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Los sacerdotes y el ministerio de la Palabra en la Liturgia de la Iglesia. J.Vall

Algunas constituciones y otros documentos del Concilio Vaticano II[1], juntamente con el Código de Derecho Canónico (CIC), dan mucha importancia a la Palabra de Dios en la Liturgia renovada (DV 21). Entre los años 1969 y 2002, esta reforma cristalizó con la publicación de los libros litúrgicos.[2] Todos ellos dejaron clara la importancia y la obligatoriedad de la proclamación o explicación de la Palabra divina en cualquier acción litúrgica.

 

El sacerdote, oyente y servidor de la Palabra

El Catecismo de la Iglesia Católica (CEC), en el n. 1100, lo destaca. Recuerda que el Espíritu Santo ayuda al pueblo fiel, reunido en la asamblea litúrgica, para entender el sentido de los sucesos salvíficos. Lo hace cuando anuncia la Palabra para ser recibida y vivida. El CEC, citando la SC (n. 24) nos repite que la Escritura “en la celebración litúrgica es capital”. Las lecturas leídas y explicadas en “la homilía, y los salmos que se cantan son de la Escritura; las plegarias, las oraciones y los himnos litúrgicos están empapados de su inspiración y de su atmósfera, y las acciones y signos reciben de allí su significado.”

En todas les celebraciones litúrgicas, presididas ordinariamente por el obispo o el sacerdote, in persona et in nomine image-6b065ee4ac36c2326f86e3ecb0c28b7fChristi, no falta –ni siquiera mínimamente– la lectura y explicación de la Palabra. “La importancia de la Sagrada Escritura es muy grande” (SC 24). Sobre todo en la Eucaristía, ya que ella es “mesa de la Palabra de Dios y del cuerpo de Cristo, íntimamente unidos (DV 21 y OL 10). Cristo se hace presente en las inseparables funciones profética, sacerdotal y real. Como explicaba san Juan de Avila, en les pláticas sacerdotales, durante el Sínodo diocesano de Córdoba de 1563, y en otros Sermones y Escritos, y en el Tratado del Amor de Dios[3] el “sacerdote es Cristo”, “es signo, sacramento de Cristo”, [...] “es guardia de la viña del Señor y ha de predicar la Palabra hasta el último confín de la tierra”. Dirá también con su característico castellano: “lo que significa fuera, eso haga por dentro”, [...] “somos, a modo de decir, criadores de Dios”[...] “y su misión es más alta que la del ángel”. Elemento básico de la espiritualidad sacerdotal, para Juan de Avila, es el hecho de que Cristo sacerdote se prolonga en la Iglesia por medio del sacerdocio ministerial y que el ser sacerdotal de Cristo es plenamente participado cuando “el hombre sacerdote se identifica con Cristo”; por eso, monseñor Sánchez González, durante la fiesta del santo de Avila, el año 2008, transcribió estas palabras: “vivimos, somos y hacemos lo que Cristo vive, es y hace.”[4]

Así, pues, el sacerdote ha de hacer todo lo posible para que el Espíritu Santo abra los corazones de los asistentes. Por eso, se espera del sacerdote un afán grande para ser fiel a las Escrituras, cuando ilustra la Palabra, a fin de vivir una vida santa. Con esta finalidad, la Iglesia imparte la adecuada formación a los sacerdotes durante años, mediante estudios teológicos y escriturísticos.

 

Interacción entre la Palabra de Dios y la Liturgia

Hay que subrayar la interacción que hay entre la Palabra de Dios y la Liturgia, ya que Dios habla en Cristo y en la Iglesia y lleva a término su acción salvífica mediante todo el Cuerpo: Cabeza y miembros, como Sacramento Universal de Salvación.

La Iglesia ha destacado siempre el papel que tiene la Palabra divina, cuando es proclamada y escuchada con atención y reverencia. Resalta la función que los obispos y los sacerdotes tienen en el servicio del ministerio de la Palabra, ya que todos han de vivir plenamente entregados a esta función (cf. Documentos conciliares sobre obispos y sacerdotes; CIC cc.756, 757 y 835). En este contexto, podemos aplicar lo que dice Malaquías (2,7): “La salvaguarda de la sabiduría se encuentra en los labios del sacerdote, y es en su boca donde buscamos la enseñanza; el es el mensajero del Señor.”

