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Entrevista con Javier Medina, autor de Álvaro del Portillo. Un hombre fiel

“Álvaro del Portillo contribuyó a que cuestiones centrales como el celibato eclesiástico y la alta misión del sacerdocio recibieran una aprobación casi unánime en el Concilio”

 

 “Cuando se escriba su biografía –sugería Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei-, entre otros aspectos relevantes de su personalidad sobrenatural y humana, este habrá de ocupar un lugar destacado: el primer sucesor de san Josemaría (…) en el gobierno del Opus Dei fue –ante todo y sobre todo– un cristiano leal”. Con esta pauta, el autor ha llevado a cabo un hondo trabajo de investigación, construyendo el texto sobre cartas, documentos y testimonios hasta ahora inéditos, y logrando una biografía conmovedora y rigurosa.

 

Álvaro del Portillo (1914-1994) fue el gran apoyo del Fundador, y permaneció a su lado desde muy joven hasta su fallecimiento. Desempeñó un papel relevante en el Concilio Vaticano II, y fue ordenado obispo en 1991. El 27 de septiembre sera beatificado en Madrid, su ciudad natal.

 

Javier Medina Bayo (Vizcaya, 1950) se trasladó a Roma en 1970, y desde entonces trató a Mons. Álvaro del Portillo, hasta su fallecimiento en 1994. Es Doctor en Ciencias de la Educación por la Universidad de Navarra (1975) y Licenciado en Filosofía por la misma Universidad (1979), y por la Pontificia Università della Santa Croce, de Roma (1992). Recibió la ordenación sacerdotal en 1975.

 

 

¿De dónde surge la idea de escribir este libro? ¿Cuál ha sido su proceso de gestación?

La idea de escribir el libro sobre el Venerable Álvaro del Portillo surgió una tarde de marzo del año 2010. Nos encontrábamos unas cuantas personas en una reunión familiar con el Prelado del Opus Dei, y uno de los presentes –un ingeniero chileno– comentó que quizá se podría escribir ya una biografía más documentada de don Álvaro. Mons. Echevarría asintió. Como yo colaboro en la Oficina de las Causas de los Santos de la Prelatura, pensé que estaba en condiciones de acometer esa tarea y me ofrecí: dos años después, envié el manuscrito a la editorial.

 ¿Tuvo usted acceso a la positio de su causa de canonización?

Cuando falleció don Álvaro, centenares de personas escribieron sus recuerdos sobre él: desde los parientes más cercanos –hermanos, sobrinos, etc.–, hasta protagonistas de la sociedad eclesiástica y civil, pasando por personas de muy diferentes edades y condiciones, que le habían tratado más o menos intensamente en algún momento de su vida.

Esos testimonios ocupan varios millares de páginas, y contienen una gran riqueza documental. Piense, por ejemplo, que el redactado por Mons. Javier Echevarría, actual Prelado del Opus Dei, que vivió junto a Mons. del Portillo desde 1950 a 1994, ocupa varios centenares de páginas.

Algunas de esas personas –no todas, ni mucho menos– fueron llamadas más tarde a declarar como testigos en los procesos sobre la vida y virtudes de don Álvaro que instruyeron la diócesis de Roma y la Prelatura del Opus Dei en vistas a su posible beatificación y canonización, de acuerdo con lo prescrito por las normas canónicas.

Para la redacción del libro me serví de los testimonios –no de las declaraciones procesales, que no eran públicas– , y de otros documentos que se conservan en el Archivo del Opus Dei.

Usted conoció personalmente a don Álvaro y tuvo oportunidad de tratarlo. ¿Han aparecido en el proceso de investigación de su vida aspectos nuevos desconocidos de su personalidad que le hayan llamado más la atención?

Yo tuve el privilegio de vivir cerca de don Álvaro desde el año 1970, y pienso que puedo decir que –en esos casi 25 años– lo traté bastante. Con esa premisa, no dudo en afirmar a la vez que al escribir el libro he aprendido y profundizado muchísimo sobre las diversas facetas de su vida. Le pondré sólo un breve ejemplo que se refiere a la virtud de la fortaleza.

En 1972 o 1973, san Josemaría comentó en público –se lo escuché yo– que don Álvaro era una de las personas con más resistencia ante el dolor físico o espiritual, que había conocido. Naturalmente, acepté esa afirmación sin ponerla mínimamente en duda; pero en aquel momento no podía hacerme cargo de hasta qué punto era así.

