papa ha provocado las reacciones de algunos economistas, que han puesto de manifiesto cómo la libertad de mercado ha promovido el crecimiento económico y elevado el nivel de vida de millones de personas, frente al fracaso de las políticas comunistas.

Por supuesto, el Papa Francisco valora positivamente los beneficios del libre mercado, en términos de mejora del nivel de vida, oportunidades de desarrollo y reducción de la pobreza. Pero me parece que lo que quiere decir es que en los asuntos humanos no hay mecanismos automáticos e impersonales (cf. n. 204): las personas siempre son relevantes. Supongamos que los expertos logran el mejor diseño posible del marco legal e institucional del libre mercado. Pues bien: ese diseño no garantiza la viabilidad del sistema a largo plazo, porque las personas aprenden de sus propios comportamientos y de los demás, lo que cambia sus preferencias, sus motivaciones y sus incentivos y, en consecuencia, las culturas y las leyes, o sea, el marco en que se mueve el libre mercado: con seres inteligentes y libres que aprenden, el futuro nunca está garantizado en esta tierra.

La EG no afirma, pues, que el mercado libre es malo, o que la economía planificada arroja mejores resultados, pero manifiesta su desconfianza en los “mecanismos sacralizados del sistema económico imperante” (n. 54), porque esos mecanismos pueden ser manipulados por “quienes detentan el poder económico” (n. 54), y porque esa “confianza burda e ingenua” ha dado lugar a la “globalización de la indiferencia, [por la que] casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros [las señales de alerta que muestran que algo no funciona], ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe” (n. 54).

“En el diálogo con el Estado y la sociedad, la Iglesia no tiene soluciones para todas las cuestiones particulares”, aclara el Papa Francisco (n. 214), pero añade que “junto con las diversas fuerzas sociales, [la Iglesia] acompaña las propuestas que mejor respondan a la dignidad de la persona y al bien común” (n. 241). Con ello está mostrando los criterios morales que deben servir para valorar las soluciones que se adopten: la dignidad de la persona y el bien común de la sociedad. Y todo lo que hemos dicho no permite incluir al Papa dentro de las categorías ideológicas o políticas de la izquierda o la derecha, el liberalismo, el socialismo o una tercera vía.

El Papa critica también las tesis liberales que niegan “el derecho de control de los Estados [sobre los mercados], encargados de velar por el bien común” (n. 56). Pero no se está adhiriendo a las tesis comunistas, sino a la Doctrina social de la Iglesia, según la cual “al Estado compete el cuidado y la promoción del bien común de la sociedad” (n. 240). Ese bien común es “el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección”[1]: un concepto económico y político, pero también ético. No basta que el crecimiento sea alto o que la distribución de la renta sea equilibrada, porque esos objetivos no conducen necesariamente al “logro más pleno y más fácil de la propia perfección” de todos.

Con otras palabras: aunque se cumplan todas las condiciones para un óptimo económico y aunque todos los mercados sean capaces de autorregularse… el bien común todavía no estará debidamente atendido, porque en los asuntos humanos no hay mecanismos automáticos infalibles. Hace falta, pues, que ‘alguien’ asuma la función de promover el bien común. Y ese ‘alguien’ es el Estado. Pero el Estado no llegará nunca a cumplir esa función de manera satisfactoria, por lo que la Doctrina social sostiene que “el bien común es un deber de todos los miembros de la sociedad: ninguno está exento de colaborar, según las propias capacidades, en su consecución y desarrollo”[2].

 

 

El dinero y las motivaciones humanas

 

“Una de las causas de esta situación se encuentra en la relación que hemos establecido con el dinero, ya que aceptamos pacíficamente su predominio sobre nosotros y nuestras sociedades” (n. 55). Esta frase ha llamado también la atención de los economistas, porque el dinero es un medio de pago, un instrumento para facilitar el intercambio y para conservar la riqueza, de modo que lo que censura el Papa parece no tener sentido.