El ministerio de la Palabra no se realiza sólo en las acciones litúrgicas (SC 48) sino también en otros ámbitos. Aquí, me limitaré al terreno litúrgico y destacaré el papel que tienen los sacerdotes en este servicio: es decir, todo aquello que hace referencia a la lectura y explicación de la Palabra de Dios en los ritos de los Sacramentos y de los Sacramentales y en la plegaria de la Liturgia de las Horas. Sabemos que el sacerdote se alimenta, individualmente, con la lectura meditada de la Lectio Divina, llevándola a la oración personal, sobre todo antes de administrar las gracias sacramentales y pensando en las metas pastorales propuestas. Por esto, el cura será siempre el más fiel oyente y el mejor servidor de la Palabra porque impersona a Cristo, Cabeza de la Iglesia. No olvidemos que la Lectio Divina se remonta a los mismos orígenes de la vida eclesial y que nos ha acompañado a lo largo de nuestra historia. Pero la OL, nn. 3 y 4, acentúa que “encontramos admirablemente expuestos muchos tesoros de la única Palabra de Dios, cuando, a lo largo del año, hacemos memoria de Cristo en su despliegue, o celebramos los sacramentos o sacramentales de la Iglesia”[...] “Entonces la [...] celebración litúrgica, que se inspira sobre todo en la Palabra de Dios y allí se fundamenta, se convierte en un suceso nuevo y enriquece esta misma Palabra divina con una interpretación y una eficacia nuevas” [...] “En la celebración litúrgica... el Cristo siempre está presente en su Palabra [...] La Palabra de Dios propuesta constantemente en la liturgia, es siempre viva y eficaz por el poder del Espíritu Santo.” Una lectura atenta de estas páginas del OL nos hará entender el papel que tiene la lectura de la Escritura en la vida de la Iglesia; y nos ayudará a profundizar en el sentido de las normas litúrgicas.

La Liturgia es el lugar privilegiado, por el cual se edifica y actúa todo el Cuerpo de Cristo. Cada vez que la Palabra es proclamada, anunciada y explicada se repite aquel gesto de Cristo en Palestina cuando leía y explicaba el sentido de las Escrituras. Dice el Concilio Vaticano II: “Cuando leemos las palabras divinas, a Cristo escuchamos”(DV 25[5]). En todas las acciones litúrgicas sacramentales, es el Señor el que habla; es Él quien introduce y prepara a los fieles para escuchar su voz. La lectura proclamada de la Palabra será una gracia que nos acompaña durante la acción sacramental; una gracia que prepara a los oyentes a recibir la gracia modal de cada Sacramento.

Los laicos –por el sacerdocio común– pueden ser ministros de algunos sacramentos, y, como lectores de la Palabra, tienen una función litúrgica. No obstante, será al sacerdote a quien la Iglesia reservará la explicación oficial de la Palabra, sobre todo en la homilía. Los libros litúrgicos incluyen las lecturas más adecuadas para la celebración de cada sacramento. Lecturas que pueden servir para la meditación y preparación antes de la recepción de la gracia sacramental.

Es primordialmente en los sacramentos, particularmente en la Eucaristía, cuando la unidad de la triple función de Cristo se vive dinámicamente gracias a la presencia del sacerdote; una presencia física, absolutamente necesaria en la celebración de la Eucaristía, de la Penitencia, de la Confirmación, de la Unción de enfermos y del Orden Sagrado. La presencia de Cristo en el ministro, como entiende el santo de Ávila, es una presencia sacramental. El sacerdote, al proclamar y explicar la Palabra divina antes del Sacramento-sacrificio, favorece la preparación inmediata de los fieles para participar con fruto, para recibir la gracia nutritiva-unitiva de Cristo en el Sacramento-comunión, y para vivir profundamente el aspecto eucarístico que es el Sacramento-presencia. Con esta fe, hemos de vivir aquellas celebraciones comunitarias dirigidas sólo a la recepción de la Comunión, sin celebración de la Santa Misa por falta de sacerdote: aquí se da la doble mesa de la Palabra y la del banquete eucarístico. En todas esas celebraciones, aplicamos las palabras de san Jerónimo: “La carne del Señor, verdadero alimento, y su sangre, verdadera bebida, constituyen el verdadero Bien que nos está reservado en la vida presente: alimentarse de su carne y beber su sangre, no sólo en la Eucaristía, si no también en la lectura de la Sagrada Escritura. En efecto, la Palabra de Dios es verdadero alimento y verdadera bebida, que se consigue a través del conocimiento de las Escrituras.”[6]