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En el documento con el que la Santa Sede ha declarado que don Álvaro vivió heroicamente todas las virtudes cristianas, se lee que “dio pruebas de heroísmo en el modo como afrontó las enfermedades –en las que veía la Cruz de Cristo–, en el periodo que transcurrió en la cárcel durante la persecución religiosa en España (1936-1939) y ante los ataques que sufrió por su fidelidad a la Iglesia. Era hombre de profunda bondad y afabilidad, capaz de transmitir paz y serenidad a las almas. Nadie recuerda un gesto poco amable de su parte, el menor movimiento de impaciencia ante las contrariedades, una palabra de crítica o de protesta por alguna dificultad: había aprendido del Señor a perdonar, a rezar por los perseguidores, a abrir sacerdotalmente sus brazos para acoger a todos con una sonrisa y con cristiana comprensión”. Pienso que en mi libro hay muchas páginas que muestran hasta qué punto es acertado este juicio de la Iglesia sobre don Álvaro.

Don Álvaro tenía muchos amigos. ¿Qué destacaría del valor de la amistad en sus testimonios sobre el biografiado?

En las últimas líneas del párrafo del Decreto de Virtudes Heroicas que acabo de recordar, se indica cómo era la caridad de don Álvaro: tenía una gran corazón, que se manifestaba en un espíritu de servicio ilimitado, que facilitaba de manera natural el surgimiento de la amistad con personas de toda clase y condición. Por limitarme al ámbito de la Santa Sede, es sabido que Mons. del Portillo gozó de gran aprecio y prestigio en los Dicasterios vaticanos no solo por su rectitud y buen hacer profesional, sino por su trato sencillo, la delicadeza de modales, la espontaneidad y, al mismo tiempo, la humildad de sus juicios y reacciones. Al recibir la noticia de su fallecimiento, el entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Cardenal Ratzinger, escribió que don Álvaro se caracterizaba “por su modestia y por su disponibilidad en todas las circunstancias”. Me parece un juicio muy acertado: para el Venerable Álvaro del Portillo la amistad constituía una ocasión de servir o, lo que es lo mismo, un ejercicio de la caridad cristiana.

En cuanto a su influencia en el Concilio Vaticano II, ¿le parece que como Secretario de la Comisión De disciplina cleri et populi christiani su labor fue meramente de coordinación o recoge también su pensamiento?

El Decreto sobre las Virtudes heroicas de don Álvaro menciona, entre sus obras, los Escritos sobre el sacerdocio. Se trata de una recopilación de artículos sobre la figura humana del presbítero, su misión, el celibato, el cristocentrismo, los conceptos de consagración y misión, la espiritualidad sacerdotal, etc. Pienso que es un libro particularmente “moderno” y, sobre todo, útil para profundizar en la teología del sacerdocio propuesta en la doctrina conciliar, a la que don Álvaro contribuyó de forma muy importante.

Cuando afirmo que su aportación tuvo gran relevancia, no hago un juicio personal o subjetivo. El cardenal Ciriaci, que era el presidente de la Comisión conciliar sobre el clero, el 14 de diciembre de 1965 –una semana después de la conclusión del Concilio Vaticano II–, envió una carta de agradecimiento a don Álvaro, en la que –entre otras cosas– se puede leer: “Reverendísimo y querido D. Álvaro, (…) se ha concluido felizmente, gracias a Dios, el gran trabajo de nuestra Comisión, que ha podido de este modo conducir a puerto su decreto, que no es el último en importancia entre los decretos y constituciones conciliares. Basta considerar que la votación plebiscitaria del texto, tan atacado por motivos que son conocidos, pasará a la historia como una reconfirmación conciliar —con una casi unanimidad de sufragios— del celibato eclesiástico y de la alta misión del sacerdocio. Sé bien cuánta parte ha tenido en todo esto su trabajo sabio, tenaz y amable, que, respetando siempre la libertad de opinión de los demás, ha mantenido una línea de fidelidad a los grandes principios orientadores de la espiritualidad sacerdotal. Cuando informe al Santo Padre no dejaré de señalar todo esto. Mientras tanto, deseo que le llegue, con un cálido aplauso, mi agradecimiento más sincero”.

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El subtítulo del libro, “un hombre fiel” tiene para usted el valor de ser la nota más característica de la vida de D. Álvaro, como dice en la Presentación. ¿Podría ilustrarlo con algún recuerdo más?

Permítame que vuelva a remitirme al Decreto de las Virtudes heroicas. El texto comienza con la frase de la Escritura “Vir fidelis multum laudabitur” (“El varón fiel será muy alabado”; Prov 28, 20), y añade que esas palabras “manifiestan la virtud más característica del Obispo Álvaro del Portillo: la fidelidad”. Y para describir esta fidelidad la versión original latina del Decreto, emplea el adjetivo “inconcussa”: es decir, firme, inquebrantable, inconmovible.