Me parece que, para entender lo que la EG dice, hemos de distinguir los distintos usos del término dinero en nuestras sociedades. En el lenguaje popular, el dinero puede referirse a los ingresos (“gana mucho dinero”), al patrimonio (“es muy rico, tiene mucho dinero”), al medio de cambio (“no pudo tomar el autobús porque no tenía dinero en metálico para pagar”), o a la motivación de las conductas (“quiere ganar más dinero”). Los tres primeros conceptos son éticamente neutros, pero la frase del Papa sobre el predominio del dinero se refiere al cuarto significado.

Esto permite entender mejor que el Papa condene “la adoración del antiguo becerro de oro (…) [que] ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero” (n. 55). Nuestra sociedad toma como punto de partida las preferencias personales, que considera como dadas, sin que nadie tenga derecho a juzgarlas desde fuera. El ‘fetichismo del dinero’ es la absoluta autonomía de las preferencias individuales del agente, que son las determinan sus motivaciones hasta reducir “el ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo” (n. 55).

La EG muestra, pues, la existencia de “una profunda crisis antropológica” (n. 55). Pero “tras esa actitud se esconde el rechazo de la ética y el rechazo de Dios. La ética (…) se considera contraproducente, demasiado humana, porque relativiza el dinero y el poder. Se siente como una amenaza, pues condena la manipulación y la degradación de la persona” (n. 57). “La ética –una ética no ideologizada- permite crear un equilibrio y un orden social más humano” (n. 57); si la ética no está presente, la sociedad se desequilibra, y eso es lo que muestra el “predominio del dinero sobre nosotros y nuestras sociedades” (n. 55).

La respuesta de los economistas es mostrar que el capitalismo es el mejor sistema para crear riqueza; pero lo que preocupa al Papa es que el sistema económico no es estable, porque no funciona de acuerdo con reglas morales: si “el sistema social y económico es injusto en su raíz (…) el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social (…), un mal enquistado en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de destrucción y de muerte” (n. 59). 

El Papa concluye su argumento mostrando que el rechazo de la ética es también el rechazo de Dios, porque “la ética lleva a un Dios que espera una respuesta comprometida (…) [pero] Dios es incontrolable, inmanejable, incluso peligroso, por llamar al ser humano a su plena realización y a la independencia de cualquier tipo de esclavitud” (n. 57). O sea: la ética debe basarse en Dios, o al menos ser compatible con esta verdad. Con palabras de Benedicto XVI, “Dios es el garante del verdadero desarrollo del hombre”[3].

 

 

Conclusiones

 

La EG va dirigida a los fieles cristianos “para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora” (n. 1). Presta atención, por tanto, a la situación actual de ese mundo que necesita ser evangelizado, porque los protagonistas de esa tarea deberán superar dificultades: “una tristeza individualista, que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada (…), [de una vida interior que] se clausura en los propios intereses, [donde] ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien” (n. 2). La causa profunda de los males de la sociedad está en la persona.

Es lógico, por tanto, que el Papa Francisco dedique muchas páginas al análisis y la crítica del sistema capitalista liberal, que es el ambiente en el que van a moverse los nuevos heraldos del Evangelio. Pero no se trata de una crítica ideológica o política, sino antropológica y ética. Por parte de personas en los dos extremos del arco político, liberales y socialistas se ha intentado descalificarle o alabarle, pero me parece que no se ha entendido su mensaje. En todo caso, decir que el Papa es marxista es una frivolidad.

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Antonio Argandoña
Profesor Emérito, Cátedra “la Caixa” de
Responsabilidad Social de la Empresa y Gobierno Corporativo
IESE Business School



[1] Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 26; cf. Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Ciudad de Vaticano, Librería Editrice Vaticana, 2005, n. 164.

[2] Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 167.

[3] Carta Encíclica Caritas in veritate, n. 29.

  • 01 septiembre 2014
  • Joaquín González-Llanos
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