La SC da las pautas de la renovación litúrgica respecto a la Palabra de Dios, y hace una afirmación capital: “Cristo está presente siempre en su Iglesia, especialmente en la acción litúrgica: [...] está presente en el sacrificio de la Misa, ya sea en la persona del ministro... ya sea sobre todo bajo las especies eucarísticas.” y añade: Cristo “está presente con su Palabra, pues es Él quien habla cuando

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en la Iglesia se leen las Sagradas Escrituras.” (SC 7) Afirma que “en la liturgia, Dios habla a su pueblo: Cristo anuncia aún el Evangelio [...] no sólo cuando se lee lo que se ha escritopara nuestra instrucción (Rom. 15,4), sino también siempre que la Iglesia ruega, canta o actúa.” (SC 33)

Este documento afirma: “que los fieles no asisten al misterio eucarístico como espectadores estraños y mudos, sino que, entendiéndolo bien a través de los ritos y les plegarias, participen en la acción sagrada de manera consciente, piadosa y activa”; son “instruidos por la Palabra de Dios”(SC 48), y así, para que “la mesa de la Palabra de Dios se prepare más abundantemente para los fieles, se les ha de ofrecer, con más amplitud, los tesoros de la Biblia.” (SC 51)

A menudo, la misma liturgia dice que Cristo es Pan de Vida y Palabra de Vida. Un texto de la DV asegura: “La Iglesia ha venerado siempre las Escrituras Sagradas como el mismo Cuerpo de Cristo. Por esto, en la Liturgia Sagrada especialmente, no deja de tomar de la mesa y distribuir a los fieles el Pan de vida, tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo. Siempre ha considerado y considera las Escrituras, juntamente con la Tradición Sagrada, como la regla suprema de su fe.” (n. 21) La Iglesia quiere que los fieles se alimenten tanto del Pan de Vida como de la Palabra de Vida, de acuerdo con aquella conocida expresión de san Agustín: “En la Iglesia, la Palabra de Cristo no recibe menos veneración que su Cuerpo.”[7]

A los sacerdotes, como a ministros ordinarios de los Sacramentos, les pide la Iglesia que procuren que “los fieles cristianos se alimenten de la palabra de Dios en la doble mesa de la Sagrada Escritura y de la Eucaristía” (PO n.18). Por eso quiere que en todos los Saramentos se viva la Liturgia de la Palabra juntamente con la Liturgia sacramental propia. De esta manera, ven que “en la celebración de la Liturgia tiene una importancia máxima la Sagrada Escritura...; de ella reciben sentido las acciones y los signos.” (SC 24)

El ámbito litúrgico sacramental también es el espacio catequético donde la Palabra resuena profundamente y donde el Espíritu Santo abre los corazones de los fieles a la conversión para que Cristo pueda actuar eficazmente. Según el CEC, n.1101 “El Espíritu Santo es quien da a los lectores y a los oyentes, según las disposiciones de sus corazones, la inteligencia espiritual de la Palabra de Dios. A través de las palabras, las acciones y los símbolos que constituyen la trama de una celebración, el Espíritu pone a los fieles y a los ministros en relación viva con Cristo, Palabra e Imagen del Padre, a fin de que puedan hacer pasar a su vida el sentido de lo que oyen, contemplan y realizan en la celebración.” Todos los que reciben los Sacramentos son “preparados y alimentados” en la mesa de la Palabra de Dios” (SC 51); toda la Iglesia “se alimenta y vive de la Palabra de Dios y del pan eucarístico” (AG 6), que es el mismp Verbo encarnado. Por la importancia que tiene la proclamación de la Palabra de Vida, la Iglesia ha querido que hubiera un espacio –el ambón– para las lecturas. El CEC, n. 1154, al afirmar que la proclamación oficial de la Palabra “es parte integrante de las celebraciones sacramentales” designa “el lugar del su anuncio (ambón)”, y quiere que la lectura “sea audible e inteligible”.