Don Álvaro fue fiel a Dios en el cumplimiento pronto y generoso de su voluntad, en todo momento; a la Iglesia y al Papa; al sacerdocio; a la vocación cristiana, porque era un hombre de fe auténtica, hasta las últimas consecuencias.

Pero usted me pide que ilustre esta virtud con algún recuerdo concreto, y se me viene a la cabeza una comentario que hizo don Álvaro pocos días antes de su tránsito al Cielo. Nos encontrábamos en una reunión familiar y uno de los presentes le preguntó cuál había sido el momento más feliz de su vida. La respuesta fue inmediata: “Cada vez que me confieso, porque el Señor perdona mis ofensas”.

Además de la ayuda de la gracia, claro está, el amor del Venerable Álvaro del Portillo hacia el sacramento de la Penitencia es una de las raíces más profundas de su fidelidad heroica a Dios: era feliz de recomenzar a amar, y por eso su amor a Dios fue total, pleno.

Sobre su pensamiento canónico-teológico, ¿qué temas le parece a usted que se podrían estudiar con más profundidad?

Hay muchos temas. A mí me resultan muy atractivas –y pienso que es un tema particularmente actual y profundo– sus consideraciones sobre la naturaleza y misión de los presbíteros y de los laicos en la Iglesia. Me limito a transcribirle dos breves citas, tomadas del libro Escritos sobre el sacerdocio.

El primer texto resume la esencia y la imagen del sacerdote: “Es también de importancia capital destacar el carácter sobrenatural y sagrado del sacerdocio: su naturaleza y su misión no pueden ser entendidas sin la fe. Una imagen del sacerdote que fuese inteligible y aceptable para quienes no tienen fe o no viven de ella, no sería su verdadera imagen: habría perdido u ocultado lo esencial: su carácter sobrenatural”.

El otro, trata sobre el apostolado de los laicos, y dice así: “La colaboración del laico a la evangelización, su necesaria aportación a la vida intraeclesial, serán fecundas en la medida que esa participación se realice respetando su condición plenamente secular”.

Estos dos párrafos tan breves, si se analizan bien, implican consecuencias muy concretas para la vida de los sacerdotes y de los seglares en la Iglesia.

Don Álvaro trató a varios Papas, primero por indicación de San Josemaría, luego al frente del Opus Dei y por los encargos que recibió de la Santa Sede. ¿Cómo era ese trato? Mención especial merece -sin duda- Juan Pablo II que, además, le rindió un emotivo homenaje acudiendo a su capilla ardiente el 24 de marzo de 1994.

El trato de don Álvaro con los Papas era, fundamentalmente, un trato de fe: veía en el Romano Pontífice, fuese quien fuese, al sucesor de Pedro, al Vicario de Cristo en la tierra. Por ese motivo, amó de todo corazón a cada uno de los Papas; y, por esa misma razón, su obediencia y seguimiento a las enseñanzas y deseos de los Pontífices fueron siempre completas.

A la vez su actitud era filial y profundamente afectiva. En la biografía, menciono que “quienes vivían con don Álvaro recuerdan un pequeño gesto, que le notaron repetidas veces desde su nombramiento como Prelado, y que tiene relevancia simbólica. Con alguna frecuencia, de manera discreta, pero clara, tocaba el anillo pastoral, o lo miraba, o a veces lo acercaba a sus labios. Tiempo después, comprendieron por qué actuaba así, al escucharle que, al término de una audiencia, el 7 de julio de 1984, había dirigido un ruego a Juan Pablo II: «Santo Padre, antes de irme quiero pedirle un favor. –‘Sí, dígame’, me respondió. –Que se ponga un momento este anillo. Se lo entregué, y el Papa se lo enfiló en el dedo. Cuando me lo devolvió, le expliqué: este anillo me da mucha presencia de Dios, porque es el símbolo de mi unión con el Opus Dei: significa que soy esclavo, servidor de la Obra por amor a la Iglesia y al Papa. Pero ahora que lo ha llevado Vuestra Santidad, me dará también mucha presencia del Papa. Y así es, hijos: antes le encomendaba constantemente, y ahora constantemente multiplicado por mucho»”. Pienso que esta anécdota ilustra cómo era el comportamiento del Venerable Álvaro del Portillo ante el Obispo de Roma.

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Dr. Joaquím González-Llanos

  • 01 septiembre 2014
  • Joaquín González-Llanos
  • Temas de actualidad

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