 

La eficacia de la Palabra de Dios

Que “la Palabra de Dios es viva y eficaz” (He 4,12) nos lo dice el Espíritu Santo. ¿Cómo hemos de entender esta eficacia? o ¿qué relación hay entre la eficacia de la Palabra proclamada y la eficacia de la gracia ex opere operato de cada Sacramento?

Se ha dicho muchas veces que, cuando la Palabra de Dios se proclamaen la liturgia sacramental, participa de la sacramentalidad,yla llamamosquasi-sacramentalidad. Es Cristo quien, en cada Sacramento, nos alimenta con su Palabra; deja caer la simiente de la Palabra para que ayude a fructificar la gracia modal de cada Sacramento. Como asegura el CEC n.1102, “la Palabra de la salvación alimenta la fe en los corazones de los creyentes, y hace nacer y crecer la comunidad de los cristianos. El anuncio de la Palabra de Dios [...] reclama una respuesta de fe, como consentimiento y compromiso, con vistas a la alianza entre Dios y su pueblo. El Espíritu Santo es también quien da la gracia de la fe, fortalece y la hace crecer en la comunidad” [...] Se puede afirmar que la Palabra de Dios, proclamada y escuchada atentamente, nos hace participar ya de alguna manera de la eficacia propiamente sacramental.” (Cf. OL 4)

San Pablo decía: “Recibiste de nosotros la Palabra de Dios [...] que trabajaeficazmenteen vosotros, los creyentes.” (1Tes 2, 13) A esta eficacia se refieren los teólogos y también el Ordenamiento General del Misal Romano cuando afirma que “la eficacia de la Palabra divina crece con una exposición viva, es decir, con la homilía, que es una parte de la acción litúrgica.” (IGMR 29)

El pasado Sínodo sobre la Palabra afirma que “la Palabra ha de ser vivida en la economía sacramental como una recepción de la potencia y de la gracia crística, no sólo como una comunicación de verdad, de doctrina y de precepto ético. Ella suscita un encuentro y recepción de gracia en quien la escucha con fe...” La recepción de la Palabra de Dios es eficaz en el oyente bien dispuesto y lo es naturalmente ex opere operantis. Podemos decir que la Palabra proclamada tiene una eficacia especial por la estrechainterrelación e interdependencia que hay entre la liturgia de la Palabra y la liturgia Sacramental.

Se puede hablar, pues, de quasi-sacramentalidad dentro del preciso contexto de la celebración de cada rito sacramental. Palabra y Acción sacramental están íntimamente unidas [...], “son indisociables”[...], “la Palabra hace presente y comunica la obra de redención y santificación cumplida por el Hijo predilecto” (Cf. nn.1153 y 1155 del CEC) y afirma a la vez que la “celebración sacramental es un encuentro de los hijos de Dios con su Padre, con Cristo y el Espíritu Santo; [...] este encuentro se expresa como un diálogo a través de acciones y de palabras. Es verdad que las acciones simbólicas son ya en sí mismas un lenguaje, pero es preciso que la Palabra de Dios y la respuesta de fe acompañen y vivifiquen estas acciones, a fin de que la simiente del Reino lleve su fruto a tierra buena. Las acciones litúrgicas significan lo que la Palabra de Dios expresa: simultáneamente la iniciativa gratuita de Dios y la respuesta de fe de su pueblo.”

La interrelación indisociable entre Palabra y Gracia la vemos, por ejemplo, perfectamente reflejada en les conversiones del eunuco, de Cornelio, y de Lídia, antes que los tres reciban el Bautismo. En ellos se da una explicación de la Palabra (Act 8,30 y ss; 10,34; y 16,14), la acción del Espíritu abriendo el corazón de los oyentes (Act 8,36; 10,47; y 16,14) y la administración del Bautismo (Act 8,38; 10,48; y 16,15).

La Palabra, proclamada en la Liturgia, precede y acompaña la acción sacramental del Cristo, y tiene esta especial dimensión precisamente “porque anuncia y realiza... la obra de la salvación” (Cf. SC 6 y OL 4). No se trata de un octavo sacramento. Hablamos, pues, de una eficacia en el orden de las gracias actuales que preparan y acompañan al fiel que recibe con fruto un Sacramento. Unas gracias que ilustran la inteligencia y mueven la voluntad de aquellos que la escuchan, recibiéndola con amor y con fe.

Una proclamación esmerada y una atenta audición de la Palabra mantienen la unidad del rito, porque la Liturgia de la Palabra se integra en la acción sacramental. La proclamació de la Palabra proporciona la ocasión externa para recibir, con más fruto, la gracia sacramental. Cristo es el ministro principal; Él es la Palabra eterna subsistente encarnada: es la Palabra definitiva, como afirmaba Juan de la Cruz: “Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra... Pon los ojos sólo en Él, porque en Él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en Él aún más de lo que pides y deseas; oidle a Él, porque ya no tengo más fe que revelar ni más cosas que manifestar”[...] ”El Padre todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra y no tiene más que hablar.”[8]

Captar cada vez mejor cual es el profundo sentido de la tarea en la Liturgia de la Palabra es una exigencia para los sacerdotes y los otros ministros. Ya queCristo “está presente con su Palabra, pues es -Él quien habla cuando en la Iglesia se leen las Sagradas Escrituras (SC 7). y el hecho de que la Iglesia prescriba proclamar la Palabra en la administración de todos los Sacramentos y de los Sacramentales nos ha de parecer algo muy adequado. El sínodo sobre la Palabra recuerda que, en tota acción litúrgica, rito y Palabra han de permanecer íntimamente vinculados, como se decía en la Constitución SC, 35. Y añadía: “Las dos partes de que consta la Missa, o sea, la liturgia de la Palabra y la eucarística, están tan estrechamente unidas entre ellas, ya que constituyen un solo acto de culto” (SC 56). El CEC repite que “efectivamente, la mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a la vez la de la Palabra de Dios y la del Cuerpo del Señor.” (CEC n. 1346).

La proclamación de la Palabra de Dios, por tanto, no se habría de omitir nunca, salvo algún caso en que haya una razón grave y urgente para omitirla, com puede ser en la administración de sacramentos in articulo mortis, si bien incluso en este supuesto, siempre puede haber tiempo para leer una corta frasede la Escritura que ayude al fiel moribundo a una fructífera recepción de la gracia.

Otro aspecto litúrgico de la Palabra de Dios lo tenemos en el rezo de la Liturgia de les Horas. A los sacerdotes y religiosos se les responsabiliza de actualizar la Palabra a través de la Liturgia de les Horas. Pueden ser acompañados por los fieles laicos (OT 4). Esta oració oficial –el Oficio Divino–, la meditación de las lecturas de las horas, el rezo de los salmos, todo ha de asumirse no como una simple obligación, sino como una oportunidad para incidir en la relación Palabra-Liturgia. La Liturgia de las Horas es un lugar privilegiado para fortalecer la formación doctrinal, ascètica y mística del cura y de los otros fieles; para aprender de los Santos Padres, de todos los santos y del Magisterio lo que significa vivir plenamente la gracia de la Palabra de cara a la santificación del tiempo.

 

Práctica pastoral

Así, pues, la proclamación de la Palabra, en cada rito litúrgico, es un signo eficaz para la santificación. Ha quedado claro que en cualquier acción litúrgica se da una íntima conexión entre la Palabra divina proclamada y el rito sacramental: las lecturas, aparte de alimentar in genere espiritualmente a los receptores de cada Sacramento, ayudan también a entender mejor y a salvaguardar su esencia dinámica.

La Escritura, en estas acciones litúrgicas, no se escucha como si se tratara de una composición literaria estimulante; no se trata de una lectura privada, sino que se proclama oficialmente y se escucha como la Palabra viva y eficaz(He 4,12). Se escucha a Crist, Sacramento Original de Salvación, a través de la Iglesia, Sacramento Universal de Salvación; y, por ello, es “Palabra viva [...] en la boca del predicador, viva en el corazón del que cree y ama. Si es viva de esta manera, ¿podremos dudar de su eficacia? [...] Es eficaz cuando obra; es eficaz cuando es predicada. Nunca vuelve de vacío, sino que prospera en todas las cosas a las cuales es enviada.”[9] La Palabra es viva, no solamente por la causa viva de la cual procede, sino también por los efectos de vida que produce, y como es viva, conuna viveza divina, es también eficaz para dar frutos (Cf. Is 55, 10 y ss.); es operante, porque comunica vida sobrenatural y penetra en el corazón del fiel oyente, bien dispuesto. Les palabras inspiradas “son como el fuego y como el martillo que rompe la piedra” (Cf. Jr 23,29). San Pedro dirá que “habéis nacido de nuevo [...] de la Palabra viva y eterna de Dios que da la vida para siempre” (1Pe 1,23).Se trata, pues, de recibir la gracia con más abundancia, y nos disponemos leyendo “aquello que ha sido escrito para  nuestra instrucción” (Rm 15,4; SC 33).

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Es preciso que los sacerdotes, como principales ministros de la Palabra y administradores de la gracia sacramental, no se dejen llevar por prisas o rutinas ante la maravillosa función de proclamar y explicar las Escrituras (Cf. SC 52). La Liturgia se ha de considerar como “el ejercicio de la función sacerdotal de Cristo, en la cual, a través de signos sensibles, se significa y [...] se opera la santificación del hombre, y se ejerce todo el culto público por el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, por la Cabeza y por sus miembros” (SC 7). “El que fue visible a través de la humanidad de Jesucristo ha pasado a hacerse visible ahora en las celebraciones de la Iglesia.”[10] En los Sacramentos nos encontramos con Cristo crucificado y resucitado; le encontramos limpiando, fortaleciendo, alimentando, curando, perdonando, uniendo y enseñando. Cuando la Iglesia, a través de nosotros, administra sacramentalmente la gracia quiere que resuene a la vez su Palabra, que explica la acción de Dios en los hombres, y pide al Espíritu que abra los corazones. “Para que la Palabra de Dios produzca realmente en los corazones lo que suena en los oídos, se requiere la acción del Espíritu Santo, con la inspiración y la ayuda del cual la Palabra de Dios se hace fundamento de la acción litúrgica, norma y soporte de toda la vida. Así pues, la operación del Espíritu no sólo prevé, acompaña y sigue a toda acción litúrgica sino que sugiere al corazón de cada uno todo aquello que se anuncia al pueblo entero de los fieles en la proclamación de la Palabra de Dios y, mientras fortalece la unidad de todos, fomenta también la diversidad de los carismas y potencia muchas formas de acción.” (OL 9)

La praxis pastoral insiste en la preparación a la recepción de los Sacramentos, como objecto primordial del celo pastoral. No hemos de olvidar que un signo consigue mejor su finalidad en la medida que quienes lo ven cogen mejor el significado total. Es escuchando la Palabra inspirada y la subsiguiente explicación de la Iglesia cómo los fieles quedan inmersos en ella. Los receptores de los Sacramentos introducen en su mente y en su corazón el pleno sentido de la Palabra divina. Ésta instruye y da sentido al Sacramento, envolviéndolo del ambiente conveniente, enmarcándolo, reforzándolo y llevándolo a su plenitud.

Servatis servandis, se ha de decir lo mismo en la administración de los Sacramentales. También estos últimos son signos sagrados por los cuales, a imitación de alguna manera de los Sacramentos, se significan y se obtienen por la oración e intercesión de la Iglesia unos efectos principalmente espirituales, ya que nos disponen y nos preparan para recibir las gracias convenientes (Cf. RB passim).

Ninguna de las acciones litúrgicas son la acción de una persona o de un grupo eclesial concreto, es decir “no son acciones privadas” (CIC c. 837, &1); son acciones de toda la Iglesia. La liturgia es la acción del Cuerpo Místico y Total de Cristo (SC 7); no de un grupo eclesial que dispone de esta acción según sus propios gustos; y, por supuesto, si se hace al margen de la comunión eclesial. ¿Podríamos tal vez los celebrantes omitir las lecturas que la Iglesia nos propone en los libros litúrgicos, o bien leer otros textos no inspirados o profanos? No, sin lugar a duda, porque supondría un abuso o un desprecio de la Palabra.[11] Habrá, en consecuencia, que estudiar bien las normas, las instrucciones, el ordenamiento, con tal de saber qué nos pide la Iglesia a los sacerdotes, servidores de la Palabra, para serle fieles en la observancia de todo aquello que hace referencia a la Liturgia.[12]

Además, todos los fieles tienen el derechoa recibir las ayudas tal como la Iglesia las ha dispuesto; sobre todo la Palabra divina respecto a la recepción de los Sacramentos (Cf. CIC, c. 213). Por tanto, si la Iglesia quiere que la administración de los Sacramentos y de los Sacramentales vaya siempre acompañada de la proclamación de la Palabra de Dios, los pastores tenemos la obligación de proporcionar este bien salvífico a los hermanos. Se trata de un servicio, de una manifestación más de la comunión eclesial y jerárquica. Por tanto, no podemos hurtar la Palabra divina en ningún momento, y mucho menos cuando la Jerarquía manda hacerlo para que los miembros de Cristo se encuentren con Él, mediante la Palabra que precede cada acción sacramental.

Como el hecho de escuchar la Palabra se orienta a dar fruto y alimentar nuestra fe, la Iglesia espera, de nosotros sacerdotes, una conducta coherente, siendo los mejores oyentes de la Palabra para ser también unos diligentes administradores. La Palabra de Dios aumenta la fe cuando expresa no solo cuestiones morales o doctrinales –una enseñanza– sino también cuando se involucra al mismo amor de Dios, que llama a los hombres a su encuentro para participar plenamente del acontecimiento pascual. Como recordaba el actual Prelado del Opus Dei, san Josemaria Escrivá : decía “Si de la lectura de la Sagrada Escritura [...] no sacamos consecuencias prácticas para nuestra vida de cada día, es señal de que falta de nuestra parte la atención y el amor debidos, porque estos textos son enseñanzas llenas de vitalidad, de fuerza y de aplicación para todo cristiano que quiera ser coherente con su fe.[13]

La Palabra expone el proyecto de salvación, interpela, estimula al seguimiento de Cristo, nos convida y nos conduce hacia la santidad por obra del mismo Espíritu Santo. La Palabra evangeliza, adoctrina, propone metas, convida a la conversión y a la reparación para poder comenzar o recomenzar una nueva vida en Cristo, venciendo tentaciones, desánimos y contradicciones.

 

Sacramentales

Respecto a los Sacramentales son especialmente importantes el Ritual de Bendiciones (RB), algunos capítulos del Ceremonial de los Obispos (CE), el “Ritual de la Sagrada Comunión y del Culto del misterio eucarístico fuera de la Misa.” (RSC nn. 82-95; 113-188) El RB subraya esta relación entre Palabra y Bendición: “la celebración típica de una bendición tiene dos partes principales, la primera de las cuales es la proclamación de la Palabra de Dios y la segunda [...] la súplica del auxilio celestial” (n. 20); en la “primera parte se propone que la bendición sea realmente un signo sagrado que reciba sentido y eficacia de la proclamación de la Palabra de Dios” (n. 21) y destaca el papel que se da a la Palabra en los Sacramentales. Afirma que los elementos más importantes de las bendiciones son “la proclamación de la Palabra de Dios y la oració de la Iglesia, que nunca se omitirán, ni siquiera en los ritos más breves.” (RB 23)

El Benediccional también quiere ayudarnos a entender el enriquecimiento que ha supuesto la estructuración de las Bendiciones como auténticas acciones litúrgicas. La Iglesia propone la lectura de la Palabra para que los fieles asistentes la reciban atentamente con piedad filial, entiendan mejor el significado de cada Bendición y puedan experimentar plenamente los efectos espirituales obtenidos mediante las bendiciones de personas, objectos o lugares. Respecto a la observancia de la estructura típica de las bendiciones, será siempre mejor celebrarlas con la asistencia de los fieles. Por eso, los ministros han de evitar las prisas, rutinas o comodidades, que podrían llevarles a celebrar individualmente una bendición –por ejemplo, de una casa, de unos objectos de culto o del agua– y han de vivir una ceremonia significativa, preferentemente en forma comunitaria (CIC c. 837 &2), que, a veces, es necesaria, ya que “responde mejor al carácter de plegaria litúrgica.” (Cf. RB 15-17). O sea, con y en la presencia de los miembros de la comunidad eclesial, los cuales saludan y responden las diversas partes del rito, escuchan la Palabra y se unen a la oración pública de la Iglesia, tal como prevé el Ritual.

Son también claras las normas sobre el uso de las Escrituras durante las ceramonias litúrgicas de adoración al Santísimo Sacramento.Entre otras coses –referentes a la Exposición– señalan que “hay que poner atención en las exposiciones para que el culto del Santísimo manifieste claramente su relación con la Santa Misa.” (RSC 8). Esto se consigue manteniendo en el rito los dos elementos de siempre: por un lado, el de la liturgia de la Palabra y, por otro, el de la liturgia eucarística. Se dice que “las exposiciones breves del Santísimo Sacramento se han de preparar de tal manera que, antes de la bendición con el Santísimo, se reserve un tiempo dedicado a las lecturas de la Palabra de Dios, cantos y plegarias y a una oración en silencio durante un tiempo proporcionado”(RSC 89) [...]. Durante la exposición, es conveniente ordenar las oraciones, los cantos y las lecturas de tal manera que los fieles atentos a la oració se dediquen a Cristo, el Señor. Para fomentar la oració íntima y personal, conviene leer“fragmentos de la Sagrada Escritura glosados a través de la homilía [...]. Es conveniente que los fieles respondan con sus cantos a la Palabra de Dios.”(RSC 95)

En este mismo contexto, hemos de advertir que el Caeremoniale Episcoporum, al regular aquellas bendiciones que acostumbran a celebrar los Obispos –bendiciones de abades, o abadesas, consagraciones de vírgenes o profesiones religiosas, dedicaciones o bendiciones de iglesias y altares, bendiciones apostólicas, etc. y otras que ellos se pueden reservar– afirma que en todos los ritos debe haber la lectura de la Palabra de Dios (Cf. CE pars IV, nn.116-1128).

Hemos tenido siempre presente al escribir estas páginas aquella que fue la oyente de la Palabra por excelencia, a Maria, Madre de Dios, madre de la Iglesia, madre de los sacerdotes, a la cual Cristo dirige aquella alabanza que completa la de la mujer de pueblo: “Bienaventurados más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica.” (Lc 11, 27-28).

Josep Vall y Mundó

Sacerdote, doctor en Derecho Canónico


[1] Constituciones Lumen Gentium (LG), Dei Verbum (DV), Sacrosanctum Concilium (SC) y Decretos Christus Dominus (CD), Presbyterorum ordinis (PO) y Ad Gentes (AD).

[2] El Misal Romano –la Instrucción General (IGMR) y Ordo de la Misa (OM)– y los nuevos Leccionarios (OL). Después siguieron los Rituales de la Iniciación cristiana (RIC), el de Exèquias (RE), el Cerimonial de los Obispos (CE) –muy importante en la medida que tiene un valor de auténtica interpretación de los otros libros litúrgicos promulgados anteriormente– (Proemium, 2), el de la Consagración de abades o abadesas (RCA), el de Dedicación de iglesias y de altares (DE), el Ritual sobre la Sagrada Comunión y sobre el Culto Eucarístico fuera de la Misa (RSC) y el Ritual de Bendiciones (RB), emblemático de la liturgia de los Sacramentales.

[3] SAN JUAN DE AVILA, Obras completas, BAC, Madrid, 1971 y ss.

[4] Citadas por monseñor Sánchez. Cf. Ecclesia digital, septiembre, 2009. Pertenecen a san Juan de Ávila. Escritos sacerdotales. Memorial primero de Trento, BAC, 2000.

[5] Vid. SANT AMBROSIO DE MILÁN, De officiis ministrorum, 20, 88; PL 16,50.

 

[6] San. Jeronimo. In Ecclesiast. C.3, Sent. 82; Tric. T 5, p. 253. Cf. Saint Jerôme lit l´Eclésiaste. Ed. Migne. Paris 2001.

[7] Sermón 56, PL 381.

[8] SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo, libro 2, cap. 22, 3-5. Obras completas. Ed. Sígueme 1992.

[9] SAN BALDUINO DE CANTERBURY, Tratado 6, PL 204, 451-453.

[10] SAN LEÓN, EL GRANDE, Sermón 74, 2: PL 54398. Cf. Cebrià Piferrer. Literatura cristiana antigua. Publicacions de l´Abadia Montserrat 2008, p. 640.

[11] Cf. Instrucción 'Inaestimabile donum´, A,1, del 3 de abril del año 1980. Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino, del 17.IV.1980.

[12] Cf. JUAN PABLO II, Encíclica 'Redemptor hominis´, n. 20.

[13] Mons. JAVIER ECHEVARRÍA. Memoria del Beato Josemaría Escrivá. Rialp 2000. 4ª ed. p. 251.

  • 10 diciembre 2009
  • Josep Vall i Mundó
  • Número 33

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